México: las reservas naturales no son islas, por César Carrillo Trueba

Montes Azules tampoco se resolverá en 15 minutos

Detrás de la idea del desalojo de las ?hordas hambrientas? y depredadoras como ?solución final? para conservar las áreas protegidas están, además de incontables intereses no siempre explícitos, modelos conservacionistas surgidos en el siglo XIX y la inefable incapacidad gubernamental para ?bajar? soluciones de largo plazo que involucren a las comunidades que las habitan

LAS AREAS NATURALES PROTEGIDAS EN MEXICO cuentan con una larga historia. La primera que se decretó en el país fue la de Mineral del Chico, Hidalgo, durante el gobierno de Porfirio Díaz, y se hizo copiando el sistema estadunidense puesto en marcha en el siglo XIX, el cual se erigió en paradigma de la conservación en todo el planeta a lo largo del siglo XX. Las bases del sistema de áreas protegidas en Estados Unidos no se definieron por completo sino hasta principios del siglo XX, cuando surgió un enfrentamiento entre quienes, por un lado, pretendían que los parques nacionales fueran administrados por forestales ?los cuales debían decidir, con base en estudios científicos, el uso adecuado de los recursos de estas áreas?, y por el otro, aquellos que pensaban que dichos sitios tenían que ser considerados como santuarios, en donde las plantas y los animales serían protegidos totalmente, al igual que el paisaje, con el fin de brindar a los ciudadanos ?sobre todo de las urbes? la posibilidad de estar en contacto con la naturaleza prístina. A decir de quienes defendían esta última posición, como la National Conservation Association o las Daughters of American Revolution, se buscaba la "regeneración del espíritu humano".

La victoria fue de los conservacionistas profundos, y la idea de preservar intacta la naturaleza, excluyendo la presencia humana y sus actividades, predominó después en el establecimiento de áreas protegidas en prácticamente todo el planeta. Esto ha sido la causa, en Estados Unidos y otros países, de una serie de conflictos entre quienes sostienen este punto de vista y aquellos que se oponen a ceder sus tierras o a dejar de efectuar ciertas actividades en los bosques nacionales; entre los que pugnan porque los santuarios sean propiedad nacional y los defensores del derecho individual o colectivo sobre la tierra. La aplicación de este modelo en los países del llamado Tercer Mundo ha tenido las mismas dificultades que los esquemas creados en el mundo desarrollado, porque son trasladados mecánicamente a estas latitudes y no resultan adecuados ni funcionales. El primer equívoco de sus promotores, como lo señala Janis Alcorn [funcionaria del Fondo Mundial para la Naturaleza, WWF, por sus siglas en inglés], es que parten de que el sistema de áreas protegidas funciona a la perfección, lo cual resulta falso. "Los análisis del impacto que ha tenido el Acta de Especies en Peligro de Estados Unidos emitida en 1973, así como la política de su aplicación por las agencias gubernamentales (...) y los reportes sobre la caza furtiva en los parques nacionales (...) desmitifican el idealizado sistema de áreas protegidas. De hecho, existe tal vez mayor oposición a la conservación en la población en Estados Unidos que en los trópicos".

El segundo error es creer que las áreas a conservar se encuentran deshabitadas y "vírgenes", cuando la mayoría de las regiones de gran diversidad biológica están ocupadas en mayor o menor medida por pueblos cuya vida está estrechamente ligada al uso de los recursos de estos ecosistemas, que poseen generalmente sistemas de agricultura itinerante, y que, por diversas razones, se han mantenido un tanto al margen del proceso de occidentalización. Esto ha ocasionado que estos pueblos sean vistos como un obstáculo de la conservación, y que sus prácticas sean consideradas ?tanto por los conservacionistas profundos como por los promotores del uso de métodos científicos y de una zonificación que permita cierto aprovechamiento? como la causa principal de la deforestación y destrucción en los trópicos húmedos, haciendo de ellos una suerte de horda hambrienta ?acorde con el incesante crecimiento poblacional en esta parte del planeta? que devora el patrimonio de la humanidad. Su presencia en las áreas protegidas es, por tanto, para ambos enfoques, algo que no debe ser tolerado, pues no corresponde al esquema de protección de la naturaleza que pretenden. Como lo explica Janis Alcorn, "ellos interpretan la imagen de unos campesinos quemando para rozar o cualquier otra forma de uso de bosque de un área natural como una evidencia de un modo arcaico de consumo, mientras ven la conservación moderna en términos de los parques nacionales y los sistemas de áreas protegidas normalmente funcionando en el Primer Mundo".

