Los nuevos amos de la tierra

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En la última década, millones de hectáreas de los mejores terrenos de todo el mundo, especialmente en África, han cambiado de manos. Una poderosa élite económica concentra ahora su propiedad para dedicarlas a proyectos agroindustriales o a la extracción de madera y minerales. Los campesinos, a veces sin información ni margen para decidir, se ven desposeídos de los espacios, bosques y agua que garantizaban su subsistencia.

Aunque el acaparamiento de tierras no es un fenómeno nuevo, sí lo es la extensión, ritmo y persistencia con que se está produciendo. Globalmente, se estima que al menos 50 millones de hectáreas han sido vendidas o arrendadas en los últimos años, aunque algunas fuentes elevan el cálculo hasta 227 millones de hectáreas, una superficie equivalente a toda Europa noroccidental.

 

El acaparamiento de tierras se refiere a transacciones de tierra a gran escala, es decir, de más de 200 hectáreas —cifra establecida por la Coalición Internacional para el Acceso a la Tierra— o del doble de la extensión media de las tierras en propiedad según el contexto nacional. El fenómeno acoge una variedad de formatos: compras, leasing y, con más frecuencia, arrendamientos por largos periodos (50 o 99 años por ejemplo). Otras fórmulas incluyen las cosechas bajo contrato por parte de campesinos que siguen manteniendo la propiedad de sus tierras, pero pierden la autonomía de producción.

 

En este tipo de acuerdos intervienen países emergentes y de renta media; gobiernos y élites nacionales de los países ‘anfitriones’; instituciones internacionales —como el Banco Mundial o la Unión Europea, cuyas políticas de subvenciones incentivan el fenómeno—; empresas nacionales o regionales; corporaciones transnacionales; inversionistas, gestores de fondos de pensiones… Toda una amalgama de actores que actúan en poderosas alianzas para apropiarse de la tierra.

 

A menudo las operaciones se producen en un clima de secretismo y opacidad, sin contar con las poblaciones afectadas o proporcionando información limitada o engañosa, como ocurre con las promesas de creación de empleo, que suelen quedarse muy por debajo de lo anunciado. Cuando las comunidades afectadas han logrado participar en las negociaciones, han podido revertir algunas de las cláusulas más perjudiciales, lo que demuestra hasta qué punto la información y el poder son cruciales en este tipo de acuerdos.

 

La desinformación como arma

 

Detrás de muchas operaciones sobre tierras se constatan violaciones y abusos. Según la campaña Crece, de Oxfam, los acuerdos sobre tierras se convierten en acaparamiento cuando generan una o más de las siguientes situaciones: 1) violan los derechos humanos, en particular la igualdad de derechos de las mujeres; 2) conculcan el principio de consentimiento libre, previo e informado por el cual las comunidades tienen la posibilidad de aceptar o rechazar el acuerdo; 3) no existe una evaluación exhaustiva de las repercusiones sociales, económicas y medioambientales de la inversión; 4) carecen de contratos transparentes con compromisos claros y vinculantes sobre empleo y distribución de beneficios, y 5) eluden la planificación democrática, la supervisión independiente y la participación efectiva.

 

Los argumentos empleados para justificar este tipo de transacciones se basan en la idea de que se trata de tierras “vacías”, “marginales” o “degradadas”, sin apenas población. Así, los promotores de la agricultura industrial se ofrecen a explotar las tierras “ociosas” y a producir alimentos en lo que serán grandes negocios de alta rentabilidad. La realidad es que no se trata de tierras baldías, sino de las más fértiles, y no están en desuso ni desocupadas: son y han sido cultivadas por sus pobladores desde hace mucho tiempo, aunque por lo general sus derechos sobre la tierra son consuetudinarios y carecen de títulos formales.

 

En un contexto de globalización y financiarización del sistema económico, la extracción de recursos naturales a gran escala y la consolidación de un modelo alimentario de base agroexportadora constituyen el marco del actual acaparamiento de tierras. El discurso neoliberal se ha extendido por todos los rincones y ha calado también en muchos gobiernos, ávidos de fondos y deficitarios en capacidad estatal, lo que facilita la penetración de inversionistas y especuladores interesados en la adquisición de tierras.

