Hambre, pobreza y retrocesos

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En entrevista con este diario, el relator especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación, Olivier de Schutter, puso en perspectiva una situación por demás paradójica: el notable incremento en la producción alimentaria observada en los últimos dos años ha ido acompañado con un aumento a escala mundial en el número de seres humanos que pasan hambre, toda vez que se produce de un modo que aumenta las desigualdades.

Las aseveraciones del funcionario cobran especial sentido si se cotejan con los datos proporcionados recientemente por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), en que se informa que, en el momento presente, una sexta parte de la humanidad -más de mil millones de personas- padece hambre como consecuencia de una combinación entre los altos precios de la comida y la disminución en los ingresos y el incremento en el desempleo provocados por la presente crisis económica. Es decir, en el mundo de hoy hay más hambrientos que nunca, y ello no se debe propiamente a la falta de alimentos: éstos sencillamente no están llegando a quienes los necesitan.

Es claro que en la escalada mundial de los precios de productos básicos que se inició a mediados del año pasado -y que no ha podido revertirse- influyeron factores estrictamente coyunturales (las sequías, las reducciones en los inventarios y las altas cotizaciones internacionales del petróleo, entre otros). Pero no puede negarse que dicho fenómeno ha sido también efecto de la política alimentaria dominante en el planeta, la cual preconiza una visión global de libre mercado y, en esa lógica, aborda las necesidades de la población como una enorme oportunidad de negocios.

Durante las últimas décadas, en países pobres como el nuestro se adoptaron, a la par de las llamadas medidas de ajuste estructural en la economía, políticas que condujeron al abandono de los entornos rurales y de los pequeños productores agrícolas, redujeron los apoyos estatales a éstos, promovieron la apertura indiscriminada de las fronteras y acabaron, de tal forma, con los incentivos para la producción y el consumo internos. Con ello, los gobiernos de muchos países en desarrollo -México entre ellos- decidieron renunciar al principio de la soberanía alimentaria y someter a sus habitantes a un modelo en manifiesta bancarrota, fundamentado en la lógica del libre mercado y caracterizado por entregar los recursos básicos al mejor postor, no a quien los necesita para sobrevivir.

Por añadidura, y como señala también el propio De Schutter, esa crisis se ha visto potenciada en los últimos años por factores como la especulación en los mercados de valores -un factor decisivo para que los precios de alimentos llegaran a los altos niveles alcanzados en 2007 y 2008- y la creciente utilización de granos básicos para la elaboración de agrocombustibles, cuya producción -incentivada por distintos gobiernos a través de la entrega de cuantiosas sumas de dinero en subsidios- encierra un despropósito mayúsculo, pues se privilegia el desplazamiento de vehículos motorizados por encima de las necesidades de los seres humanos.

El panorama actual del hambre en el mundo da cuenta de un retroceso civilizatorio y humano sumamente grave y vergonzoso, que resulta equiparable -como lo llamó el economista Jean Ziegler, predecesor de Olivier de Schutter en el cargo- a un asesinato en masa silencioso. La adopción de una nueva política agraria y comercial a escala planetaria -que privilegie a las personas sobre los capitales, que suspenda el impulso a la elaboración de biocombustibles, que devuelva la atención a la producción doméstica, que reivindique el derecho humano a la alimentación y que contribuya, en suma, a combatir el flagelo del hambre- es un punto que los gobiernos de todos los países deben abordar con urgencia.

La Jornada, México 13-9-09

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