Biocombustibles, versión actualizada del granero del mundo

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De acuerdo con un informe de la organización Worldwatch, para llenar el tanque de un automóvil de 94,6 litros con etanol -hecho a partir de maíz-, se necesita una cantidad de granos equivalente a la que requiere la alimentación de una persona durante un año

Esta solución, al menos parcial, a la tragedia que representa la limitación del petróleo como recurso no renovable, tomó cuerpo al descubrirse que los alimentos no sólo alimentan a los seres humanos sino que además tienen la capacidad de alimentar maquinarias. Sin embargo, esta solución comporta una nueva amenaza a nuestra ya degradada soberanía alimentaria.

Que hace tiempo dejamos de comer lo que queremos, no es una novedad. Sí, quizás lo son los sofisticados mecanismos ocultos que operan sigilosamente condicionando y predestinando nuestras elecciones alimentarias, con garantizada efectividad.

Ya lo menciona en su brillante libro el activista británico Raj Patel “Obesos y famélicos. El impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial” al destacar la paradoja que, aconteciendo en el mundo la mayor producción alimentaria, hay récord de hambrientos. Según el último informe de la FAO -Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación- estos ya son más de 1.000 millones. Y una de las manifestaciones de esta contradicción es la coexistencia de obesos y desnutridos en un mismo lugar, la convivencia hombro con hombro de la escasez y la abundancia, como síntomas opuestos de una misma enfermedad. ¿Las raíces del problema? Haciendo un análisis estructural podemos ver cómo el actual modelo de agricultura y alimentación es completamente injusto, y que la pobreza es la limitación más importante e inadmisible del acceso alimentario. Es decir, operan estructuras y sistemas macros que determinan quién come y qué comer -el que llega a hacerlo y privilegiadamente eligiendo qué llevar a su plato-.

Es oportuno refrescar -para los hábilmente olvidadizos- que la “soberanía alimentaria” es precisamente uno de los remedios políticos necesarios para matar la garrapata dejando vivo al perro. Si nos alimentásemos revalorizando nuestras pautas culturales, optando por los productos locales brindados por esta bendita tierra fértil, si utilizáramos sistemas productivos sustentables, los alimentos serían más accesibles para todos. La producción local de alimentos puede ser una solución más justa y sostenible; además, supone un apoyo para las economías locales, por supuesto en un marco de profundización de la democracia.

Primero fue el proceso de sojización que inició la Argentina en las últimas dos décadas, y que es la expresión de un modelo de homogeneización del paisaje agrícola, con una superficie total del país cultivada con soja en el 2006 del 50 %, cifra que rompió el récord en dominio. Consecuencias: la afectación de la biodiversidad que determinó, por ejemplo, la pérdida de la diversidad genética de las papas cultivadas en Argentina. Ahora se trata de los biocombustibles, como modelo sofisticado de control de materias primas a escala global y dado que las fuerzas del mercado global controlan el suministro alimentario, la alimentación pasa a ser una cuestión política.

A principios del siglo XX, la Argentina tenía alimentos para calmar el hambre de la posguerra. Ahora, por nuestra condición de país en desarrollo, nos toca alimentar los deseos de grandes grupos financieros. En definitiva, seguimos siendo el mismo granero, pero ahora con fines que cotizan en Wall Street. Marc Blonde, sindicalista francés, expresó: “Hoy en día los poderes públicos, en el mejor de los casos, son solamente un subcontratante de la empresa. El mercado gobierna. El gobierno administra”.

Todo ello acontece en un contexto donde el alto precio de los alimentos llegó para quedarse, sin reparar en la desconfianza de citar cifras de organismos estatales inverosímiles, lo cual es contrastable con su vivencia y padecimiento cotidiano como consumidor. Algunas interpretaciones encuentran la causa en la reducción de la oferta mundial de algunos alimentos como el maíz y la caña de azúcar, destinada ahora a la producción de etanol.

El Instituto de Investigación de Políticas de Alimentación Internacional -Ifpri, siglas en ingles- ha realizado investigaciones que arrojan datos preocupantes sobre el potencial impacto de los biocombustibles. Se proyecta que dados los incrementos constantes del petróleo, el rápido incremento global en la producción de biocombustibles impulsará el aumento del precio de las semillas oleaginosas, por ejemplo, para el caso del maíz en un 41 % para el año 2020.

Los datos y la imaginación podrían llevarnos a describir un futuro al mejor estilo Ray Bradbury donde los humanos consumiríamos nutrientes sintéticos (ya no alimentos, si pensamos en su dimensión más plena que implica una fusión de fines biológicos, psicológicos y culturales) y los verdaderos alimentos serían consumidos por las maquinarias.

Es claro que los porotos no son para todos; Bernardo Kliksberg se encarga de ejemplificarlo y concluir “Argentina es el quinto productor mundial de alimentos. En el año 2002 exportó alimentos que podrían abastecer a 330 millones de personas, casi diez veces la población total del país. Sin embargo, en ese mismo año, se estimaba que el 20 % de los niños del área más poblada del país, Gran Buenos Aires y conurbano, estaban desnutridos. El derecho a la alimentación no estaba asegurado entonces en una de las mayores potencias alimentarias del planeta”.

María Celeste Nessier
Licenciada en Nutrición, magíster en Ciencias de la Nutrición con mención en Promoción de la Salud.

El Litoral, Argentina, 11-3-10

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