 

A ello también contribuye el discurso de desarrollo y modernizador. La creación de zonas económicas especiales en países emergentes y de ingresos medios ha llevado a menudo a la expropiación de tierras, especialmente periurbanas, para el establecimiento de centros industriales y comerciales, sin olvidar la construcción de infraestructura de ‘alta velocidad’ para el transporte de las extracciones.

 

Sin embargo, han bastado unos años de sed global de tierras para ver su devastador impacto en la vida de los campesinos y en el medio ambiente. La desposesión a la que conducen muchos acuerdos sobre tierras priva a los campesinos de su medio tradicional de subsistencia y les deja sin alternativas para ganarse la vida. Los expulsados son ahora sencillamente excedentes, condenados al desplazamiento, la inseguridad alimentaria y a la pauperización en los suburbios de las grandes ciudades; el agronegocio causa la rápida degradación de los suelos, el agotamiento de las fuentes de agua y la disrupción de los ecosistemas.

 

Paralelamente, las zonas rurales quedan integradas en las cadenas comerciales globales. Algunos autores estiman que de continuar estos procesos se producirá el fin de la agricultura familiar y del mundo rural tal como lo hemos conocido en los últimos siglos.

 

Por si no fuera suficiente, las tierras no son el único bien arrebatado; también se acapara el agua. Los proyectos agroindustriales o mineros absorben ingentes cantidades de recursos hídricos. Los monocultivos de exportación necesitan gran cantidad de agua para su crecimiento (mucho más que los cultivos de subsistencia, adaptados al medio en el que crecen). Así ocurre con la jatrofa, una planta que necesita mucha agua y que es uno de los cultivos para agrocombustibles más popular en África. El agua que se dedica a los cultivos industriales se detrae del consumo humano y de otros usos básicos.

 

Energía en vez de alimentos

 

Las amenazas vinculadas al acaparamiento de tierras se cruzan con algunos de los principales problemas de nuestro tiempo. En primer lugar, la crisis energética y el llamado ‘pico del petróleo’, que ha despertado una verdadera fiebre por el control de las fuentes de energía. El fin del petróleo barato y el intento de sustituirlo con agrocombustibles han provocado la proliferación de enormes plantaciones dedicadas al cultivo de soja, palma aceitera, colza o jatrofa para fabricar biodiésel, y de caña de azúcar, maíz, remolacha o trigo para bioetanol.

 

Según un estudio, en los casos analizados sobre 11 millones de hectáreas acaparadas, el 63% de la superficie estaba dedicada al cultivo de agrocombustibles y el 25% a alimentos. La superficie utilizada para palma aceitera se ha multiplicado casi por ocho en los últimos 20 años, hasta alcanzar los 7,8 millones de hectáreas en 2010, una cifra que según las previsiones se duplicará en 2020.

 

Una modalidad reciente vinculada al acaparamiento de tierras es el cultivo de‘cosechas flexibles’ que pueden emplearse como alimento humano o animal, como agrocombustibles, etc., dependiendo de lo que ofrezca mayor rentabilidad en el mercado internacional en ese momento. Igual ocurre con las plantaciones de árboles de rápido crecimiento promovidas por la economía verde: su biomasa puede destinarse por igual a obtener pulpa o a generar energía.

 

En segundo lugar, el acaparamiento de tierras se relaciona con la crisis climática. El ‘cultivo’ de bosques para combatir el cambio climático, los mecanismos REDD (Reducción de Emisiones de la Deforestación y Degradación de los bosques) –con sus múltiples problemas− y la creación de zonas de conservación han dado lugar a lo que se ha denominado el ‘acaparamiento verde’, que hace referencia al uso de tierras y recursos naturales con fines (pseudo)ambientales. Varios estudios apuntan a que los proyectos de secuestro de carbono y los actuales intercambios pueden servir de incentivo a varias formas de desposesión de tierras. Parte del acaparamiento en América Latina responde a esta tendencia.

