Colombia: autonomía territorial y ubicuidad militar

Idioma Español
País Colombia

(Los) pueblos originarios están en las raíces históricas de las comunidades de paz y de muchas otras del campo que se favorecen de nuestro rico y excepcional entorno tropical. (...) De esta manera aislada y pacífica han venido creciendo los lugares escogidos, con sus propias y suficientes prácticas y normas. Y que cuando allí irrumpieron por fin agentes del Estado, por lo regular armados, se sembró entonces la violencia estructural exógena, y muchas veces desbarató la sosegada atmósfera local de paz y ayuda mutua que se había formado

La política de ocupación militar del espacio que rige en Colombia, en mi opinión, va a contrapelo de la tradición de nuestros pueblos originarios que es justamente autonomista. Desgraciadamente tal es el caso de los campesinos de Urabá y de las 52 “comunidades de paz” desperdigadas por buena parte del país como baluartes para detener la maquinaria de la guerra civil que nos afecta desde hace tiempo. Por esta causa, tengo dudas sobre la viabilidad del ordenamiento territorial en el Valle del Cauca y en Colombia en el momento actual.

Cuando hablo de pueblos originarios me refiero a los cuatro pueblos fundadores de nuestra nacionalidad, como son los siguientes: los indígenas desde los tiempos precolombinos; los negros cimarrones rebeldes contra los esclavistas desde el siglo XVII; los campesinos-artesanos pobres de la época colonial; y los colonos agrícolas en expansión desde el siglo XIX. Todos ellos, mezclados o por separado, en su momento y a su manera, ocuparon el espacio territorial de la futura Colombia como aspiración voluntaria, con base en derechos consuetudinarios universales por la vida y el trabajo en comunidad, con los cuales lograron resolver los problemas de la ocupación, producción y reproducción económica y social de los habitantes.

Estos pueblos originarios están en las raíces históricas de las comunidades de paz y de muchas otras del campo que se favorecen de nuestro rico y excepcional entorno tropical que es envidia del mundo.

Aquellas tareas, que expresan el derecho natural por la vida, se realizaron entre nosotros casi sin coacción superior o externa. Para ello han contado con líderes informales que encarnaron la historia oral y la cultura ancestral. Las autoridades citadinas, por regla general, sólo han tomado descuidada nota de tales procesos lejanos. De allí ha nacido el sentido de autonomía civil y el estímulo a la creatividad de aquellas comunidades.

Lo interesante del asunto es que de esta manera aislada y pacífica han venido creciendo los lugares escogidos, con sus propias y suficientes prácticas y normas. Y que cuando allí irrumpieron por fin agentes del Estado, por lo regular armados, se sembró entonces la violencia estructural exógena, y muchas veces desbarató la sosegada atmósfera local de paz y ayuda mutua que se había formado. Ésta no es tesis nueva, y contradice mucho de lo que escribió Hobbes sobre el Leviatán. Aquí hay que apelar a otros observadores menos pesimistas, como Rousseau, Kropotkin y Thoreau, padres de las teorías modernas sobre participación popular, cooperativismo y anarquismo filosófico o libertarianismo, que son las columnas que sustentan los principios sobre autonomía territorial funcional y real de comunidades rurales como “las de paz”.

Se trata de un derecho reconocido como inalienable por las Naciones Unidas en su Declaración sobre los Derechos de los Pueblos, y por la Organización de Estados Americanos en su Corte Interamericana para los Derechos Humanos, como se nos hizo recordar hace pocos días.

El pasado

Lo que acabo de decir queda confirmado por la dinámica propia e inventiva señaladas de los grupos originarios. En primer lugar, desde antes de Colón los aborígenes han ocupado y hecho producir nuestros territorios de manera comunal y colectiva, en ricas formas tribales, sin producir serios conflictos entre ellos. Quizás había suficiente espacio para todos, como en el Valle del Cauca donde cohabitaba una docena de tales tribus, luego reconocidas como resguardos por los españoles.

