Territorios y cuerpos en disputa. Extractivismo minero y ecología política de las emociones

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"La violencia de las explotaciones mineras, que en el principio se ensañaba directamente sobre los cuerpos usados como medios de explotación de los suelos, hoy se invierte bajo la forma de tecnologías altamente destructivas aplicadas directamente sobre los territorios. La mina que trituraba cuerpos y los envenenaba hoy opera triturando montañas y regándolas con otras tantas sustancias tóxicas. Al hacerlo, tritura también lo más profundo de la naturaleza interior; no sólo los territorios-cuerpos, sino triturando ya la humanidad de lo humano."

Por Horacio Machado Aráoz

A pesar de que los principales y más difundidos eslóganes del marketing social de la minería transnacional afirman que ningún proyecto minero se hace sin el consentimiento previo de las comunidades involucradas, bien sabemos que este tipo de intervenciones involucra una afectación a las fuentes de vida, los medios de trabajo y las formas culturales y políticas de la reproducción social, generando resistencias y conflictos.

De hecho, la instalación de un proyecto de minería desencadena un conflicto multidimensional, cuya faceta económico-ecológica tiene que ver con la expropiación/degradación de la base material de vida de las poblaciones locales. En este plano, los conflictos se manifiestan como producto de las afectaciones que la apropiación desigual de los bienes naturales —y su uso destructivo— tienen tanto sobre las condiciones generales de habitabilidad de los territorios/sanidad de las poblaciones, como sobre el acceso y disposición de los mismos en cuanto medios de vida. En su dimensión cultural, los conflictos mineros se presentan como producto de representaciones antagónicas del mundo; visiones contrapuestas sobre la naturaleza, los vínculos, las relaciones sociales y la vida en general. En última instancia, como conflictos políticos, los conflictos mineros expresan disputas en torno a la capacidad y legitimidad de decidir sobre los territorios en cuanto espacios de vida en común: se trata de un antagonismo respecto a quiénes y cómo definen la regulación social válida para habitar/producir en el territorio.

Cuerpos colonizados. Para que los proyectos mineros en general puedan ser aceptados por las comunidades donde se radican, las grandes corporaciones desarrollan tecnologías de penetración sociocultural muy sofisticadas. Bajo el discurso de la «responsabilidad social empresarial» arremeten instalando y expandiendo la lógica mercantil de las compensaciones y las reparaciones como único criterio racional de negociación; la oferta de empleos locales, el apoyo a microemprendimientos, un festival de donaciones a entidades educativas y sanitarias, el patrocinio de actividades culturales, deportivas y hasta religiosas de los pueblos, la instalación de medios de comunicación propios y/o adictos a las pautas publicitarias de las mineras; en fin, los estrechos vínculos con los gobiernos locales y todo el espectro de la clase política hacen de las poblaciones intervenidas un ámbito socioterritorial signado por una nueva forma de ocupación neocolonial.

Para que estos procesos sean soportables precisan de una cuidadosa tarea de regulación de las emociones y las sensaciones que podemos denominar como proceso de mineralización social, es decir, de acostumbramiento, aceptación y adaptación a nuevos y crecientes niveles y formas de violencia y de destructividad a fin de volver tolerable la vida en un entorno minero. La dinámica de las compensaciones funciona como anestesia social que hace soportable el dolor de la amputación territorial.

Para entender esta mineralización hay que retroceder hasta la época de la fiebre del oro. La memoria biopolítica de las sociedades modernas está impregnada, colonizada, por el encantamiento fetichista del oro, al fin y al cabo, todavía hoy sustrato material y simbólico del dinero-capital. La fiebre del oro da lugar a una concepción completamente nueva de la riqueza, el trabajo humano, la economía en general y la propia idea de civilización.

A partir de este imaginario, la minería se erige como una actividad clave para generar riqueza, y es esta realidad la que define, condiciona y decide sobre la vida y la muerte; la que avanza generando el progreso, produciendo la historia, a toda costa; diversificando las formas de extrañamiento de la vida y destruyendo algunas de ellas... Todo vale si se genera riqueza.

Sólo a través de la creación de ese tipo de sentimientos corporales, las explotaciones se tornan soportables. Mineralización remite entonces a un proceso de colonización de la esfera íntima de las sensibilidades. Desde esta perspectiva, es posible analizar los conflictos socioterritoriales que estallan en las comunidades mineras como una abismal confrontación de sensibilidades.

Territorios invadidos. El progresivo agotamiento de los minerales ha intensificado los niveles de violencia estructural generados en torno a la minería; no sólo por las disputas geopolíticas en torno al control y apropiación de estos recursos, sino también por la utilización de tecnologías extractivas cada vez más gravosas para los ecosistemas.

Así, la violencia de las explotaciones mineras, que en el principio se ensañaba directamente sobre los cuerpos usados como medios de explotación de los suelos, hoy se invierte bajo la forma de tecnologías altamente destructivas aplicadas directamente sobre los territorios. La mina que trituraba cuerpos y los envenenaba hoy opera triturando montañas y regándolas con otras tantas sustancias tóxicas. Al hacerlo, tritura también lo más profundo de la naturaleza interior; no sólo los territorios-cuerpos, sino triturando ya la humanidad de lo humano.

Desde la fase de explotación, las localidades mineras se transforman en pueblos partidos; sociedades divididas y enfrentadas... Literalmente minadas por dentro. De un lado, quienes se adaptan y aceptan el nuevo orden minero y del otro lado, quienes lo rechazan de plano. El chantaje del empleo y las oportunidades de negocio van lixiviando —van disolviendo como las rocas a las que extraen los metales— las subjetividades y las sociabilidades; va creando sujetos cuyas sensibilidades están moldeadas bajo la lógica del interés hasta el punto que niegan auténticamente que haya violencia; creen a conciencia que los violentos son los otros; que no hay devastación ni contaminación. Y no mienten; es que, realmente, no lo sienten; porque, finalmente, ver y sentir las agresiones a los territorios como agresiones a los propios cuerpos es ciertamente una cuestión subjetiva.

De hecho, uno de los principales efectos que produce la prolongación reiterativa de las situaciones de dolor social es la producción de estados de desafección, lo que se refiere tanto a la naturalización de las fuentes de dolor como al aumento de la tolerancia al malestar.

En definitiva, las poblaciones mineralizadas de nuestro tiempo son poblaciones expropiadas de la mismísima capacidad de sentir sus propias emociones y sensaciones; poblaciones educadas para desconocer sus dolencias y afectividades; incapaces, por tanto, de percibir y de sentir el dolor social de la dominación.

Pese a todo, mal que les pese a burócratas de Estado y a inversionistas, todavía hay en estas tierras, cuerpos que, pese a tanta violencia, a tantas agresiones históricamente acumuladas, sienten en carne propia la devastación de los territorios... Son aquellos que no entienden la lógica de la compensación, pues creen que ciertos bienes están fuera de lo negociable.

*Horacio Machado Aráoz, Universidad Nacional de Catamarca, Argentina

Fuente: Biodiversidad, sustento y culturas

Temas: Minería, Tierra, territorio y bienes comunes

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