Fantasma del TLC sobre Centroamérica, por Mariela Pérez Valenzuela

Dice un viejo refrán que guerra avisada no mata soldado, pero si los gobernantes de Centroamérica finalmente suscriben un Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos, a pesar de conocer la amarga experiencia de México en ese sentido y los reclamos de los pueblos opuestos al proyecto, sentirán el sabor amargo de saber pisoteada su soberanía, que es igual a morir

Cinco rondas de negociaciones se han efectuado, de un total de nueve previstas antes de concretarse el acuerdo a fines de este año, según los planes de Washington. La última de estas conversaciones concluyó hace pocos días en Tegucigalpa, Honduras, en medio de protestas populares de rechazo a un tratado que busca convertir a los países del área en un paraíso para el capital y en un infierno para los pueblos, a decir de Carlos Reyes, líder del Bloque Popular (BP), que integran más de 30 organizaciones sociales y sindicales hondureñas opuestas al TLC.

En esta última cita, Estados Unidos dejó claro que dialogará con Centroamérica como un bloque y no por separado con cada país, después de que el grupo dejara traslucir sus diferencias internas respecto a la
propuesta a presentar a Washington sobre los productos de acceso al mercado del gigantesco país sin aranceles.

De cualquier manera, las negociaciones avanzan con la mantenida disposición de los gobiernos centroamericanos de echar a andar una maquinaria que, según renombrados economistas, aplastará sus economías nacionales, en franca desventaja con la primera economía mundial.

LA EXPERIENCIA MEXICANA

En México, donde el 20% de la población económicamente activa de casi 39 millones de personas se ubica en el sector agropecuario, ese renglón desempeña un papel primordial en la economía nacional.

Sin embargo, desde que en 1994 México se unió comercialmente a Estados Unidos y Canadá mediante el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLCAN), casi ocho millones de personas, la mayoría campesinos pobres que dependen de la agricultura para sobrevivir, son testigos de un deterioro paulatino de ese sector, en detrimento de su calidad de vida, mientras, por el contrario, unas cuantas transnacionales del agro acumulan millonarias ganancias.

Antes de firmarse ese convenio, que hoy Estados Unidos pretende extender con su proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), los agricultores mexicanos sintieron en los años ochenta los efectos de las primeras medidas neoliberales aplicadas al campo, como parte de la política de ajuste impuesta por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional para superar la crisis financiera del país.

Los primeros síntomas del debilitamiento de la producción nacional se hicieron notar con el ingreso de México al Acuerdo General sobre Comercio y Tarifas (GATT) en 1986, que dio luz verde a la apertura comercial, extendida con la puesta en marcha del TLCAN.

Las cifras advierten sobre lo que ha significado ese acuerdo para México, casi 10 años después de su introducción: de país exportador se convirtió en importador de productos cultivados tradicionalmente, como el frijol y el maíz, este último principal alimento de la población, y del que se adquirieron en el extranjero cerca de 6 millones 150 mil toneladas en el 2001.

En los primeros ocho años de existencia del TLCAN, México duplicó sus importaciones agrícolas y ganaderas de 2,9 mil millones de dólares a 4,2 mil millones; incrementó en un 44% sus compras de productos agropecuarios y agroalimentarios, mientras sus exportaciones solo se elevaron un 8%.

De manera constante se han violado los plazos fijados en el acuerdo para la reducción gradual de las tarifas arancelarias. Desde el mismo momento en que se firmó el convenio, las importaciones de maíz estuvieron libre de aranceles y lo mismo ocurrió con el frijol, arroz y soya, cuya liberalización total fijada para el 2009 se adelantó 13 años.

Entre 1994 y 1999 la adquisición de estos granos fuera del país se incrementó en casi un 66%, lo que equivale a unos 12 millones de toneladas en cinco años, convirtiéndose México en el principal importador de esos productos en América Latina.

Igual infortunio corrió la ganadería. Las importaciones de carne bovina se elevaron un 200% entre 1994 y el 2000; las de carne porcina un 300% y las de huevo un 55%, en similar período. De manera que México, uno de los más grandes países agrícolas del mundo, ha perdido con el TLCAN, su soberanía alimentaria.

De acuerdo con el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, las importaciones mexicanas de maíz, sorgo, trigo y soya crecerán casi un 30% en los próximos 10 años. Miles de campesinos perdieron sus empleos en los primeros ocho años del TLCAN con la reducción de las siembras de los cultivos tradicionales hasta 1,6 millones de hectáreas. La competencia con Estados Unidos es muy fuerte, sobre todo después de que el país norteño aprobó hace un año la Ley de Seguridad Alimentaria e Inversión Rural, la llamada Farm Bill, que aumenta en casi un 80% las ayudas directas a la agricultura, con más de 180 mil millones de dólares de presupuesto destinado a esa actividad hasta el 2011.

El propio Banco Mundial reconoce que la situación en el campo mexicano es deplorable: dos de cada tres personas que habitan en el área rural viven por debajo del límite de la pobreza, la mayoría depende de otras actividades económicas para subsistir y hay más de una decena de Estados amenazados por la inseguridad alimentaria, lo cual ha aumentado la emigración hacia Estados Unidos en alrededor de medio millón de mexicanos cada año.

¿Acaso es esto lo que buscan los gobiernos centroamericanos para sus campesinos con la firma de un TLC con Estados Unidos?

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