En general, nuestros indígenas mantuvieron estas normas solidarias de organización social, aguantaron la hecatombe de la conquista y del liberalismo ilustrado después, y se sostuvieron semiaislados sobre la tercera parte del territorio nacional. Allí siguen dando lecciones impresionantes de resistencia civil, como también en otros países del Norte y Sur de América con el respetable concepto de “nación indígena”, que es autonómico.

Por otra parte, de los cimarrones hemos heredado los ideales libertarios de sus palenques, a partir de la invención de éstos por Domingo Bioho en Matuna, al sur de Cartagena, idea salvadora de la raza y cultura negras que fueron extendiéndose por los recovecos geográficos de la otra tercera parte del país, hasta llegar a las montañas del río Palo en Puerto Tejada y del río Patía en el Cauca.

Los palenqueros se organizaron solos con su “rey del arcabuco”, “cabildo de negros” y tierras colectivas, casi intocados por las autoridades. Por supuesto, para éstas se trataba de rebeldes, díscolos o pecaminosos. Pero leyendo entre líneas lo que sobre los palenques del río San Jorge, por ejemplo, escribió Fray Joseph Palacios de la Vega, se nota que estaban contentos con el género de vida en su libertad selvática. No necesitaban que los blancos les “civilizaran” con la cruz y la pólvora.

A los campesinos payeses y artesanos pobres de la Hispania que llegaron acá como polizones escondidos en los navíos de la colonización, debemos los colombianos la fundación de muchos pueblos, incluso vallunos. Como valiosa mano de obra, trasladaron de la España medieval la fuerte tradición antiseñorial de los fueros que hasta los reyes debían obedecer. También nos trajeron los cabildos de vecinos, el municipio y la provincia. Fueron ellos los comuneros que nos demostraron cómo muchas veces “las leyes se obedecen pero no se cumplen”, los que organizaron revueltas contra virreyes y audiencias, los que mestizaron la población, y enseñaron los valores de dignidad de los pueblos.

Por último, los colonos internos fueron llenando con su brío aquellos intersticios en valles y vegas tropicales que quedaban entre las ciudades donde se cocinaban las guerras civiles, el gamonalismo y el ambicioso juego por el poder estatal. Los colonos huían con frecuencia de esas guerras fratricidas y buscaban reconstruir sus comunidades en paz y en aislamiento relativo, por donde no les encontraran los reclutadores de los ejércitos partidistas.

Y lo hicieron con la sola autoridad de sus patriarcas carismáticos y con sus comités de trabajo colectivo y distribución de tierras, sin apoyos ni interferencias del gobierno. Produjeron así a pie de montes centrales como los del Valle del Cauca, con orgullosa independencia, la más próspera clase media rural de las Américas y un aceptable ordenamiento del territorio. Tal es el pasado autonomista, libre y mayormente pacífico de donde todos provenimos, donde se fue creando, en nuestro paraíso ambiental, la nación colombiana.

El presente

Del trabajo y la energía creadoras de estos cuatro grupos originarios de nuestra nación, surgió la actual estructura administrativa de corregimientos y veredas, municipios, provincias o subregiones y departamentos. De los mismos antiguos grupos y de su iniciativa, podrán organizarse las nuevas Regiones Autónomas que propone la Constitución de 1991 como convenientes metas de desarrollo nacional. Todo ello se ha hecho prácticamente sin la intervención de autoridades centrales con frecuencia ignorantes de la realidad local.

Desafortunadamente, esta intervención central ha sido fuente de errores, violencias y abusos, como ocurrió en los primeros años del actual conflicto, cuando prácticas criminales se convirtieron en política oficial. Y en muchas localidades antes quietas y pacíficas, la violencia llegó para quedarse y desorganizarlas.

Todavía ocurre así. Es lo que veo que se pretende repetir hoy con herederos y actores de nuestra tradición democrática raizal, como son las llamadas comunidades de paz. Ahora al contagio violento se le quiere dar una justificación disfrazada: la de la doctrina de la “ubicuidad militar” con una ambigua tesis de que no debe haber espacios vedados para la fuerza pública en el territorio nacional, sin un solo centímetro vacío de tropas. No se percatan quienes así sostienen que, aparte de sus falacias ahistóricas y fallas éticas, dicha doctrina convertiría al Ejército Nacional de un consagrado instrumento de defensa territorial, en un espantoso Ejército de auto-ocupación.

