La "religión" del mercado perpetúa la pobreza del campesinado

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Es cierto que los exportadores de los países ricos, especialmente Europa y Estados Unidos, juegan con total ventaja en el comercio agrario mundial, mediante ayudas a la exportación y a la producción, pero la solución al hambre y la pobreza no viene de la mano de la liberalización de los mercados, ni aunque hubiera las mismas reglas para todos los países

Es muy preocupante que estos días que tiene lugar la cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Hong Kong, a menudo se relacione la lucha contra la pobreza con la liberalización de los mercados para las exportaciones agrarias de los países pobres y se ignore la vía de la soberanía alimentaria, que es la que reclaman millones de personas campesinas, organizadas en Vía Campesina, junto a una amplia red de movimientos sociales.

Es cierto que los exportadores de los países ricos, especialmente Europa y Estados Unidos, juegan con total ventaja en el comercio agrario mundial, mediante ayudas a la exportación y a la producción, pero la solución al hambre y la pobreza no viene de la mano de la liberalización de los mercados, ni aunque hubiera las mismas reglas para todos los países. El pez grande seguiría comiéndose al chico. En la actualidad, las empresas exportadoras de productos agrarios de países pobres están mayormente en manos de multinacionales de capital extranjero y de una élite de empresarios locales, que imponen duras condiciones de trabajo a la población campesina y jornalera en la producción de grandes monocultivos, no precisamente ecológicos, sino desarrollados con gran cantidad de productos químicos de síntesis que dañan la salud de quien produce e incluso transgénicos; todo ello a costa de ir perdiendo una diversidad de cultivos propios, relacionados con la propia cultura y saber local, así como autonomía productiva y alimentaria. En este contexto, las personas campesinas se ven desplazadas de sus tierras y condenadas a la emigración, el hambre y la pobreza.

El discurso simplista que reduce todo a que hay una lucha desigual en el mercado entre países ricos y pobres perjudica a todo el campesinado del mundo, del Norte y del Sur. No es una guerra entre países, sino entre modelos de producción y comercio; o mejor dicho, de hecho se im- pone a escala mundial el modelo productivista e industrial controlado por las multinacionales y lo terrible es que ningún poder público y casi ningún poder mediático lo cuestiona. Más sorprendente es que incluso hay organizaciones supuestamente humanitarias que pasan esto por alto.

Las ventajas exportadoras que reclaman algunos para los países del Sur llevan ya mucho tiempo aplícándose para el Norte y el resultado ha sido buenísimo para unas pocas multinacionales europeas y estadounidenses y nefasto para su campesinado. Se han reducido drásticamente los activos agrarios (cada tres minutos desaparece uno en la Unión Europea), cada vez más zonas rurales están condenadas al olvido o al abuso turístico y la intensificación agraria ­concentración de mucha producción en pocas manos­ sigue degradando el medio ambiente. Precisamente son las grandes explotaciones de Europa y Estados Unidos, cuyo modelo productivo no quiere la sociedad por sus perversas consecuencias sociales y medioambientales, las que han acaparado las ayudas agrarias y a la exportación y las que menos han sufrido la salvaje reconversión agraria.

La cuestión no es liberalizar mercados, sino salvaguardar las producciones campesinas y sostenibles de importaciones a bajos precios, por debajo de los costes de producción en origen y/o destino, promovidas por las multinacionales. Si no, que se lo digan a los muchos miles de familias campesinas coreanas que se han quedado en la ruina tras haber aprobado su Gobierno la libre entrada de importaciones de arroz, producto principal del campo local. Cada vez son más las personas campesinas que se suicidan en Corea para denunciar esta injusta situación.

El derecho ciudadano a la alimentación, reconocido por la ONU, sólo puede garantizarse a través de la soberanía alimentaria, como derecho de las personas y de los pueblos a definir sus propias políticas agrarias, pesqueras, de empleo y de uso de la tierra que sean ecológica, social, económica y culturalmente apropiadas para ellos y sus circunstancias únicas. La OMC es un instrumento para todo lo contrario, donde los alimentos son considerados una mera mercancía a costa de ser despojados de su función alimentaria y social. Por tanto, como primer paso es necesario que la agricultura quede fuera de las negociaciones de este foro, que no tiene legitimidad democrática y está dominado, como el mercado, por las multinacionales de EEUU y la Unión Europea.

Xabier Elías. Director de «Ardatza»
Gara

Fuente: Revista Rebelión

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