Hacia una política científica y tecnológica propia, para un modelo alternativo en el marco de Unasur

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Para lograr un desarrollo inclusivo y sustentable de nuestra región necesitamos una ciencia y tecnología capaces de eludir las presiones e intereses de los grandes grupos económicos y de enfrentar proyectos ajenos a nuestras necesidades y metas. En otras palabras, que sirvan para la construcción de un modelo contrahegemónico al impuesto por los países centrales.

Por Sara Rietti

Dra. en Química UBA. Asesora del Rectorado UBA. Ex Coordinadora de la Maestría en Política y Gestión de la Ciencia y la Tecnología UBA. Miembro del Plan Fénix.

Para empezar a discutir cuáles son las condiciones necesarias para definir una política científica y tecnológica (CyT) para un modelo alternativo, tenemos que preguntarnos a qué modelo apuntamos. Para nosotros esto implica descartar la concepción de desarrollo hegemónica de los países centrales, que privilegia el crecimiento económico sin considerar cómo se distribuye la riqueza y cuál es el impacto sobre el medio natural.

En ese sentido nos parece que puede ser especialmente fructífero y revolucionario rescatar la concepción de “buen vivir” o sumak kawsay que inspira el hacer de los pueblos originarios de nuestra América, que lejos de la soberbia occidental, ponen en primer término la defensa del patrimonio ambiental como un bien colectivo que no se puede dilapidar y que debe preservarse para las generaciones futuras.

Recordemos en esta dirección que la ciencia y la tecnología no son variables independientes del estilo de desarrollo; esto se vincula a lo que Evelyn Fox Keller manifestó brillantemente cuando asoció las características de la emergencia de la ciencia occidental moderna a la expansión y consolidación del proyecto expansivo de Inglaterra.

Nuestro objetivo central es insistir en la necesidad de impulsar una ciencia y tecnología que sean coherentes con un estilo de desarrollo inclusivo y sustentable para nuestra región.

En este sentido nos parece relevante plantear la necesidad de promover una política CyT capaz de enfrentar el poder hegemónico de los países centrales que tienen en la ciencia y tecnología una herramienta poderosa de dominación.

Para ejemplificar hasta qué punto la adopción acrítica de un modelo que nos es ajeno puede dar lugar a situaciones paradójicas, siempre insistimos en la experiencia vivida en la década de los noventa, cuando, siguiendo la línea que trazara el “Consenso de Washington”, junto a un ataque sin parangón a la producción económica local, se asistió al auge y penetración de los criterios economicistas para la evaluación y caracterización de los más diversos sectores de la vida social del país, tales como la salud, la educación, o la ciencia y tecnología.

El modelo neoliberal que rigió en décadas pasadas, y que insidiosamente muchas veces se filtra en la presente, fue muy efectivo para cerrar una discusión seria que apenas había empezado a renovarse después de la dictadura militar. Haciendo que olvidáramos que en América latina se había cultivado un rico pensamiento sobre “Ciencia y tecnología”, “Ciencia y subdesarrollo”, “Ciencia y periferia”. Obviando también que pensadores como Jorge Sabato, Oscar Varsavsky o Amílcar Herrera, ya en los años sesenta y setenta del siglo XX, plantearon modelos alternativos de desarrollo. Por ejemplo, un “Modelo Latinoamericano” como opción frente a la propuesta del Club de Roma, o identificando diversos “Estilos de Desarrollo” que buscaban reflejar las características de una sociedad diferente; donde fueran ejes prioritarios la “educación para todos” y la participación, de modo que las decisiones sobre el futuro no quedaran sólo en manos de “expertos”.

Paradójicamente, estos planteos tempranamente anticipados por pensadores de nuestra región, hoy son los temas de mayor relevancia en el Primer Mundo; mientras que nosotros hemos pasado a “copiar” acríticamente cuestiones como los métodos de evaluación (en particular, el recuento de papers), entre otras cosas. En este marco y recuperando el análisis sobre las relaciones de poder que atraviesan la producción científica y tecnológica, hay que recordar que cuando los organismos correspondientes fijan prioridades y diagraman presupuestos, entran en juego tanto políticas explícitas como implícitas. En este sentido, no resulta exagerado afirmar que la pretensión de una evaluación con criterios pretendidamente “objetivos” ayuda precisamente a quitar visibilidad, a disimular, las políticas implícitas. Detrás de un propósito legítimo –como lo es el estímulo a la producción seria, de calidad–, muchas veces acechan, sin que nadie haga nada en particular más que aceptarlos implícitamente, los objetivos del proyecto hegemónico, que no sólo produce la mayor parte de la ciencia funcional a sus propósitos sino que, a través de su prestigio y colonización cultural, usufructúa la producción de los centros satélites.