No hay tiempo ahora para examinar los efectos que esta doctrina tendría sobre el curso de asuntos normales, como los relacionados con el ordenamiento territorial que interesan al señor gobernador del Valle. Debo limitarme a los deletéreos efectos que la tesis de ubicuidad militar tendría en aquellos lugares donde se supone que lleva el propósito de desarrollar la sedicente “seguridad democrática”.

Expresada como viene siendo dicho por el presidente Uribe, esta tesis es totalmente hipotética y equivale a calcular, en otro campo y desde el medioevo, cuántos ángeles cabrían en la cabeza de un alfiler. Teóricamente es posible concebirlo. Pero aceptar aquella doctrina lleva al absurdo de la plenitud disfuncional: si se necesitara colocar un policía en cada centímetro del territorio, sólo pensarlo como política de Estado, aún con toda su imposibilidad física, induciría a la ilusión de un gobierno tiránico, como el del Gran Hermano de la antiutopía de Orwell con su ojo vigilante en cada esquina. Esto sólo puede ser concebible en regímenes policivos de ingrata memoria.

Sin embargo, en la práctica real -como bien lo recuerdan recientes artículos de Jesús Abad y Francisco Gutiérrez Sanín en la gran prensa- los estadistas serios saben que aquella doctrina de la ubicuidad militar debe estar sujeta a las circunstancias y a la necesidad de su justificación, esto es, depende de la conveniencia pública. Pero como ocurre con la serpiente del Uroboro, la tesis de la ubicuidad de la fuerza pública termina mordiéndose la cola. Porque lo público es lo que da sentido y sabor no sólo a los centímetros ya ocupados por la población trabajadora, sino lo que justifica la existencia misma de las Fuerzas Armadas, así como la legitimidad del monopolio estatal de la violencia.

En esencia y en últimas: en una democracia funcional, es el pueblo mismo el que debe definir dónde, cuándo y cómo quiere y/o necesita la presencia de agentes del Estado. Desde este ángulo, la autonomía territorial equivale a lo opuesto de la ubicuidad militar, y ésta llevaría paso a paso hacia el abismo de una tiranía centralizada, que llevaría a su vez a la disolución de la nación colombiana.

Esta razón primaria contra el espectro de la tiranía, que es tan antigua como la clásica doctrina de San Ambrosio y San Agustín sobre la justicia, es lo que me lleva a rechazar por inconveniente y peligrosa, la “nueva” Doctrina Uribe a la que he hecho referencia.
También esta razón nugatoria lleva a exigir que las guerrillas, los paramilitares y los narcos y otros grupos armados respeten igualmente ese inalienable derecho de las gentes a gozar de sus propias instituciones con el ordenamiento territorial resultante.

Pero no sería aceptable ni ético -aún si las guerrillas se ”metieran” en las comunidades de paz, como se aduce para San José de Apartadó-, que el gobierno nacional siguiera este mal ejemplo con sus propias armas y con personal del estamento público, que los colombianos pagamos con nuestros impuestos; o que el gobierno actúe a través de terceros abiertos o encubiertos, por virtud de “razones de Estado” sólo conocidas por cerrados y misteriosos Consejos de Seguridad.

El futuro

Con la doctrina de la ubicuidad militar aplicada al milímetro en Colombia y con tropas de ocupación interna, incluidas las de fuerzas irregulares, no parece posible desarrollar ninguna norma general constructiva sobre grandes temas políticos normales, como el del ordenamiento del territorio, que llevarían a la paz, el orden y el sosiego necesarios para progresar. No habría futuro para nadie. Primero deberíamos trabajar la paz con justicia social, bien y a conciencia, como se ha dicho repetidas veces en el desierto de la opinión ilustrada.

