La agroecología en Colombia: bondades, retos y perspectivas

Idioma Español
País Colombia

Colombia es un país que carece de políticas públicas que fomenten la agricultura campesina y la agroecología. Esta afirmación se sustenta por el predominio que le ha dado el gobierno nacional durante décadas a un modelo de desarrollo rural que se basa en la agroexportacion de materias primas, cultivos que, por lo demás, siguen al pie de la letra los estándares de la revolución verde de uso intensivo de tierras, agua, agroquímicos y todo tipo de insumos.

Este problema conlleva otros como, por ejemplo, que la producción ecológica promovida desde el gobierno nacional se haga a muy pequeña escala1 en comparación al área total cultivada del país que corresponde principalmente a cultivos agroempresariales (7,1 millones de hectáreas). Como consecuencia de esto, no existe una democratización del consumo de alimentos agroecológicos.

Por el contrario, la producción mayoritaria que existe en el país (así como los productos que se importan) es originada bajo el modelo de la agricultura convencional, mientras que el consumo de productos agroecológicos llega a un pequeño sector de la sociedad y, en el caso de las ciudades, a personas con alto poder adquisitivo. En resumen, la población del país se ve obligada a comprar para sus hogares alimentos que tienen altísimas cantidades de agroquímicos y generan graves impactos en la salud y el ambiente.

A pesar del panorama referencial de la realidad colombiana, campesinos, comunidades étnicas y mujeres en varios lugares del país vienen adelantando experiencias muy importantes y diversas de producción agroecológica, las cuales queremos presentar a continuación, ubicar algunos impactos en materia económica y ambiental a partir de la experiencia del departamento del Valle del Cauca y, finalmente, revisar el déficit que existe en materia de políticas públicas en agroecología.

Algunas iniciativas agroecológicas en Colombia

Muchas son las razones que explican las prácticas agroecológicas en el país, entre ellas la conciencia de la importancia de alimentarse sanamente, el que sean una opción sostenible que genera ingresos económicos, su aporte a la problemática ambiental, las oportunidades que abre para establecer alianzas y trabajo en red, etcétera; no obstante, lo que debe resaltarse es que, más allá de la razón que las motiva, las experiencias agroecológicas han demostrado que sí se pueden construir sistemas productivos que priorizan la vida, la solidaridad, la participación, la soberanía, el bienestar y la sustentabilidad, principios ausentes en otros modelos de producción.

La conservación y recuperación de semillas criollas, los trueques e intercambios y los mercados locales son una muestra del ejercicio de territorialidad y soberanía que los productores agroecológicos defienden y que cada día los fortalece en su identidad y cultura. Desafortunadamente, ninguno de estos factores es significativo para el modelo rural vigente, muy a pesar de que a nivel mundial se discute sobre la necesidad de implementar formas de producción agrícola que logren asegurar la calidad de los alimentos, que conserven la naturaleza, que apliquen prácticas de diversificación de especies y de recursos genéticos, teniendo en cuenta los problemas que afectan al planeta como consecuencia del cambio climático.

Es admirable y de subrayar que la mayoría de productores agroecológicos en Colombia, a pesar de no disponer de grandes extensiones de tierra y de soportar fuertes presiones técnicas y económicas, nos estén mostrando la manera de reconvertir ecosistemas y adaptar técnicas productivas acordes con la sustentabilidad y el cambio climático. Un indicador interesante, por ejemplo, es la diferencia que existe en la eficiencia de captación de carbono entre la agricultura orgánica (42,8%) y la convencional (21,2%) (Betancour, 2014).