Evidentemente, los grandes centros internacionales o multinacionales de investigación tienen todo el derecho a establecer su patrón de calidad. La cuestión es que, si nosotros lo adoptamos, junto con el certificado de calidad recibimos objetivos y valores. Recordemos que ciencia y tecnología son una construcción social, un producto cultural que mantiene relaciones esenciales, y no meramente accidentales o contingentes, con el contexto político-institucional en que se desarrollan. Son, sin duda, una admirable “construcción”, producto de un contexto histórico, funcional a un modelo crecientemente dominante que siempre nos dejó afuera, y sigue haciéndolo, y cuyos valores muchos de nosotros no compartimos. Porque junto a grandes éxitos cognitivos, y el desarrollo de bienes y servicios, sus resultados –cada vez mayor número de ricos más ricos; cada vez mayor número de pobres más pobres; cada vez un mayor, y ya indisimulable, desastre ambiental– nos aterran.

Se podría argumentar que cuestiones tales como el aumento de la brecha entre ricos y pobres o el agotamiento de recursos no son responsabilidad de la ciencia y la tecnología.

Pero afirmar esto sería no querer ver que la ciencia y la tecnología hegemónica son, y han sido, extremadamente funcionales y prácticamente irremplazables para un proyecto de concentración económica y de poder.

Ahora bien, ¿qué tenemos que ver con ese proyecto quienes pensamos críticamente la ciencia y la tecnología, quienes deseamos una sociedad más justa? ¿Qué parte nos corresponde, de modo ineludible, a la hora de definir una política científica y tecnológica? A este respecto, habría dos preguntas esenciales para responder: ¿Ciencia y tecnología para qué? ¿Ciencia y tecnología para quién?

Se trata de preguntas que colocan en un primer plano el tema de los objetivos últimos de la política científica y tecnológica, en el marco de un proyecto de país, en un contexto regional inédito. Preguntas que son, en más de un sentido, escandalosamente políticas en tanto ponen de manifiesto que la dimensión política no es exterior sino interna y constitutiva de la ciencia y la tecnología. Porque se trata precisamente de política en su sentido más amplio y estricto; “política”, en términos de relaciones de poder que atraviesan las prácticas sociales, en tanto lineamientos institucionales para la gestión de la ciencia y la tecnología. Más aún, es posible reconocer en la ciencia y la tecnología instrumentos únicos y de probada eficacia para las políticas públicas y, como tales, merecen y exigen una reflexión política que nos abre a nuevas preguntas. Entre ellas, si lo que se pretende es apuntar a una ciencia y una tecnología que multiplique nuestra capacidad de actuar en función de un proyecto de inclusión social y educativa, de priorizar la preservación de los recursos naturales del país, así como la salud y los derechos de las mayorías, por sobre los intereses sectoriales.

Sin dudas las preguntas que señalamos como ejes de una política científica y tecnológica nos obligan, a su vez, a preguntarnos si lo que se busca es apuntar a una universidad y a una ciencia y tecnología que multipliquen nuestra capacidad de sostener un proyecto de cambio, hacia una sociedad igualitaria, donde adquiera relevancia la preservación de nuestros recursos naturales, hoy particularmente amenazados por proyectos hegemónicos que no reconocen límites o diferencias. Es decir, una política científica y tecnológica que sea capaz de eludir las presiones e intereses de los grandes grupos económicos y de enfrentar proyectos ajenos a nuestras necesidades y metas; en definitiva, el ejercicio de una política científica y tecnológica que nos proponga el desafío de retomar el hilo de nuestra soberanía.

Fuente: Voces en el Fénix

Temas: Ciencia y conocimiento crítico

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