Efectos contaminantes. Entrevista a Andrés Carrasco

Idioma Español
País Argentina

Su nombre comenzó a circular por los medios en 2009, cuando se dieron a conocer los resultados de una investigación suya que presentaba evidencias de una relación entre la alteración en el desarrollo embrionario en anfibios y el potente herbicida conocido como glifosato. Este producto químico, que se utiliza para proteger los cultivos de soja, es el objeto principal, desde hace años, de denuncias de trabajadores rurales por afectar los embarazos y por un aparente incremento de casos de cáncer y otras enfermedades en poblaciones cercanas a las zonas de fumigación.

Andrés Carrasco es investigador principal del CONICET –del cual también fue presidente (2000-2001)–, profesor universitario y miembro de la Sociedad Argentina de Neuroquímica. Durante los 80 desarrolló diversas investigaciones en universidades de Suiza y Estados Unidos, y en los 90 regresó al país para continuar definitivamente aquí con su trabajo. Actualmente se desempeña como titular del Laboratorio de Embriología Molecular del Instituto de Biología Celular y Neurociencias de la Facultad de Medicina de la UBA.

–¿Cuál es el área de estudio de la embriología molecular?

–Es un entrecruzamiento entre el estudio de la biología molecular, la genética y el desarrollo embrionario desde el punto de vista embriológico. Es una historia que comienza a mediados del siglo XIX y llega hasta hoy. Cuando apareció la genética hubo una corriente, a principios del siglo XX, que estudió genéticamente algunos modelos embrionarios, especialmente en insectos, que se prestan para eso más que los modelos de vertebrados. Desde ahí sale toda una rama que se llama genética molecular, que trata de entender el desarrollo embrionario a partir de un ordenado y muy cuidadoso sistema de regulación de genes. En los 50 se va entendiendo qué es un gen, pero todavía no se habían aislado esos genes que son los que hacen posible la construcción de un embrión en su versión más básica; porque un embrión es algo más que un paquete de genes que se expresan en tiempo y espacio.

–¿Qué rol jugó en todo esto la biología molecular?

–En las décadas de los 70 y 80 del siglo XX, gracias a las técnicas que van apareciendo, la biología molecular resulta el gran disparador para poder aislar genes. Primero se empiezan a aislar genes comunes y muy sencillos, hasta que a mediados de los 80 coinciden en el Biocentro de Basilea algunas personas que empiezan a hacer lecturas conceptuales en el departamento de Biología del Desarrollo acerca de lo que la genética venía promoviendo hasta ese momento. Esas personas se empiezan a preocupar por aislar tales genes que, se pensaba, tenían que ver precisamente con el desarrollo embrionario. Esto da origen a una subdisciplina que es la regulación genética del desarrollo embrionario y que es la embriología molecular. O sea, en vez de ser vista morfológicamente, se comienza a tratar de entender la embriología a través de cómo los genes, en las etapas tempranas, empiezan a dar forma al embrión: dónde está la cabeza, la cola, si tienen extremidades, ojos y demás. Todas las estructuras de un organismo.

–¿Esa organización está pautada ya en la propia genética?

–Bueno, hay un ordenamiento, hay un programa. Se van disparando eventos genéticos desde el primer momento en que las dos células –la masculina y la femenina– en cualquier comunidad animal se fusionan y generan un embrión. De todas maneras hay muchas cosas que pasan que no tienen que ver con los genes. Tiene mucha importancia entender el proceso evolutivo, la filogenia (parte de la biología que estudia la evolución de las especies de forma global), etcétera. Los organismos están permanentemente sometidos al medio ambiente. Entonces, la manera en que el embrión se construye no es un programa aislado en un tupper sino que recibe impactos de otros factores: nutricionales, medio ambiente, contaminación y demás.

–Usted participó de algunos episodios clave en esta área de la ciencia.

–En 1984 probamos que ciertos genes de los vertebrados son muy parecidos a los de los insectos y cumplen la misma función. Eso fue importante no sólo por el descubrimiento en sí sino porque en definitiva fortaleció las teorías de la evolución que establecían que los organismos tenían programas, que todos los organismos estaban basados en los mismos programas, aunque fueran tan diferentes como insectos y vertebrados. En ese entonces yo estaba en Basilea y aislé uno de los primeros ejemplares de los genes.

