Colombia: Sumapaz, el páramo más grande del mundo, está sentenciado

Idioma Español
País Colombia

Sumapaz, el páramo más grande del mundo, el preciado reservorio de agua donde nacen muchos de los ríos que bañan el país y constituyen una fuente de vida ya no sólo para nuestra nación sino para la humanidad, está sentenciado.

Sumapaz es además la localidad rural de Bogotá, habitada por un conglomerado humano caracterizado por traer en su sangre una tradición de resistencia contra la ancestral violencia oficial que se ensañó contra ella desde mediados del siglo pasado. En efecto, Sumapaz fue el sitio de refugio de cientos de campesinos liberales sobre todo del Tolima, Huila, Caquetá y los Llanos, perseguidos por las violencias conservadoras de Mariano Ospina Pérez, Laureano Gómez, Urdaneta Arbeláez y, cómo no, de Gustavo Rojas Pinilla, lo que demostró que esa violencia ya no era apenas “conservadora”, sino bipartidista, ya que la persecución del régimen militar contó con el entusiasta apoyo del Partido Liberal.

Los campesinos refugiados en el Sumapaz se defendieron con heroísmo, y en legítima acción se armaron para resistir el exterminio que desde la cercana Bogotá decretaban los gobiernos. Es cuando se inmortalizan nombres como los de Erasmo Valencia y Juan de la Cruz Varela.

Después vino el Frente Nacional y la misma persecución, y el cambio de naturaleza de las autodefensas de los campesinos liberales en las mencionadas zonas a una decisión de confrontar un sistema que sabían no les daría tregua y lucharía hasta su exterminarlos en tanto no aceptaran su destino de desposeídos y proscritos sin voz ni voto en el trazo de sus destinos. Circunstancia esta que hizo que el Sumapaz estuviera otra vez en el ojo del huracán represivo. Eso, porque la nueva estructura de la resistencia, ya más orgánica, ideologizada y con programa de lucha a largo plazo por reivindicaciones mayores, tuvo en el entonces lejano y casi incomunicado páramo de Sumapaz uno de sus lugares de concentración.

La anterior, así a grandes pinceladas, es la razón de la criminalización que, desde mediados de los años 50 del siglo pasado hasta estos albores del 2010, se cierne sobre la población del Sumapaz. Agudizada hoy, quién lo creyera, en el marco de “la lucha contra el terrorismo” y la consigna de la “seguridad democrática”, bajo la coartada de contener a las FARC que con grandes batallones y a través del páramo de Sumapaz –en realidad a través de sus peligrosos habitantes-, se van a tomar a Bogotá, la capital de la República nada menos.

Impostura mayor ese argumento cuando en primer lugar las operaciones guerrilleras no son, no han sido y no serán de ese tipo, grandes destacamentos que van ocupando territorios, los van “liberando” y se consolidan en ellos como en una guerra convencional de posiciones. Y en segundo lugar, ¿cómo saturar el páramo -y sus habitantes- de tropas con una densidad que no se conocería en ninguna región del mundo que no fuera escenario de una gran guerra, precisamente ahora cuando gracias a la “seguridad democrática” del presidente Uribe, según nos notifican, las FARC se hallan ahora sí en “el fin del fin”? Aclarando que este anuncio lo hicieron hace ya dos años.

Y ese “plan de contención” de la guerrilla lo ejecutan instalando batallones “de alta montaña”, ubicando brigadas móviles, planeando la construcción de fuertes militares y de Policía, destruyendo el precioso y frágil ecosistema del páramo, contaminando sus fuentes de agua, quemando y cortando el frailejón, poniendo tres soldados por habitante –contabilizando los niños, los ancianos y las mujeres-, todo ello desde luego en desmedro del libre ejercicio de las garantías y derechos constitucionales de sus habitantes. No es el caso aquí de, por enésima vez, hacer el relato de los atropellos y vejaciones.

¿Quién entiende esa lógica macabra de proteger a la población –cosa que desde luego se invoca como prioritaria de la ocupación militar- al tiempo que se la agrede?

