La agroecología como horizonte epistémico desde los pueblos originarios

"El conocer-hacer-aprender de los pueblos originarios que permite conocer como un sujeto plural nos han posibilitado entender que existe un horizonte epistémico en el que identificamos un conjunto de saberes, relaciones y prácticas comunitarias que hemos denominado agroecología."

No me cansaré de insistir que actualmente asistimos a una fase en el modo de producción capitalista que se caracteriza por su gran brutalidad y cinismo, por su virulencia y capacidad destructiva a escala planetaria, y por cómo la burguesía ha sido capaz de legitimar su dominación y explotación por la vía del derecho constitucional y las instituciones del Estado.

Este contexto capitalista y sus diversas aristas ha sido abordado por muchos de manera harto brillante como Víctor Toledo, Armando Bartra, Blanca Rubio, Joan Martínez-Alier, Luciano Concheiro, Narciso Barrera-Bassols, Enrique Leff, Vandana Shiva, entre otros, y sólo quiero mencionarlos para tener una referencia del punto de partida político desde donde escribo estas líneas sobre la agroecología y los pueblos originarios, particularmente el ñoñhö.

Así, me permito recuperar el análisis de Jaime Martínez Luna en el que señala que el término “indígena o indio” no es sino una categoría colonial que apunta no a describir una etnicidad particular sino a establecer –de entrada- una diferenciación discriminatoria sobre la cual se ha constituido la estructura de dominación cultural, explotación socioeconómica y despojo del territorio ancestral por parte de la clase dominante. Los pueblos originarios se autodenominan náyeri, wixaritari, ñoñhö, etc.
Esto resulta relevante no solo porque esta sociedad nacional mexicana aún está en deuda hacia los pueblos originarios en una extremadamente larga lista de apartados que no intentaré aquí enunciar porque me desviaría del tema que quiero abordar. La relevancia de relacionar a la agroecología con la población originaria y ancestral es porque en estos grupos sociales y comunidades reside una episteme que nos resulta de la mayor relevancia y que ampliamente ha descrito y explicado Silvia Rivera-Cusicanqui en sus diversas publicaciones.

Dicho de otra forma, la episteme de los pueblos originarios nos ha enseñado otra forma de conocer y, por ende, de establecer alteridad y relaciones intersubjetivas. Mientras que el conocimiento occidental implica un conocer de carácter sujeto-objeto, los herederos de las comunidades ancestrales conocen de manera intersubjetiva, es decir, sujeto-sujeto.

De esta forma, el que conoce hace de lo-otro un sujeto, es decir, el río, el bosque, el cerro, la tierra, la milpa, la comunidad, el alimento, el firmamento, y así. Entonces, la alteridad también es sujeto y se establecen relaciones simétricas, de cuidado mutuo, de largo plazo, cara a cara, el yo colectivizado con el todo. En contraste, el episteme occidental que está sediento de capital conoce de forma utilitaria, para dominar, para explotar y para despojar. Es el (yo) pienso, luego (yo) existo. No es relacional, Occidente no es sino un triste soliloquio autorreferenciado, esto es, yo, ello y super-yo, dirá Freud.

Rivera-Cusicanqui señala que, en contraste con el conocer occidental, la episteme originaria permite un conocimiento de un sujeto plural. Este sujeto plural estaría constituido por lo-otro y el-todo, al mismo tiempo, y en donde existen vectores relacionales mutuamente constituyentes; no puede ser el yo sin lo-otro y el-todo. Dicho de otra forma, el sujeto plural que conoce, aprende y transforma es de carácter comunitario (es un nosotros) e incorpora no sólo a las familias y al conjunto poblacional (humano) sino al todo de seres animados e inanimados en el planeta; el sujeto plural epistémico, en realidad, se conoce a sí mismo y se transforma como una unidad cósmica de carácter colectivo, ubicuo y transgeneracional, podríamos decir.