–Se podría decir que este programa, como una computadora, si encuentra el entorno adecuado, se ejecuta.

–Dentro de los vertebrados hay muchas variaciones, pero, en el fondo, no son muy diferentes a las de los insectos. Por lo tanto hay un programa, que probablemente sea un programa muy amplio, una especie de organización –que está presente en distintas ramas evolutivas de animales– que tiene el genoma para expresar algunos genes. Incluso está en las plantas también. Es un proceso muy antiguo. Desde el punto de vista de la filogenia del proceso evolutivo ese programa tuvo su primera versión, digamos, hace 600 millones de años. Y los programas son muy básicos pero tienen siempre la misma lógica y son compartidos –en su mayoría– por todos los organismos animales, salvo los que, de alguna manera, son más antiguos que 600 millones de años.

–¿Qué lo llevó a relacionar el glifosato con malformaciones en el desarrollo embrionario?

–Desde nuestra perspectiva era casi trivial. Digamos, no requiere una gran elaboración. Ya desde que en 1984 en Basilea se hicieron esos aportes de los que hablábamos, uno viene preguntándose cosas. En aquella época –se tenía una visión casi ingenua– uno pensaba que si se conocía toda la genética molecular podría explicar las cosas que pasaban. Ahora eso ya es una idea muy vieja.

–Se refiere a cuando se estaba tratando de decodificar el genoma humano completo?

–Se creía que cuando uno entendiera todos los genes iba a entender toda la biología. Y, en este caso, iba a entender cómo se formaba un embrión. Bueno, ese optimismo no duró mucho, por lo menos en mí. Hoy muchos lo siguen considerando válido. Yo ya no lo pienso así. Es una ruptura epistemológica que tengo con la manera de comprender el objeto que me interesa. Ya no creo que estas tecnologías sean capaces de darnos respuestas totalizadoras. Así fui incorporando otras cosas. Antes yo hablaba de incorporar los conceptos evolutivos dentro del porqué del desarrollo embrionario, cuál es el rol de la evolución durante este proceso, porque sabemos que los saltos entre las especies se dan durante el desarrollo embrionario, entonces qué cambios suceden y, además, esos cambios a qué responden. Tengo un ejemplo fácilmente entendible: entre un chimpancé y un hombre la diferencia genética es de menos del 1%. No hay diferencia. Entonces hay otras cosas que tienen que ver con la forma de organización de los programas. Con los mismos genes uno organiza otras cosas. Esta reorganización permite saltos de especies, uno de los cuales termina en un chimpancé y el otro termina en un hombre. Son genéticamente muy parecidos pero organizativamente son muy diferentes. Ahora considero que hay aspectos evolutivos, tensiones medioambientales y una relación entre el desarrollo embrionario y el medio ambiente que es permanente. Si uno modifica el medio ambiente, éste modifica ese desarrollo embrionario, hace que haya variaciones. De ahí lo del glifosato.

–¿Cómo empezó esa investigación?

–En ese contexto, cuando se empiezan a hacer públicas las primeras preocupaciones en algunos lugares de Argentina, sobre todo el caso de las Madres de Ituzaingó (Barrio Ituzaingó Anexo, Córdoba), algunos medios y en particular algunos periodistas empezaron, no a denunciar pero sí a informar, acerca de que en algunos lugares del territorio argentino existían ciertas evidencias del daño que estaban provocando en poblaciones cercanas las fumigaciones con glifosato. Algunas de esas cosas me llamaron la atención porque tenían que ver con el desarrollo, con malformaciones, con abortos y con problemas de fertilidad. Nosotros teníamos un dispositivo modelo disponible y decidí hacer los experimentos con el glifosato. Si la gente dice que hay cosas que ellos están observando hay que dar lugar a esas experiencias empíricas, que son de un colectivo de vecinos que dicen «acá nos están pasando cosas». Y las Madres de Ituzaingó terminaron teniendo razón después de casi 10 años de denuncias, porque efectivamente había efectos contaminantes que han generado enfermedades crónicas. Digo, cáncer, linfomas, malformaciones, abortos, neuropatías y algunas otras que todavía no sabemos muy bien. Ya se sabrá en un futuro si hay una relación directa con estos contaminantes. Bien, se hicieron los experimentos y se mostró que tanto los herbicidas que se usan en el campo, como las drogas puras que traen esos herbicidas, producían malformaciones. Publicamos el trabajo Chemical Research in Toxicology en 2011, pero esto había sido dado a conocer en los medios un año antes, que es a lo que usted se refiere.