La realidad agroecológica del país se ha venido construyendo sobre la base de una gran variedad de experiencias muy distintas entre sí, pero todas con el interés de conservar la biodiversidad, de recuperar suelos y ecosistemas, así como de aprovechar los residuos de la finca, cerrando el ciclo productivo. A distintos niveles, organizaciones y/o comunidades locales han avanzado en prácticas de comercialización en mercados, construyendo vínculos entre los que producen y los consumidores, como en el caso de la Red de Mercados Agroecológicos del Valle del Cauca. Otros, como el Resguardo Indígena de San Andrés de Sotavento, en el departamento de Córdoba, construyeron en sus fincas familiares varios sistemas de producción:

 

  1. el patio, que básicamente hace referencia a una huerta en donde viven y tienen cultivos de ají, sandía, cebollín, berenjenas y especies menores;
  2. el bajo o huerto mixto, en donde tienen frutales, maderables, plantas medicinales y para sus artesanías;
  3. el área de cultivos asociados semestrales y anuales como maíz, yuca, ñame, arroz y ajonjolí;
  4. el área de potrero arborizado; y
  5. el área de rastrojo y bosque.

 

Han logrado rescatar variedades de semillas de maíz que estaban perdidas en la zona y en la actualidad tienen 27 (algunas de estas son: maíz huevito, cuba, sangre toro, cariaco rallado, ojo de gallo, azulito, cariaco rojo, puya, negrito, cariaco amarillo y tacaloa): 14 de yuca, 12 de ñame y otro tanto para el caso de los frijoles. Esto es de mucha importancia si se tiene en cuenta el peligro que conlleva la siembra de cultivos transgénicos en la zona, una práctica que se viene desarrollando desde hace años y que pone en riesgo la biodiversidad, pues ya se han presentado casos de contaminación genética.

La Asociación de Pescadores, Campesinos, Indígenas y Afrodescendientes para el Desarrollo Comunitario de la Ciénaga Grande del bajo Sinú (ASPROCIG), también en el departamento de Córdoba, han logrado avances en la adaptación al cambio climático a través de la construcción de agroecosistemas biodiversos familiares con un mínimo de 80 especies vegetales, a saber: hortalizas, frutales, protectoras, medicinales, energéticas y ornamentales. De igual forma, esta asociación también está llevando adelante el establecimiento de la certificación de confianza, con 32 criterios de evaluación, así como la puesta en marcha de una red de escuelas agroecológicas, más conocidas como “espirales”, en donde cada asociado de la organización que tenga un agroecosistema biodiverso familiar participa mensualmente.

Por otra parte, en una región con dificultades por la fertilidad de sus suelos como la altillanura colombiana, la Pastoral Social Regional Suroriente viene acompañando el desarrollo de los huertos circulares en bancales de sabana en tres municipios del departamento del Meta, lo que ha contribuido al fortalecimiento organizativo y productivo, así como a la ampliación de las escuelas rurales de capacitación integral y alternativa, en donde se fomenta el intercambio de semillas propias y el conocimiento por medio de un sistema agroforestal que resuelve la alimentación para la familia, para los animales domésticos y el cuidado de la tierra.

Otro tipo de experiencias que incluye a universidades, corporaciones autónomas regionales y organizaciones de productores, como la del departamento de Risaralda, también resultan significativas ya que la Universidad Tecnológica de Pereira (UTP), la Universidad de Santa Rosa de Cabal (UNISARC), la Corporación Autónoma Regional de Risaralda (CARDER) y la Corporación Regional Agroecológica (CORA) han venido validando procesos agroecológicos y de soberanía alimentaria locales a través de los Sistemas Participativos de Garantías (SPG). Dicho proceso es aprobado por la confianza entre productores y consumidores, que a la postre resulta en certificaciones sobre la calidad e inocuidad de sus productos. A mayor calidad del entorno social que avala el sistema de manejo ecológico de los agricultores, más elevado el estándar de calidad.