La burguesía salvaje actual a través de su discurso tecnócrata se ha esmerado en colonizar las diversas esferas societales imponiendo el mestizaje como paquete civilizador que incorpora diversas categorías como la libertad, la democracia, la propiedad privada, los derechos humanos, el consumo, entre otros, señala Silvia Rivera. Más aún, ese discurso colonial hegemónico se enuncia desde las geografías del poder que se han ido localizando en los recintos exclusivos desde donde se realiza el ejercicio de la dominación, a saber, las instituciones del Estado, los mercados, los medios de comunicación, las universidades y escuelas, por mencionar sólo algunos.
Así, el conocer-hacer-aprender de los pueblos originarios que permite conocer como un sujeto plural nos han posibilitado entender que existe un horizonte epistémico en el que identificamos un conjunto de saberes, relaciones y prácticas comunitarias que hemos denominado agroecología.

Entonces, la agroecología es dentro del horizonte del sujeto plural que se relaciona intersubjetivamente con el cosmos (con el todo), y cuya finalidad última es la reproducción de la vida. Esto constituye el proyecto utópico de este sujeto originario que, desde otras perspectivas, también se le identifica con el sujeto campesino, sin que exista una asimilación. Diferenciarlos será otro cantar.

El sujeto campesino y sujeto originario, con sus diferencias y acentos específicos, son quienes han producido lo que nosotros llamamos agroecología y que implica discursos, proyectos y praxis (en la concepción de Sánchez-Vázquez) de vida. De manera muy sencilla, podemos decir que para el sujeto plural la alteridad –el agua, la tierra, la vida, el territorio, el bosque, la comunidad- no puede ser mercantilizada ni existe como valor de cambio; para apropiarse colectivamente de lo-otro, usualmente se practican los ritos en los que se agradece la gratuidad de la vida de la alteridad (un animal, una planta, etc) que se habrá de aprovechar.

De esta cosmovisión, entonces, emerge un antagonismo genético, a saber, mientras que el sujeto plural hace agroecología para la reproducción de la vida, el individuo occidental hace agronegocio para la reproducción del capital. Y esta es la disputa originaria entre la comunidad (originaria y campesina) y la burguesía, y por ello, la agroecología también tiene implicancias políticas.

Si la agroecología es un saber-hacer para la vida del todo-planetario, es decir, implica una economía y una ecología, diríamos en términos occidentales, necesariamente es contrahegemónica a la economía neoclásica y a la ecología del desarrollo que impulsa el gran capital y los corporativos. La primera es un arreglo biocultural y socioecológico para la vida, mientras que a las corporaciones les interesa la acumulación de capital considerando la muerte una externalidad.
La razón colonial y depredadora que ha legitimado las estructuras y dinámicas civilizatorias occidentales conforma una unidad de conocimiento individual objetivo -con arreglo a fines- que es totalmente incompatible con la agroecología porque esta implica intersubjetividad comunitaria para la Vida.

Desde las geografías del poder, particularmente, desde algunas universidades y agencias multilaterales, se ha insistido en apropiarse del discurso de la agroecología en términos de ciertas prácticas y conocimientos de carácter agronómico y ecológico. Tal discurso NO es agroecología, podrá ser cualquier otra cosa; quizás Revolución Verde 2.0.

La agroecología, como episteme político, como praxis comunitaria y reproducción para la vida se enseña y practica en las comunidades originarias y campesinas, y es un conocimiento complejo y vasto que se reproduce en un sujeto plural, en el que las mujeres tienen un papel importantísimo en el cuidado de las semillas, las labores agropecuarias domésticas, la administración de hogar y las relaciones intracomunitarias, entre otras. Quien diga lo contrario, es un charlatán y usurpador que se cuelga medallas ajenas.
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Para profundizar en el pensamiento del profesor Jaime Martínez Luna, les dejo un link a una conferencia reciente en la AUQ-Amealco: dé click aquí.

Manuel Antonio Espinosa

Temas: Agroecología, Pueblos indígenas

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