Me permito entonces preguntar, con todo respeto: ¿hacia dónde podrán dirigir sus ojos los dirigentes del Valle del Cauca con el fin de crear, digamos, una Región Autónoma constitucional? Tal proyecto quedaría incongruente con aquella atmósfera policiva generalizada, porque las unidades vitales del ordenamiento territorial provienen de los grupos originarios. El ordenamiento no es primordialmente para asegurar la gobernabilidad de las ciudades, también implica una reforma justa de los campos labrantíos.

En el Valle del Cauca, las realidades circundantes son problemáticas. Por el norte, estaría un Chocó secesionista y sujeto a megaproyectos impuestos por ejércitos enfrentados por el control del espacio. Por el oriente aparecerían comunidades orientadas hacia el eje cafetero con soldados-campesinos-informantes descomponiendo con el rigor castrense la esencia de las familias paisas y el confiado espíritu abierto de los viejos pueblos. Y por el sur aparecería una nueva y pujante Región Surcolombiana, pero con naciones indígenas, comunidades afrocolombianas y pueblos campesinos asediados por un ejército oficial exterminador del virus de la paz autonómica. La situación sería intolerable para el Valle y en el resto del país.

En consecuencia, lo más apropiado para el Valle, en tan trágicas circunstancias, sería seguir como está y proclamarse él mismo como Región Autónoma, en desarrollo de los artículos 285, 287 y 300 de la Constitución Política. En este caso, se podrían reorganizar internamente los espacios territoriales del actual departamento, y crear en ellos provincias sumando municipios u organizándolos en asociaciones, entidades y resguardos indígenas, comunidades colectivas afrocolombianas y reservas campesinas y de colonias dirigidas, de acuerdo con disposiciones existentes que elevarían la productividad agropecuaria y harían un mejor gobierno de seguridad democrática, incluso ante los retos de la globalización que ha puesto sus codiciosos ojos en el trópico. Se podrían corregir los defectuosos límites municipales, con consulta popular sobre preferencias socioeconómicas y vínculos demográficos, según el artículo 290 constitucional y leyes vigentes.

Además, se podría reorganizar la Asamblea Departamental y convertirla en Consejo Regional con base en círculos electorales provinciales que quedarían allí representados, que cubrirían mejor la extensión regional evitando el sesgado monopolio de la ciudad de Cali sobre las actuales diputaciones. También se aliviaría el gigantismo de esta gran ciudad equilibrando hacia el campo parte de su economía, y revertiendo los excesos de la gente pobre desocupada sin culpa y desplazada por la violencia, que sólo espera una segunda oportunidad sobre la tierra para sobrevivir y volver a ser ciudadanos productivos.

Y mientras tanto, de continuar la crisis bélica anticipada por el presidente, en el caso de San José de Apartadó y de las otras comunidades homólogas, aparecerían para el gobierno central otras 52 nuevas razones para extender la guerra con la doctrina de la ubicuidad militar, y tolerar nuevas muertes, desapariciones y desplazamientos como ha ocurrido sin que se hayan hecho investigaciones ni castigos satisfactorios. Tal no puede ser el propósito de ningún gobierno o gobernante cuerdo. La tanatomanía no debe seguir siendo política de Estado entre nosotros.

Nos hallamos, pues, ante un peligroso juego entre la autonomía histórica de nuestros pacíficos pueblos fundantes y una incendiaria posibilidad de aplicar un desorbitado derecho armado. Si se aplicara tan desastrosa política, estaríamos entrando a una era de autoritarismo inusitado hasta para la Colombia de hoy, e inaceptable a nivel general para la mayoría de las naciones del mundo y de nuestro hemisferio.

Por lo tanto, muy respetuosamente recomendaría a los anfitriones trabajar por un ordenamiento territorial más adecuado en el Valle y en el país, impulsando circunstancias estructurales de la nación que resulten más propicias para tan impostergables tareas.

Orlando Fals Borda es investigador, especialista en el problema territorial, autor entre otras obras de La historia doble de la Costa y creador en Colombia de la Investigación-Acción-Participación. Este artículo es parte de una ponencia presentada por el autor en el debate "Presente y futuro de la descentralización" convocado por el Gobernador del Valle, Angelino Grazón. Casa del Valle, Bogotá, 31 de Marzo de 2005.

Fuente: Revista Pueblos

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