Argentina: papita para el loro

Idioma Español
País Argentina

¿No es un tanto impresionante que la Argentina tenga que importar papa, porque el producto subió cerca de un 50 por ciento? Aunque, si se le suma que un kilo de lechuga ya sale casi tanto como uno de asado, y que el de zapallitos equivale más o menos a uno de milanesas, quizás haya que entender que a este país hay que imaginarlo de una forma muy distinta a aquella con que se lo conoció y definió históricamente. O quizás no

Parece no haber dudas respecto de las causas “técnicas” que motivan el alto precio de la carne, la leche, el pan, las verduras y los tubérculos, en este reino de las vacas y de la tierra fértil. Los precios internacionales de los granos y alimentos en general están en crecimiento continuo, por valor y por volumen; se siembra soja a lo pavote y el campo mira con prioridad hacia allí; conviene exportar; el mercado interno se ve afectado; el consumo crece porque hay mejoras en los ingresos y porque no hay variantes crediticias ni de ahorro que mengüen al consumo; hizo mucho frío y las heladas perjudicaron a las papas; se inundó buena parte de la cuenca lechera y aumentaron los lácteos porque encima se vende al exterior más del doble de la producción de hace diez años; el trigo vuela más todavía y eleva los precios de los panificados; el arroz otro tanto y los derivados del petróleo también, con lo cual el aluminio y los plásticos encarecen a los envases. Todo eso es rápidamente entendible, pero por arriba de eso hay que la Argentina, en condiciones de alimentar a 300 millones de personas, no da abasto para las necesidades básicas de una gran porción de sus 40 millones de habitantes. Los argentinos le vendemos al mundo lo que comemos, y lo que comemos nos cuesta cada vez más caro. ¿Cómo es? ¿Las causas “técnicas” explican lo estructural del modo de producción? ¿O lo estructural del modo de producción hace que lo “técnico” no sea una causa sino un efecto?

Una cosa es el respeto por los saberes específicos, y otra que nos tomen por boludos. Alguien podrá decir que éste ya no es el país de las vacas sino de la soja, llevando entonces a la pregunta de quiénes y cuándo determinaron que eso sea así y si eso es lo que quieren y lo que le conviene a la mayoría de los argentinos. Porque de lo contrario resulta que de un día para el otro saltamos del churrasco a los porotos como quien cambia de adorno en la mesita de luz, y como si sencillamente se tratara de adaptarse a esa realidad y mentalidad, pateando al diablo una cultura fundante de dieta básica y gusto popular. Las tribus de economistas dicen que en el libre mercado las empresas no aumentan los precios porque sí, por la elemental razón de que se les van o pueden ir los consumidores. Lo cual es o debería ser cierto cuando el mercado tiene regulaciones y controles del tipo de las que rigen en los países desarrollados y no cuando, como aquí, funciona como un coto de caza en manos de un puñado de pulpos.

Repasemos datos. Un selecto club de cerealeras y frigoríficos maneja el nudo madre de producción y exportaciones. Dos empresas concentran el 66 por ciento del mercado interno de la leche. Tres supermercados acaparan el 83 por ciento de las ventas. Dos grupos manejan el 89 por ciento de pan blanco y pan negro. Dos empresas nuclean más del 70 por ciento de las galletitas dulces y saladas. Los yogures, en un 74 por ciento, están en manos de 3 corporaciones. Cifras similares o aun más grandes de concentración se repiten en energía, cemento, chapas laminadas, fertilizantes, agroquímicos, telecomunicaciones. Se reúnen con periodicidad y acuerdan precios para sus mercados monopólicos u oligopólicos. Y para la requisa de semejante paquete cartelizado, el Gobierno dispone de cinco o seis inspectores y de las bravatas de Guillermo Moreno. Más el ardid de dibujar la inflación sobre la base de que la sociedad es gustosa de que le mientan un poquito, o un poquito bastante, porque la memoria inflacionaria de los argentinos es un valor muy apreciable a la hora de comandarlos. ¿Qué hace el Gobierno aparte de eso? Entre nada y muy poco. Sus acuerdos de precios son como estar un poquito embarazada. Hasta el año pasado tuvieron alguna utilidad que, en cierta y devaluada medida, conservan porque son el sustento que permite manipular la inflación. Ahora, en cambio, en lugar de adelante van atrás de la agenda de incrementos que estipula la cadena de comercialización. La fiesta de los poderosos vuelven a pagarla los consumidores. El Estado no fomenta de casi ninguna manera el surgimiento de pymes o competidores que frenen los abusos. No hay estímulos crediticios. No hay estrategias sectoriales. Ancla en retenerles parte de lo que les ingresa por exportar y en morder del aumento de la recaudación impositiva; y si ése es todo el proyecto que hay, de conducción de resortes clave de la economía y por tanto de país, lo discute Magoya.

Esto no es soplar y hacer botellas, por supuesto. Los procesos inflacionarios suelen ser asuntos complejos en los que interviene más de un factor, estamos en un mundo globalizado y las respuestas simplistas carecen de seriedad. No sólo por la complejidad de los hechos en sí sino por la capacidad de liderazgo y la fuerza político-social que son necesarias para revertir las conductas de los dueños de la economía, permitiendo el ingreso de otros actores. Pero mucho menos es cuestión de no abordar estos aspectos decisivos que hacen a la calidad de vida de la mayoría de la población o, peor aún, que nos presenten como irreversible la lógica de los movimientos oligopólicos y especulativos. Y que nos digan que deben dejárseles las manos libres porque el mercado se acomoda solo. No lo dice el Gobierno, pero lo deja hacer; y sí lo dice, además del elenco estable de gurúes liberales, la sociedad de hecho de las grandes corporaciones periodísticas, que funcionan en forma articulada con los intereses de los que fijan los precios. Como el debate no pasa por ahí en tanto la agenda la llevan ellos, aprovechan y cuelan discusiones desviacionistas que alejan más todavía a los debates centrales.

En las últimas semanas, por caso, volvieron con la cantilena de que está aumentando el gasto público. Y entonces, oh sorpresa, resulta que en lugar de discutir cómo es posible que la Argentina importe papa, o que entre el productor y la góndola haya márgenes de ganancia descomunales, se discute sobre el impacto inflacionario del aumento a los jubilados y las asignaciones familiares.

¿No es maravilloso?

Por Eduardo Aliverti

Página/12, Argentina, 3-09-07

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