Sí, sí se entiende. Lo que ocurre es que la lectura hay que hacerla en otras claves. No son las palabras que se dicen, sino las que no se dicen; los motivos que se invocan, sino los que no se invocan; las inconfesables y secretas razones que esconden las palabras, y que refieren a la necesidad de sacar a los habitantes del Sumapaz de esa reserva de agua para entregarla a los grandes proyectos de las multinacionales que agencian las políticas del Banco Mundial y desde luego con el discurso de la biodiversidad, necesitan poner ese patrimonio al servicio del capital. No en balde se trata de uno de los recursos más valiosos y necesarios en el nuevo siglo. Necesario, entiéndase, ante todo para las empresas transnacionales y el capital financiero internacional que tienen en él un filón de enriquecimiento que no pueden despreciar.

Dentro de esos planes y proyectos que el nuevo orden económico mundial impone a países como el nuestro, sin que aquí nadie tenga derecho siquiera a darse por aludido porque los gobernantes locales están precisamente para eso, para agenciar esos planes (¿ha oído alguien mentar eso de la “confianza inversionista”?), el primer bien contingente, fungible, desechable, es el ser humano. En este caso, el habitante del Sumapaz que en los fríos balances del Banco Mundial aparece apenas como un escollo del que hay que salir. A como dé lugar. Si se puede por las buenas, por las buenas será. O si no…

No por cruel la anterior afirmación, es menos cierta. El ser humano, pero sobre todo el desposeído, el humilde asentado en un territorio propio pero que puede ser valioso para el capital, es casi un terrorista si no resulta funcional a los intereses de éste. Porque terrorista hoy, ya lo sabemos, puede ser quien se oponga al modelo único, hegemónico y globalizado del gran capital, así sea sólo moral esa oposición, es decir, un ejercicio de la libertad de conciencia.

Y nombramos el Banco Mundial no por prurito. Es que los megaproyectos en interés de las grandes corporaciones nacen de los estudios de esta dependencia que no tiene más que dar la orden. ¿No es acaso el banco que marca las directrices económicas y de desarrollo del mundo como agencia especializada que es de las Naciones Unidas, máxima autoridad en un mundo global? Sólo que en las Naciones Unidas no manda ningún ciudadano, éste no tiene audiencia, menos voz, un chiste sería decir que voto. Ni siquiera mandan los países. Sólo unos pocos, poquísimos. Y no estos como estados que representen los intereses de sus ciudadanos. Mandan las grandes corporaciones financieras e industriales… Que a su vez mandan en esos estados…

Si se tienen dudas de esto, véase el extraordinario y esclarecedor libro-denuncia de los poetas –¡sí, poetas!- e investigadores sociales Humberto Cárdenas y Álvaro Marín “La biodiversidad es la cabalgadura de la muerte”, el cual, como cualquier texto de alta alquimia, devela las aleaciones que se dan y las transmutaciones secretas tras el oro de la cooperación internacional, la biodiversidad, el desarrollo sostenible, la producción racional y la diversidad cultural. Todas bien batidas, sí, en la retorta de la ayuda humanitaria.

Lo anterior someramente lo explica todo sobre la criminalización de la población del Sumapaz y aun de esa misma tierra, de ese nombre alegórico y poético. Y explica lo que se anuncia, y lo que se viene. Lo de la lucha contra el terrorismo, lo de la "seguridad democrática" aplicada en ese territorio, lo de la necesidad de “taponar” a Bogotá por ese lado de la inminente toma por las FARC, lo de que “ni un metro cuadrado del territorio patrio vedado a la Fuerza Pública” y demás imposturas del discurso que esconde lo inconfesable: que Sumapaz ya está entregado, Sumapaz ya está vendido, Sumapaz va a ser un gran negocio de empresas multinacionales con cuya agua se enriquecerán y también -en menor grado- unos pocos socios nacionales.

Sólo falta sacar a su gente, “y ya lo estamos haciendo” se dice en los conciliábulos del poder económico y militar encargado de la tarea, el Ministerio de Agricultura, del Medio Ambiente –sobre todo éste, ¡ver para creer!-, el nefando Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder), el Ministerio de Defensa, la Brigada 13 del Ejército. Cómo será ello, lo dice con enormes letras de espanto la historia de oprobio de Colombia de los últimos 60 años, o si se quiere, la más cercana y que vivimos, la de los últimos 30 años.