Esas experiencias agroecológicas evidencian la diversidad y constancia del trabajo que, dicho sea de paso, directa e indirectamente estuvo asociado a los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), principalmente al primero, relacionado a la erradicación de la pobreza extrema y el hambre; al cuarto, destinado a reducir la mortalidad infantil; y al séptimo, dedicado a garantizar la sostenibilidad del medio ambiente. Asimismo, siguen asociadas a los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible, contribuyendo a poner fin a la pobreza y al hambre, a lograr la seguridad alimentaria y la mejora de la nutrición, a promover la agricultura sostenible, a garantizar modalidades de consumo y producción sostenibles, a detener e invertir la degradación de las tierras y poner freno a la pérdida de la diversidad biológica, a adoptar medidas urgentes para combatir el cambio climático y sus efectos, así como a proteger, restablecer y promover el uso sostenible de los ecosistemas terrestres, el manejo sostenible de los bosques y la lucha contra la desertificación.

ASOPECAM en el departamento del Valle del Cauca

El valle geográfico del río Cauca tiene tierras muy fértiles, pero se saturó con el monocultivo de caña de azúcar, el cual acabó prácticamente con cualquier otra opción de siembra (incluida la producción agroecológica). Las quemas de caña, las fumigaciones aéreas, el consumo intensivo de agua y la apropiación de la tierra hicieron que los “agroecológicos” tuvieran que irse a las partes más altas y a los suelos más pobres; desde allí, con dificultades de transporte, incentivos y comercialización, lograron casi como un milagro producir, consumir y comercializar alimentos sanos en los 14 mercados que conforman la Red de Mercados Agroecológicos del Valle del Cauca.

Esto resulta muy importante, ya que los productores agroecológicos han puesto en la mayoría de casos como prioridad el consumo de sus hogares, dependiendo de esa manera mucho menos de las compras externas en plazas de mercado o galerías. El trabajo familiar y con otros que también están convencidos de este tipo de producción ha generado la sostenibilidad de los procesos y un fortalecimiento que, a pesar de tener obstáculos, les permite existir.

Un caso interesante es el de la Asociación de Pequeños Caficultores de La Marina (ASOPECAM), organización campesina que reúne a 32 familias que han venido promoviendo el comercio justo de café y su producción orgánica desde 1993, cuando iniciaron la reconversión de sus fincas (144 hectáreas) e implementaron las huertas para el autoconsumo familiar. Esto las ha llevado a tener mejores ingresos monetarios, de los cuales el 85,5% está representado por las ventas del café y el 14,5% por la venta de otros bienes de origen vegetal, animal o manufacturados generados
en las mismas fincas, ya que se ha generado un valor agregado que les permite generar empleo en las propias familias de los asociados.

Los cálculos realizados señalan que en cada finca de los asociados a ASOPECAM los ingresos promedio mensuales pueden ser cercanos a los USD 370, es decir, un ingreso anual promedio de USD 1 110 por hectárea año, pues el café producido agroecológicamente tiene un valor 30% más alto que el del café convencional, mientras que los costos de elementos para enriquecer sus abonos son en promedio de USD 85 (este valor no incluye el pago de jornales de mano de obra familiar y externa). Además de la experiencia acumulada de ASOPECAM en los últimos años, dicha organización brinda complementariamente asesorías, servicios de alimentación y hospedaje que generan ingresos adicionales con los que cubre el pago de servicios de su sede, así como el de las instalaciones en donde realizan las actividades de acopio, selección, transformación, empaque y venta del café. De esa manera la organización ha exportado café a países como Alemania y EE.UU., y desde 2010 establecieron un vínculo comercial con la tienda Café Mulatos de la ciudad de Cali, que les compra mensualmente 2 000 kg y los ayuda a gestionar negocios con clientes de Chile y Noruega.

La experiencia de ASOPECAM permite aproximarnos a un asunto que debe ser tenido en cuenta por los productores agroecológicos en el ámbito económico, y tiene que ver con la disminución real de costes unitarios en la adquisición de elementos y herramientas a través de compras al por mayor realizadas por los integrantes de la organización. Otros puntos a considerar son la mengua en el valor unitario del coste del transporte, que permite utilizar de manera eficiente un mismo vehículo para distintas fincas; la utilización del concepto de “mano de obra cambiada”, que es un tipo de trabajo colectivo que se caracteriza por la solidaridad e identidad; y otro tipo de intercambios de semillas y trueques que no generan gastos y más bien constituyen aspectos que, sumados al trabajo familiar, representan “beneficios ocultos” para los productores que pueden oscilar entre uno o dos salarios mínimos al mes (equivalente a unos USD 300 o USD 600 en promedio actualmente).