El tercer error, señalado por Alcorn, es que en este modelo la conservación de la naturaleza recae por completo en el Estado y sus instituciones, lo cual se traduce en los países no desarrollados en acciones que resultan más ficticias que reales, como decretar innumerables áreas protegidas para obtener fondos internacionales sin importar si funcionarán o no ?"la mayoría de los sistemas de áreas protegidas a nivel mundial constituyen deficientes parques de papel", indica?; se basan más en imposiciones que en consensos ?las cuales, obviamente, no son respetadas?, y en el establecimiento de controles administrativos, algunos cuasi policiacos, que muchas veces van en contra de la población local. "La administración y protección de las áreas protegidas en países ricos en biodiversidad son generalmente pobres. Bajos presupuestos, personal inadecuado, escasa emisión de reglamentos y poca voluntad política (de los de) ?arriba? han anquilosado esas unidades burocráticas dedicadas a la conservación de la vida silvestre y el manejo de las áreas protegidas."

El caso de México

En México, después de Mineral del Chico y a lo largo del siglo XX, se crearon otras áreas protegidas, aunque bajo diferentes estatutos. La mayoría fue creada en zonas templadas, ya que su objetivo, como lo explícita la legislación del sexenio de Manuel Avila Camacho, era el de ser declaradas como "áreas destinadas a asegurar la protección de las bellezas del paisaje natural, de la flora y de la fauna de importancia nacional, mismas que pueden ser mejor disfrutadas por el público mediante su sujeción a la vigilancia oficial". Es obvio que, con esta idea, a nadie se le habría ocurrido decretar parque nacional a una zona tropical, "tórrida" y "malsana" como se les consideraba entonces. Fue hasta los setenta cuando se creó la primera gran reserva en una zona tropical húmeda, en Montes Azules, Chiapas.

Entonces ya no se pensaba sólo en paisaje y "disfrute" de la naturaleza, y la pugna entre conservacionistas profundos y sus oponentes encontraba en el modelo de "reserva de la biosfera" ?con un santuario en la zona núcleo, rodeada de otras áreas donde es posible realizar algún tipo de aprovechamiento? un compromiso que en la práctica no deja de ser un manejo vertical, y que permite escasa participación de los habitantes.

En el cambio de percepción sobre los trópicos húmedos la ciencia tuvo un papel preponderante: hizo a un lado ese carácter "malsano" y se volcó al estudio de sus ecosistemas. En su afán de cuantificación, la biología establece que el número de especies aumenta conforme se avanza hacia el ecuador, y le confiere importancia a un ecosistema por el número de especies que alberga.

La selva húmeda resulta ser el ecosistema de más riqueza biológica, el de mayor diversidad de especies en el planeta. La idea de biodiversidad, con toda su numeralia, entra en escena aquí, y con ella surge la imagen de la infinita riqueza de estas tierras, acompañada de la inseparable ignorancia que se tiene del tema, como si hubiera sido ayer que Cristóbal Colón suspirara en las Antillas ante tanta exuberancia, lamentando desconocer la utilidad de todo cuanto veía. La diferencia es que ahora, en plena era de la biotecnología, es posible pensar en encontrar algún uso para estos recursos. De hecho, no son pocos los laboratorios de industrias farmacéuticas, agroindustriales, químicas y otras que trabajan afanosamente en ello, buscando jugosas patentes. La ya famosa bioprospección es parte sustancial de esta empresa, que augura grandes-beneficios-para-la-humanidad.

Mientras esto se concreta, la prioridad es preservar las masas vegetales que contienen el mayor número de especies y algunas de particular importancia que, en contraposición a las patentes privadas, se dice que son patrimonio de la humanidad. Si a ello sumamos la función ambiental global que se atribuye a los trópicos húmedos ?parte fundamental en la regulación climática y en la absorción del dióxido de carbono que emiten los países industrializados?, encontramos que, ahora, esa otrora "malsana" porción de la Tierra resulta ser vital para la vida del planeta. No es raro, entonces, que las políticas internacionales de conservación de la naturaleza pongan tanto énfasis en las zonas cálidas y húmedas, ni que los gobiernos de los países ubicados en ellas se vean obligados o se preocupen motu proprio por su protección.

Sin embargo, difícilmente se puede decir que el de México sea el ecosistema o bioma de mayor importancia. Las 5 mil especies de plantas que, se calcula, perviven ahí, son menos de las 6 mil que subsisten en selvas secas o matorrales y pastizales juntos, y menos de las 7 mil que se encuentran en los bosques de coníferas y encinos. Lo mismo ocurre con el número de especies que se encuentran de manera exclusiva en nuestro territorio, que es menor en comparación con el que pervive en los otros biomas mencionados. Asimismo, las amenazas que se ciernen sobre estos ecosistemas, hoy "menos populares", son mayores en la actualidad. La tasa de deforestación en las selvas secas se ha incrementado de manera alarmante y si ?como se rumora? la apertura al cultivo de pinos transgénicos es inminente, la defensa de los bosques de esta especie debiera ser prioritaria, sobre todo si toma en cuenta que México tiene en su territorio el mayor número de especies del mundo.