¿Qué fue la historia de horror del Urabá sino la de la necesidad de despojar de sus tierras a esos colonos e infelices que se asentaron allá huyendo de ancestrales violencias, todo en aras de hacer los grandes emprendimientos agroindustriales de la palma aceitera y del banano con la tenebrosa Chiquita Brands a la cabeza? ¿Y qué fue la “gloriosa” pacificación de Arias Cabrales y Rito Alejo del Río sino la coronación del propósito de obtener la tierra a toda costa, llámese esta costa baño de sangre o el piadoso “simple” desplazamiento?

Y qué fue la historia del Cacarica en el Chocó y de los territorios ancestrales con título colectivo de origen constitucional de las cuencas del ríos Curvaradó y Jiguamiandó? Idéntica. No hay que volver a contarla. Tierra para las transnacionales, tierra para los grandes emprendimientos agroindustriales exportadores, mineros y energéticos que diseñó el Banco Mundial como fórmula “para que salgamos del subdesarrollo”. Es decir, además nos hacen un favor. Claro, hay algunos sacrificados, algunos desplazados, algunos asesinatos, algunas masacres, pero bueno…

Y ¿qué fue la historia de Urrá y el sacrificio de las comunidades indígenas dueñas desde siempre de sus territorios –antes de que llegara España- cuyos miembros en proceso de extinción piden limosna en las calles de Bogotá? Y el sur de Bolívar y el oro de sus entrañas? Y qué la de Cajamarca, donde el anuncio del oro fue uno con el ciclo paramilitarismo - masacres - militarización - ejecuciones selectivas - falsos positivos, en pos del final feliz de la tierra libre de estorbos –de ocupantes-, para el destino que el orden económico mundial y la munificencia de la naturaleza le signó?

Y cuando se pacifica la zona, cuando ésta ya es un cementerio -los habitantes que no reposan en éste deambulan por las grandes ciudades con su cartelito “somos desplazados”-, el Gobierno y la Fuerza Pública dan el parte de victoria y reclaman los galones del triunfo contra los violentos: los habitantes que se murieron y los que se fueron. Y la tierra ahí, noble y generosa, abierta a sus nuevos amos albergando un orden impecable -un millón de colinitos de palma aceitera creciendo idénticos en sincronía ejemplar-, sin sindicatos, juntas de acción comunal, comunistas, indígenas, ni uniones patrióticas que incomoden.

Y ese orden triste de azucenas y formol, prudentemente guardado a cierta distancia por los fusiles oficiales, siempre dispuestos a que ese logro tan difícil de conseguir no vaya a ser perturbado por los siempre al asecho enemigos de la paz, el desarrollo y sobre todo, de la inversión extranjera y su carnal confianza inversionista. El mismo discurso – idéntico- al de los Castaños, los Mancusos, los Macacos. No por casualidad, las grandes plantaciones de palma sobre esas despojadas tierras, pertenecen abiertamente a los capos paramilitares, sus familiares y testaferros.

Denunciar entonces que ello es lo que se cierne sobre el bucólico páramo del Sumapaz, la localidad 20 de Bogotá, y sus habitantes: la ya transitada historia de la pacificación por la Fuerza Pública del Urabá, Cacarica, Jiguamiandó, el Catatumbo, el valle del río Cimitarra y demás regiones de rica vocación agrícola; de los enclaves petroleros de Arauca y Cusiana, de las zonas mineras del sur de Bolívar, Cajamarca y nordeste antioqueño y de los territorios de los grandes proyectos energéticos como los Urrá I y II.

Y emplazar al Gobierno Nacional y al mismo alcalde mayor de Bogotá, a que respondan si lo que en este llamado se denuncia, es o no lo que está sentenciado para el Sumapaz desde los grandes centros del poder mundial.

Fuente: Prensa Rural

Temas: Defensa de los derechos de los pueblos y comunidades

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