Un puñado de empresas controla la industria alimentaria

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La diversidad de marcas comerciales que encontramos en los supermercados es propiedad de un puñado de familias que practican un inconstitucional oligopolio o cártel.

La diversidad de marcas comerciales que encontramos en los supermercados, tanto en Paraguay como en cualquier otro país, da la impresión de que el dinero del grueso de la población se destina a muchas empresas diferentes, pero ése no es el caso, porque la gran mayoría de esas firmas es propiedad de un puñado de familias que practican un inconstitucional oligopolio o cártel.

Esa concentración es dañina por varias razones, entre ellas por su incidencia determinante en la vida política y revela un apoderamiento injusto que, entre otros efectos, reniega de la libertad empresarial y de mercado, tan caras al modelo económico imperante en nuestro país.

El influyente New York Times publicó días atrás que la transnacional Unilever ha admitido que incursiona en sobornos y coimas, o en “la facilidad de pagos” a miembros de gobiernos en algunos países en desarrollo, al tiempo de declararse enemigas de esas prácticas, pero que lo hace porque es tolerado como una “costumbre local”, donde los políticos son corruptibles.

Esa práctica es generalmente ilegal, producto de la connivencia, cercana a la prostitución, como se descubrió hace un año, cuando Procter & Gamble fue declarada culpable de un cártel que fijaba los precios en Europa, y fue penalizada a pagar 211 millones de euros de multa, junto a la Unilever y Henkel, la más pequeña de las tres, que fue la que denunció al grupo.

Los beneficios de estas empresas son gigantescos y ello se convierte rápidamente en poder político, porque han devenido grupos de presión bien financiados y organizados, que constantemente hacen esfuerzos para aprobar o bloquear proyectos en los parlamentos.

La industria alimentaria desarrolla estrechos contactos con las cúpulas del poder a todos los niveles, tanto internacional como nacional y local, e invierte grandes sumas en las campañas electorales, apoyando a candidatos políticos de casi todos los partidos.

Es ingenuo creer que los grandes consorcios mercantiles invierten dinero sin esperar nada a cambio, tales los casos de la Kraft, que en 2010 destinó varios millones de dólares en contribuciones a los candidatos políticos de Estados Unidos, al igual que la Nestlé, que sólo en California donó 300.000 a la campaña de Schwarzenegger, quien confesó que el criterio de las ganancias es el que prima.

En la óptica empresarial tiene sentido, pues sólo buscan la rentabilidad, sin importarles entrar en conflicto con los intereses de la población, problema que es esencialmente político, tanto para solucionarlo como para preservarlo, en un asunto grave para la democracia, la cual debe funcionar sin presiones compensatorias, anteponiendo a todo el factor del bienestar de la gente, en particular en lo referente a los servicios, como el de la salud pública.

La omisión del registro del etiquetado de los productos que se ofrecen a la población conteniendo organismos genéticamente modificados (OGM) es un ejemplo de la complicidad que existe entre supermercadistas y autoridades estatales, lo cual constituye corrupción y reclama la intervención judicial.

Hace 10 años, el Estado de Oregon, EE.UU., intentó infructuosamente introducir una legislación para exigir a las empresas que revelaran los productos conteniendo transgénicos, lo cual no significaba prohibir los OGM, o incluso reducir su uso, sino que lo correcto es informar a los consumidores de su presencia en los productos comprados, y darles la opción de comprar o no.

La salud pública no es parte de las preocupaciones de los oligopolios de los alimentos, como quedó demostrado en 2005 en Francia, cuando casi todas las empresas transnacionales del sector se unieron para ejercer presión sobre el gobierno, e impedirle adoptar una ley que debía prohibir los refrescos y aperitivos en las expendedoras de “comida chatarra” en las escuelas, y para que se modificara los contenidos de la publicidad.

Peor aún, a pesar de que estudios de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el UNICEF indican que el uso de un sustituto de la leche materna en la alimentación de los bebés contribuye a la muerte de 1.5 millones de niños cada año en los países subdesarrollados, la Nestlé, el mayor fabricante mundial de esos productos, promueve abiertamente la posibilidad de utilizarlos, incluso si la madre es capaz de amamantar, para lo cual está dispuesta a financiar clínicas médicas con el propósito de promover la leche materna substituta, práctica directamente responsable de la mala salud de millones de niños en el mundo.

Asimismo, ninguna sorpresa es que Procter & Gamble presionó y logró debilitar a los proyectos de las leyes europeas de medio ambiente en el área de productos químicos, imponiendo la legislación final de 2003 por el Parlamento Europeo, que protege a muy pocos ciudadanos y el medio ambiente de sustancias tóxicas en productos para el hogar, satisfaciendo la producción más barata posible en corto plazo, con el daño subsiguiente para todos los seres vivos.

El mercado, controlado por un pequeño número de patentes, también viola la libertad de empresa al plantar “barreras de entrada”, es decir, imposibilitar el ingreso de la competencia, incluso de productos sobre los cuales no ejercen dominio, que van al fondo de las estanterías, porque los lugares bien visibles están reservados para las transnacionales.

Quizás la resistencia más importante viene del movimiento ecologista, que en 2001 denunció que la Kraft estaba invirtiendo fuertemente en el negocio de presionar al gobierno de Bush para hacer campaña contra el Protocolo de Kyoto, y en China la PepsiCo y la Nestlé fueron condenadas por contaminar cursos de agua.

Unilever, por verter ilegalmente 7.4 toneladas de residuos con mercurio, en la entrada del bosque de Shola Pambar en la India, justo al lado de una ciudad con alta densidad de población, se vio obligado a cerrar la planta.

Igualmente, la mayoría de esas grandes empresas que operan en varios campos están en el centro de resonantes escándalos, como el de 2005, cuando la Nestlé encabezó un operativo de tráfico de niños, traídos a Costa de Marfil desde los países vecinos para trabajar en las plantaciones de cacao utilizados por la empresa, como en EE.UU., donde fue acusada de complicidad en la esclavitud, el secuestro y la tortura de los niños en varios países de África occidental.

Nestlé, al igual que la Coca-Cola, aparecen también complicadas en asesinatos de dirigentes sindicales, tras denunciarlas por cambiar el etiquetado de la leche en polvo importada y utilizar agua corriente para cargar gaseosas en botellas sin desinfectar.

La comida es un gran mercado: cada uno de nosotros debe comer para mantenerse con vida, y es un error creer que el impacto que cada uno de nosotros tiene en esta industria es mínimo, pues alcanza con calcular la cantidad de dinero que los pueblos gastan en alimentos al año y, a simple vista, parece que no hay alternativa a ello.

Sin embargo las hay, aunque requieren un esfuerzo adicional, sobre todo para hacer una pequeña investigación sobre el origen de los productos más vendidos y las empresas fabricantes, la publicidad que las anima y el monto aproximado de lo que levantan por centro de expendio, para luego poder imaginar y organizar un veto que comenzará individual, luego familiar y finalmente colectivo, aunque de repente puede hacernos creer que cambiará por completo nuestros hábitos en un instante. Sin embargo, esa reacción simplemente no es realista y no debe constituir un obstáculo.

No nos dejemos manipular por la publicidad, porque es a través de la ignorancia que estas empresas logran tener un gran poder.

E’a, Paraguay, 2-5-12

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