–¿Cómo fue el desarrollo de los experimentos?

–El desarrollo de la investigación es muy sencillo. Es tomar grupos de embriones de anfibios y de pollos y hacerlos crecer. Hacíamos diluciones en cantidades mínimas del herbicida comercial en el medio de cultivo donde crecen los embriones y sistemáticamente veíamos malformaciones. Después hicimos un experimento que se me ocurrió y me parecía importante porque en cierto modo era provocador. Uno nunca deja de pensar que esto viene de la mano de Monsanto o de sus hermanas y primas. No estoy estudiando un algoritmo matemático. Acá hay un contacto muy íntimo con cosas que no tienen nada que ver con la ciencia.

–Cuando dio a conocer esto se armó un gran revuelo, tanto en el ámbito académico como en el empresarial.

–Esta denuncia creó una situación de mucho nervio, no sólo de los productores sino de las transnacionales. Porque ese experimento demostraba que el glifosato era teratógeno (agente que puede inducir o aumentar la incidencia de las malformaciones congénitas). Que no era un accidente del agua, de la solución o de las botellas sino que el propio principio activo era teratógeno. Eso sí generó una reacción inusitada porque decían que no tenía nada que ver con la realidad. Un modelo experimental, en realidad, lo que hace es tratar de explicar la realidad. Estoy tratando de reproducir lo que se produce en el campo. Para mí era suficiente demostrar que en cantidades pequeñas había un efecto teratógeno y que eso podría ser una correlación con lo que se venía denunciando en los territorios donde se hacía aspersión de estas sustancias químicas. A fines de 2010 algunas personas en Europa hicieron una especie de estudio arqueológico de literatura y encontraron que ya en 1990 hay informes técnicos de las propias empresas cuando reportan los resultados toxicológicos a los gobiernos. En este caso al gobierno alemán, y la razón era que Alemania era la encargada de hacer el informe técnico toxicológico del glifosato ante la Unión Europea en el año 2002. Ellos reportan y «se comen» –o menoscaban o menosprecian– algunas informaciones que relataban malformaciones congénitas en ratones y conejos, dado que son éstos los animales que usan en sus laboratorios. Había malformaciones. Y lo que hicieron fue no darle importancia. Pero los registros están. Y debe haber más, seguramente, fueron disimulados y recién 10 años después alguien los encontró y dijo: «Ustedes ya tenían datos». Fue muy interesante saber que las empresas ya lo habían observado.

–A nivel independiente, ¿hubo algún tipo de investigación similar a la suya?

–Nosotros encontramos bibliografía para el trabajo. En Brasil había algunas investigaciones hechas en ratas que mostraban alteraciones. El glifosato es un teratógeno, sin duda, porque no se puede explicar lo que está pasando. Hay malformaciones y muertes de animales. Porque no solamente produce malformaciones sino que, en grandes cantidades, puede matar. El anfibio es una especie muy sensible; se la usa como una especie detectora de tóxicos. Desde hace mucho tiempo se los usa como indicador, como un biosensor de toxicidad. También existen estudios hechos en Francia que decían que tenían acciones biológicas sumamente preocupantes en células. Uno tiene un conjunto de evidencias y ahí aparece el principio precautorio: ante la sospecha hay que hacer estudios epidemiológicos y poner sistemas de contención que eviten que se siga produciendo más daño. No hay que seguir discutiendo si es verdad o mentira. Lo que hay que hacer es parar la mano y hacer estudios epidemiológicos. Acá hay que decir que hace muchos años que se están aplicando estos cócteles herbicidas –y en particular el glifosato– y está apareciendo esta enfermedad. Estamos en una zona epidemiológica.
No es un problema científico, sino que es un problema de otra índole, que es tan grande o más grande que el problema científico. Lo que hace la experimentación científica es refrendar o explicar lo que está pasando o lo que la gente dice.

Marcelo Torres

Fuente: Acción Digital

Temas: Transgénicos

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