Esto no significa que las selvas húmedas no sean importantes para el país. Al contrario, su potencial es inmenso. Es cierto que algunas lo son más que otras, como Los Tuxtlas, Los Chimalapas, Uxpanapa y la llamada "zona del arco" ?que unifica una región de Tabasco y Chiapas?, por su mayor número de endemismos. La Lacandona, a pesar de no tener esta característica, posee un endemismo que vale más que cualquiera: la Lacandonia schismatica, una flor distinta de todas las que se conocen en el planeta ?que no se encuentra en ninguna reserva oficial?, además de ser la mayor extensión de selva húmeda que queda en México. En su corazón se halla la reserva de la biosfera de Montes Azules, de cuya relevancia no hay la menor duda. Sin embargo, la ubicación de esta última en el contexto de las políticas internacionales y el panorama nacional de la biodiversidad viene a cuento porque los conflictos de los últimos años han tenido lugar ahí y en sus alrededores, en tanto que su importancia biológica ha sido exaltada sobremanera, tanto por aquellos que la quieren defender de las invasiones y la presentan casi como la zona más importante del país, como por quienes pretenden protegerla de las trasnacionales, destacando su número de endemismos. El hecho es que ambos acuden a la dimensión ambiental para abordar sus conflictos sociales, que, por lo demás, no son privativos de esta reserva de la biosfera, sino que constituyen la realidad de todas las áreas naturales protegidas de México, como lo reconoce la Comisión Nacional para el Uso y la Conservación de la Biodiversidad (Conabio) en un documento: "Existe un agudo contraste entre la situación legal de las áreas naturales protegidas en México y su situación real ?se afirma en el estudio de país publicado en 1998 por la Conabio?. En la mayoría de los casos, las áreas han recibido protección legal mediante decretos, pero ésta no ha podido llevarse a la práctica, ya que las áreas no cuentan con vigilancia y menos aún con planes de manejo que permitan usar y conservar la riqueza biológica del área." Asimismo, agrega, "la participación local (comunidades indígenas y rurales) en la gestión y planeación de la protección de las áreas naturales es escasa y reciente. Esto origina problemas derivados de la incomprensión de las necesidades de los pobladores y de la percepción de las medidas de protección como una imposición que restringe el aprovechamiento de los recursos naturales y que afecta sus derechos sobre la tierra".

Ante el tan anunciado desalojo en Montes Azules, cabe entonces preguntar qué se oculta detrás de la defensa de la naturaleza: ¿La represión a las comunidades zapatistas? ¿Los intereses de un par de organizaciones ambientalistas que operan en la reserva y administran la estación de la UNAM? ¿Las promesas de inversión que han hecho algunas empresas? ¿El casi abortado Plan Puebla-Panamá? ¿La ruta maya? ¿Los anacrónicos proyectos hidroeléctricos? ¿Un poco todo? Valdría la pena discutirlo abiertamente. Lo que no es posible es que en nombre de la defensa del ambiente, de la biodiversidad o de la biosfera, se exacerben los conflictos sociales inherentes al modelo de conservación que se ha elegido; que se pretenda ignorar tan supinamente la situación de excepción que se vive en la zona y, tratando la reserva como si fuera una ínsula, se pida la intervención de la policía para desalojar a quienes llegaron allí por problemas en sus comunidades, muchos de ellos expulsados por grupos paramilitares, desplazados por un conflicto que el gobierno no ha tenido la voluntad de resolver.

La conservación de la naturaleza es una prioridad de todo país y lo debe ser para México. Su importancia desde el punto de vista ambiental, económico, patrimonial y estético no deja la menor duda. Negarla es simplemente imposible. El problema sigue siendo la manera en que esto se lleva a cabo; seguir pensando que las reservas son islas que habría que cercar. En Montes Azules, al igual que en el resto de las áreas protegidas del país, es necesario seguir intentando involucrar a las comunidades que viven en ellas o en sus alrededores; elaborar planes de manejo con ellas; introducir tecnologías adecuadas al tipo de propiedad de la tierra, la cultura y el ambiente en que viven; crear consensos en cuanto a las prioridades; proporcionar el apoyo económico necesario para su ejecución, y generar las condiciones para que, a la larga, los proyectos sean autónomos y no necesiten ayuda externa. Esto requiere, obviamente, tiempo, recursos y esfuerzo. No hay soluciones de 15 minutos. Pero, sobre todo, es preciso tener presente que sin la resolución del conflicto de la región no habrá conservación posible. Las áreas naturales protegidas no son islas.

* César Carrillo Trueba es catedrático de la Facultad de Ciencias, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

La Jornada, México, 15-6-03

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