Adicionalmente, a los indicadores de bienestar y sostenibilidad humana y económica se suma el valor que generan las huertas para el autoconsumo familiar, la no dependencia de compras externas y la satisfacción de necesidades con la producción vegetal y animal que brindan las fincas, factores que son garantía de un significativo ahorro económico que se maximiza al ser producidos sanamente.

Esto contrasta, por ejemplo, con el caso de los campesinos que se dedican a arrendar sus fincas a los ingenios azucareros. En el Valle del Cauca se concentra la producción de caña de azúcar del país; según datos recientes, una finca campesina promedio en jurisdicción del municipio de Tuluá recibe como pago, por concepto de arrendamiento de la finca para el desarrollo del monocultivo de la caña, entre USD 50 y USD 93 mensuales por plaza (unidad de medida de área equivalente a 6 400 m2, o sea, 0,64 hectáreas). Este valor no es constante, ya que depende del acceso a fuentes de agua cercanas para la irrigación del cultivo y del trayecto que separa a la finca del ingenio azucarero (a mayor distancia, menor es el canon mensual de arrendamiento).

Las fincas que integran ASOPECAM, al ser microfundios (en promedio tienen un área de 4,5 hectáreas, es decir, de siete plazas aproximadamente), de ser arrendados a los ingenios azucareros y teniendo como referente el valor pagado, arrojarían a la familia un ingreso mensual de entre USD 350 y USD 651.

Hay que destacar que este valor del canon de arrendamiento excluye la posibilidad de vivir en el terreno, de cultivar productos de pancoger, de disponer de semovientes y de las demás garantías que da el goce de la propiedad y de la diversidad agroecológica. En tal caso, solo se dispondría máximo de USD 651 y se perderían los “beneficios ocultos” señalados anteriormente.

Va quedando demostrado con este tipo de evidencias que en Colombia la agroecología sí tiene “bondades”, no solo en lo social, cultural, ambiental y político, sino también en lo económico, a pesar del modelo de desarrollo rural vigente, que otorga todo tipo de incentivos –las mejores tierras, distritos de riego, obras de infraestructura, servicios públicos, subsidios, créditos y otro tipo de beneficios– a los grandes productores.

Déficit de políticas públicas agroecológicas

Dentro de los retos y perspectivas, es preciso dimensionar el aspecto económico de la agroecología, el cual no ha sido suficientemente trabajado por las organizaciones a pesar de ser un factor definitivo a la hora de hablar de sostenibilidad y rentabilidad de las fincas.

Se esperaría que los gobiernos avancen hacia la creación de políticas públicas que garanticen que los alimentos de la canasta básica fueran producidos sin el uso de pesticidas e insumos químicos, buscando mejorar de esa manera la salud de la población pues, como es sabido, la ingesta de alimentos con agentes químicos o biológicos resulta en problemas gastrointestinales y enfermedades a la piel, neurológicas, cáncer y Parkinson, entre otras dolencias. Ese tipo de decisiones tendrían que estar precedidas del fortalecimiento legislativo en materia de acceso a tierras por parte de los campesinos y pobladores del campo de escasos recursos, muchos de ellos interesados en defender y promover la agroecología como un sistema productivo sustentable del manejo de la tierra y del ambiente, así como del material genético y la biodiversidad.