 

En tercer lugar, la crisis de los alimentos, vinculada en parte a las dos anteriores, presenta estrechos lazos con el despojo de tierras y su conversión en proyectos extractivos con fines comerciales. Además, algunos países con elevada población (como Corea del Sur y China) y otros con territorios desérticos (como los países del Golfo) están capturando tierra en terceros países y ‘externalizando’ la producción de alimentos para sus poblaciones.

 

Finalmente, la crisis financiera que estalló en 2007 también juega su papel en la fiebre por la tierra: al volatilizarse distintos productos de inversión con el colapso del mercado inmobiliario, los capitales han huido hacia inversiones más seguras, como los mercados de materias primas –entre ellas, los productos alimentarios− y la tierra. Esto fue un ingrediente fundamental en las crisis de precios de los alimentos de 2008 y 2011.

 

No es extraño, por tanto, que el acaparamiento de tierras encierre una alta carga política (además de económica). En los debates que ha generado en la arena internacional dominan tres posiciones:

 

1) los que celebran la apertura de nuevas fronteras para los negocios y ven grandes oportunidades en los acuerdos sobre tierras, invocando el desarrollo y la modernización. Esta postura está representada por el sector empresarial, distintas instituciones internacionales y buen número de gobiernos;

 

2) aquellos que creen que las operaciones son inevitables y que, a lo sumo, solo se pueden mitigar sus impactos negativos y maximizar sus ‘oportunidades’. Esta corriente impulsa la aprobación de códigos voluntarios para las empresas. Aquí se sitúan, entre otros, la FAO; y

 

3) quienes defienden que, a la vista de los impactos del acaparamiento de tierras —incluso con la existencia de códigos voluntarios—, es absolutamente necesario frenar y revertir el fenómeno, exponiendo sus fallas. Aquí se sitúan algunos movimientos sociales y campesinos.

 

Ante los elevados impactos sociales y ecológicos, las poblaciones de muchos países han respondido con la movilización con más o menos éxito. Solo una masiva protesta popular logró detener un gigantesco proyecto de transferencia de tierras en Madagascar y la retirada de los inversionistas. También en Europa han surgido protestas. Como la de la comunidad de Narbolia, en Cerdeña, que se está movilizando contra el uso de las mejores tierras agrícolas para albergar grandes proyectos de invernaderos solares.

 

En Francia destaca la oposición al proyecto del aeropuerto de Notre Dame des Landes en la ciudad francesa de Nantes, finalmente retirado. A pesar de los éxitos, las diversas luchas aún están muy desconectadas. La Vía Campesina es una de las organizaciones que intenta remediar esta fragmentación reuniendo a campesinos de todo el mundo.

 

Por la soberanía de la tierra

 

Aunque los movimientos sociales apoyan las propuestas de transparencia en los acuerdos y el requisito de lograr el consentimiento libre e informado de las comunidades contenidas en los códigos voluntarios, sostienen que tales códigos son insuficientes para frenar el acaparamiento de tierras y revertir procesos que entroncan con las propias estructuras del modelo económico dominante. Sería necesario, más bien —señalan—, realizar cambios estructurales: acometer la reforma agraria, todavía pendiente en muchos lugares (y evitar que se revierta en otros, como está ocurriendo), asegurar los derechos de los campesinos, implantar una buena gobernanza de la tierra e incorporar la agroecología como norma.

 

Movimientos campesinos y activistas preocupados por esta cuestión sintetizan sus propuestas en la idea de ‘soberanía de la tierra’, que alude al acceso efectivo de uso y control y al derecho humano a la tierra de las poblaciones trabajadoras. Ya no se trata solo de garantizar la seguridad alimentaria, sino de disponer de la capacidad de elegir y decidir al respecto, es decir, de asegurar la soberanía alimentaria. Estas propuestas representan las aspiraciones de sectores muy distintos, ya sean agricultores de Mozambique, indígenas sin tierra, campesinos de Colombia, una explotación familiar en Francia o un grupo que cultiva un huerto urbano en Detroit. El acaparamiento de tierras avanza deprisa. Y ahora la prioridad es movilizarse para detenerlo.

Por Nuria del Viso – FUHEM Ecosocial

Miércoles, 23/07/2014

 

Fuente: Aporrea

Temas: Acaparamiento de tierras

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