México: a siete años de la firma de los Acuerdos de San Andrés

Siete es un número cabalístico en muchas culturas. Para los nahuas habitantes del altiplano central de México desde hace más de mil años, el siete resume la transformación y al mismo tiempo involucra una inquietud respecto a los ciclos que se van cumpliendo

El 16 de febrero de 2003 se cumplen siete años de la firma de los Acuerdos de San Andrés. La elaboración de estos históricos acuerdos fue producto de un largo proceso que comenzó incluso antes del levantamiento armado del 1 de enero de 1994. Es decir, aunque estemos acostumbrados de ver los acontecimientos históricos como producto de la voluntad de un puñado de personas, la verdad es que México en sus diferentes regiones y sectores fue madurando convergencias y contradicciones que hicieron posible que el Estado mexicano, representado por el gobierno federal, el gobierno estatal y legisladores de los poderes legislativos federales y estatales, firmaran con la representación de un Ejército insurgente, mayoritariamente indígena, un documento sobre la necesidad del reconocimiento y ejercicio pleno de los derechos y la cultura indígena en nuestro país.

Quizás el núcleo más importante de los Acuerdos de San Andrés son la serie de principios fundamentales mediante los cuales se haría posible la construcción de una nueva Nación, pluriétnica y multicultural, como desde 1992 reza la Constitución mexicana. Estos principios son:

1. La Participación, como una fórmula para garantizar que tanto en la elaboración, como en la ejecución y evaluación de cualquier política pública se incluyeran las voces y los esfuerzos de todos los interesados, pero sobre todo de los directamente involucrados, beneficiados o afectados.

2. La Pluralidad, para impedir la exclusión de quienes aún siendo mayoría, o sin importar que tan pequeña minoría fuesen, queden fuera de las decisiones que los involucren en su vida y en su futuro.

3. La Integralidad, para construir propuestas y alternativas de solución que trasciendan lo parcial y urgente, aspirando la edificación de programas integrales de desarrollo en todos los órdenes de la vida social, cultural, política y económica de la región y de la nación.

4. La Sustentabilidad, como una necesidad de valorar la preservación de los recursos naturales y la calidad de vida para todos los seres de nuestro territorio, y

5. La Libre determinación, que para los pueblos indígenas se expresa a través de su demanda del reconocimiento de la autonomía como una forma de organización política y social, pero que para toda la sociedad nacional representa la posibilidad de ampliar los horizontes de cada uno de los principios fundamentales de una nueva relación entre cada uno de los sectores sociales.

En efecto, construir una nueva relación entre el Estado mexicano, los pueblos indígenas y la sociedad nacional, es el objetivo fundamental expresamente declarado en los Acuerdos de San Andrés y que después fueron traducidos en la hasta ahora malograda Iniciativa de Reforma Constitucional elaborada por la Cocopa en noviembre de 1996.

Luego de largos años de distancia y amargas experiencias, el reconocimiento de los derechos indígenas sigue estando pendiente. Son once años de la vigencia del Convenio 169 de la OIT en nuestro país, y el derecho de los pueblos a una consulta adecuada y suficiente en asuntos que directa o indirectamente les afectan, consignado en su artículo sexto, sigue siendo letra muerta, suplantado por eufemismos y mascaradas.

Pese a que vivimos en una de las naciones con mayor diversidad cultural del planeta, el respeto, libre ejercicio y desarrollo de nuestras culturas sigue en el torbellino de la homogeneización de la cultura dominante.

Sin duda se trata de un proceso largo y lento, pero que desde aquel 16 de febrero de 1996 cuenta con nuevas bases para que los gobernantes, la clase política y sobre todo nuestros pueblos, nunca olviden que hay alternativas posibles, construidas desde las bases y en las mesas de negociación. Que las etiquetas de la radicalización, el antagonismo, la subversión del orden establecido, quedan muy reducidas cuando de transformar las mentes y corazones de una nación se trata.

Actualmente en las regiones indígenas del país se viven condiciones de vida que no son el prototipo imaginado en los Acuerdos de San Andrés. Ni siquiera se parecen a los ideales de las plataformas políticas de partidos y gobiernos de diferentes colores: El Trabajo de las comunidades agrarias se va transformando dramáticamente por la presencia de miles de maquiladoras que de la noche a la mañana se levantan en donde antes había campos de cultivo, y donde antes había campesinos comienzan a conformarse ejércitos de obreros no calificados. Pero al cabo de unos cuantos años, e incluso meses, esas mismas maquiladoras vuelan, huyen a otros paraísos fiscales a miles de kilómetros del lugar, dejando un escenario de mayor pobreza y acumulación de rezagos sociales. En materia de vivienda, el hacinamiento, la falta de servicios públicos, la incertidumbre sobre la propiedad del pedazo de tierra en que se vive, son una constante en muchas regiones del país. En materia de salud las instituciones se esfuerzan en elaborar sesudos análisis sobre las causas de decenas y miles de muertes causadas por una enfermedad endémica: el hambre, la miseria, la marginación, el olvido padecido por décadas y siglos. Algo similar ocurre con la educación y la alimentación: por un lado se explotan los conocimientos de las comunidades sobre el entorno y los recursos naturales, se explota su fuerza de trabajo y su propia tierra, pero se excluye de la escuela la tradición propia y a la construcción de una ciudadanía plural, todo viene de afuera, hasta los hábitos alimenticios, la forma de vida, la aspiración a ser lo que nunca hemos sido.

Aun ahora sigue siendo un reto la construcción de una nueva relación entre las misma sociedad que ha comenzado a reconocerse plural, diversa, con potencialidades probadas, lejos de las estridencias de la clase política, pero también cerca de experiencias dolorosas en su enfrentamiento con poderes locales, regionales y hasta transnacionales.

La organización desde abajo se nutre de la cultura comunitaria de pueblos y comunidades, pero también se enfrenta a la cultura excluyente propia de cualquier lucha ideológica contemporánea. Ante el enorme reto de auto transformarse, la sociedad mexicana actual no tiene referentes sólidos que apunten a las alternativas que está buscando desde hace años. Ya sea por el desprestigio de los partidos políticos, ya sea por la radicalización y consecuente aislamiento quienes los denostan, la articulación, organización, estructura y programa verdaderamente amplios, incluyentes y autónomo, aún están por venir.

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