Cada vez resulta más evidente que la trascendencia de la agroecología radica en la autonomía, la diversidad y en la recuperación y diálogo de saberes, así como en el control sobre las semillas, la salud y la calidad alimentaria. La agroecología es una clara muestra de la defensa de los territorios como espacios de vida para la población rural y espacios en donde prácticas alternativas y sustentables expresan el manejo y gestión eficiente de recursos naturales y, sobre todo, aptos para el consumo humano. Por ello, el Estado debería brindar las condiciones para democratizar la producción agroecológica y permitir que la población en su conjunto tenga el derecho a una buena alimentación, de calidad y que beneficie la salud. Es hora de superar estándares como el de la agricultura convencional, que de manera forzosa nos ha llevado a consumir productos con altos niveles de agroquímicos y transgénicos en menoscabo de la vida.

Se considera que el camino adoptado por el gobierno colombiano a través de la Resolución 544 de 1995 (y siguientes) del Ministerio de Agricultura, que se encamina hacia los mercados verdes y la certificación, puso el énfasis, los recursos, incentivos y consiguiente política en la producción para la exportación y no en lo que defiende la agroecología: la soberanía alimentaria, la recuperación del conocimiento acumulado y de prácticas sostenibles de producción por parte de campesinos que entienden la importancia de la diversidad y la conservación ambiental. De igual manera, el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA), con Resoluciones como la 3492 de 1998 (y siguientes), ha venido estableciendo los procedimientos para introducir, producir, liberar y comercializar organismos genéticamente modificados, (OGM) al punto que Colombia, dentro de los países de la región andina, ocupa el primer lugar en la producción de cultivos OGM, que están presentes en casi la mitad de los departamentos del territorio nacional.3 Asimismo, es criticable la visión y el enfoque asistencialista de la Política de Seguridad Alimentaria y Nutricional, que colocó los esfuerzos en que la población no tuviera hambre sin preocuparse por saber de dónde vienen los alimentos ni por comprender el diseño de estrategias sostenibles de producción que garanticen el derecho a la alimentación de toda las personas.

Se hace evidente entonces que la política pública debería facilitar y fortalecer espacios de convergencia y diálogo entre sectores rurales (campesinos, indígenas, afrodescendientes) para promover sistemas productivos alternativos; vincular a las instituciones educativas a través de cátedras en agroecología que permitan a toda la comunidad educativa (educadores, estudiantes y padres de familia) no solo apropiarse del conocimiento agroecológico, sino también incorporarlo al currículo como herramienta pedagógica; permitirle a los campesinos y productores agroecológicos impulsar sus mercados para que puedan comercializar y dar a conocer sus productos a los consumidores de manera directa; y apoyar la creación de granjas agroecológicas experimentales que se conviertan en espacios de formación e investigación en agroecología, así como de asociaciones o cooperativas para fortalecer la capacidad productiva y de comercialización frente a los grandes grupos económicos, que especulan con los precios.

La pregunta que nos queda por hacer es: ¿qué pasaría si se diera un cambio en la política pública de manera diferenciada para la agroecología? Pues probablemente acabaríamos con la dependencia de los insumos químicos, se produciría más y mejor comida, y sin duda habría una mayor eficiencia en los sistemas productivos.

A manera de conclusión

En Colombia se requiere que las autoridades que encabezan el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural fomenten de forma diferenciada una política para la agroecología, con incentivos y garantías para quienes produzcan, permitiendo que el enfoque agroecológico sea incorporado a los instrumentos de planificación del ordenamiento productivo territorial, regional y local no con una visión de competitividad y/o crecimiento económico, sino más bien desde una perspectiva de calidad y soberanía alimentaria que además le permita garantizar a los campesinos ingresos económicos suficientes para sus familias.

Paula Álvarez Roa
Politóloga
moc.oohay@91zeravlaaluap

Erminsu Ivan David Pabón
Ingeniero Agrónomo
se.oohay@ohcnimre

Pedro Antonio Ojeda Pinta
Ingeniero Agroforestal
moc.liamtoh@631adejoordep

Fuente: Revista Leisa. Edición especial

Temas: Agroecología

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