¿Quién debe a quién?

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Todos los caminos llevan a Roma (a Washington, habría que decir en la actualidad). Y es que alrededor de la deuda externa no sólo gravitan las posibilidades de desarrollo de los países empobrecidos, sino gran parte de las posibilidades de afrontar con éxito la crisis ecológica que amenaza nuestro planeta

Más que una deuda financiera, esta línea sutil que divide a los países en acreedores (países enriquecidos) y deudores (países empobrecidos) perpetúa unas relaciones de intercambio injustas basadas en la explotación, por parte de los primeros, de los recursos naturales y humanos de los segundos. Sin embargo, bajo el prisma de la crisis ambiental global (cambio climático, destrucción de la capa de ozono, contaminación del medio físico y agotamiento de recursos naturales), nos encontramos con que deudores y acreedores intercambian sus papeles, convirtiéndose los enriquecidos del Norte en deudores netos de los empobrecidos del Sur. La gravedad e inmoralidad de esta situación ha obligado a que la reunión que actualmente celebran los países más ricos, la cumbre del G-8 de Escocia, se centre en la lucha contra la pobreza y el cambio climático.

Aunque no es el objeto de este artículo, es importante recordar la ilegitimidad de la deuda externa de los países empobrecidos debido a su origen en el despilfarro privado (principalmente clases medias-altas y dictaduras militares) para su posterior socialización una vez asumida por los Estados. La crisis de la deuda en los años 80 hizo de esta deuda impagable una exitosa herramienta de control neocolonial; un instrumento de dominación para expandir hacia la periferia el sistema capitalista de producción garantizando una mano de obra sumisa y barata, eliminando las antiguas formas comunales de vida y continuando el expolio histórico de recursos naturales. El chantaje de la deuda externa permite a las instituciones financieras creadas bajo el consenso de Washington (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional y Organización Mundial del Comercio) influir de manera decisiva en la maltrecha política presupuestaria de los países empobrecidos (siendo en la mayoría de los casos su única posibilidad de endeudamiento) a través de los planes de ajuste estructural. Este paquete de medidas, encaminadas a que el país deudor genere divisas para hacer frente al servicio de la deuda, indirectamente garantiza bajos costes laborales y de materias primas -dado que no tienen en cuenta costes ambientales- al tiempo que generan grandes transferencias financieras desde el Sur hacia el Norte.

El concepto de deuda ecológica encierra la obligación contraída por los países enriquecidos como consecuencia del expolio continuo de los recursos naturales de los países empobrecidos, un intercambio comercial desigual y el aprovechamiento exclusivo del espacio ambiental global como sumidero para sus residuos. El proceso de explotación de los recursos naturales del Sur, iniciado en la época colonial, no ha dejado de aumentar en la medida en que continúan creciendo los cuatro componentes de la deuda ecológica: la deuda del carbono (deuda adquirida por los países industrializados con motivo de su desproporcionada contaminación de la atmósfera a través de los gases de efecto invernadero), la biopiratería (apropiación intelectual con fines mercantiles de saberes y conocimientos locales e indígenas por parte de laboratorios de países industrializados, prohibido bajo el Protocolo de Cartagena), los pasivos ambientales (conjunto de daños al entorno natural que provocan empresas transnacionales en sus actividades en países del Sur) y el transporte de residuos tóxicos (originados en los países enriquecidos y depositados en países empobrecidos, prohibidos bajo la Convención de Basilea aunque EE UU es el único país enriquecido que no ha firmado).

Entonces, ¿quién debe a quién? Esta pregunta, aparentemente sencilla, encierra las claves del nuevo orden económico internacional. La deuda ecológica pone en cuestión las relaciones Norte-Sur y con ello el pago de la deuda externa que, por otro lado, no hace sino aumentar el deterioro ambiental y, por tanto, la propia deuda ecológica. En 2000, el servicio de la deuda de los países empobrecidos (2 billones de euros) supuso la séptima parte de la deuda del carbono generada ese mismo año (14,5 billones de euros). Contrariamente a lo que se piensa, el Sur continúa financiando el desarrollo del Norte. Se hace necesario, por tanto, ampliar la sensibilización ciudadana en los países enriquecidos sobre las relaciones Norte-Sur y el comercio ecológicamente desigual. Al mismo tiempo, los agentes sociales implicados en el desarrollo sostenible (grupos ecologistas, sindicatos, etcétera) deben vigilar y evaluar críticamente la actitud y responsabilidad de las actividades de las empresas transnacionales no sólo en sus países de origen sino en el exterior de sus fronteras.

En última instancia, la deuda ecológica muestra la incompatibilidad manifiesta entre la economía actual y la ecología debido a la existencia de diferentes ritmos biológicos (lentos, con horizonte temporal largo) y económicos (rápidos, con horizonte temporal corto). En la raíz del problema, un ritmo económico superior al biológico y geológico implica infravalorar problemas ambientales futuros -escasez de recursos, pérdida de biodiversidad o efecto invernadero- en favor de rendimientos económicos presentes aumentando, así, la explotación intensiva de los recursos naturales. Además, en la medida en que los ritmos económicos no se adapten a los biológicos asistiremos a un progresivo aumento de la deuda ecológica, lo cual no hace sino legitimar la necesidad de que el Norte intensifique su evolución hacia un modelo de desarrollo sostenible y se invierta la situación actual en la que el desarrollo del Norte se sustenta en el 'subdesarrollo' del Sur. En palabras de Joan Martínez Alier, la sostenibilidad ambiental global exige que los planes de ajuste estructural en el Sur se conviertan en planes de ajuste ambiental en el Norte.

La deuda ecológica nos permite ver el mundo en un sencillo juego de espejos donde el actual drenaje de recursos del Sur hacia el Norte se invierte y es el Norte el que debe financiar el desarrollo del Sur, no sólo por equidad sino por sostenibilidad y justicia ambiental. El reconocimiento de la deuda ecológica constituye un argumento añadido para que de la reunión del G-8 surjan compromisos concretos en la lucha contra el cambio climático, abolición de la deuda externa y a favor de un comercio internacional más justo, tal y como vienen reclamando un creciente número de científicos y movimientos sociales de todo el mundo.

El Correo Digital, España, 7-7-05

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