Organizar la vida en común en el Antropoceno

Idioma Español

"Pensar una nueva Constitución, implica un proceso complejo y valiente que sitúe como principio político la ética del cuidado, entendido no como una carga, sino como una condición inherente a la vida para mantener los vínculos y la cohesión. Un cuidado entendido como la capacidad y la voluntad de hacerse cargo de la continuidad de la existencia digna que es la forma más noble de amor."

Situar la existencia inmanente y vulnerable como sujeto protagonista del contrato social es una tarea pendiente.

Una constitución, dicho en términos de andar por casa, no es más que el conjunto de reglas que permiten articular la vida en común de grupos de personas que habitan un territorio concreto. Las constituciones son hijas de su tiempo y fruto de las correlaciones de fuerza y equilibrios de poder que se dan en cada momento. Deben responder a las tensiones y problemas de cada época.

Desde 1978 hasta hoy el mundo ha cambiado brutalmente. Por cambiar, hemos cambiado hasta de era geológica. Ya no estamos en el Holoceno, sino que hemos transitado al Antropoceno, época caracterizada por el agotamiento y declive de recursos como el agua dulce, la energía, la pesca o los minerales y por el cambio en las reglas del juego que organizan todo lo vivo.

Si el propósito de un documento constituyente fuese –como debe ser, a mi juicio– garantizar que todas las personas puedan mantener las condiciones de vida que aseguren la satisfacción de sus necesidades (existencia física, refugio, participación, relaciones significativas, capacidad de influir, etc.), conviene tener “normas humanas” que no se desarrollen en contra de lo que nos permite estar vivas.

Somos una especie que vive inserta y forma parte de en un medio natural que proporciona todo, absolutamente todo, lo que se necesita para satisfacer las necesidades: oxígeno, fotosíntesis, energía, agua, polinización, bosques, minerales, etc. Estos bienes-fondo no son utilizables directamente por los seres humanos, sino que los metabolismos económicos interactúan con ellos para obtener los bienes y servicios. Estos bienes-fondo y ciclos tienen límites –ya sobrepasados– y no son fabricados ni controlados a voluntad por los humanos.

La ecodependencia tiene tres derivadas importantes que no tiene en cuenta la Constitución española –tampoco la mayor parte de las constituciones del mundo.

La primera es que el territorio no es solo el decorado en el que vive una comunidad. No es solo el soporte que pisamos, delimitable a través de una línea más gruesa en un mapa o de una valla física. El territorio es un tejido vivo, que se autoorganiza, en el que la vida se reproduce y cambia. Dado que la economía es un subconjunto de ese proceso vivo y no al revés, conviene que las constituciones blinden y protejan, no tanto la propiedad, sino el mantenimiento de los bienes comunes limitados y parcialmente agotados del territorio, que para que puedan ser de todos, precisan no ser de nadie.

En segundo lugar, hay que tener en cuenta que un territorio nunca está aislado, fenómenos como el cambio climático, la contaminación o el declive del agua dulce no conocen fronteras.

Además, los países llamados desarrollados, mantienen físicamente sus economías con cargo a los bienes y recursos de otros territorios. En concreto, en nuestro país el 80% de la energía utilizada y el 75% de los minerales proceden de otros países. Tenemos una profunda dependencia material de los países africanos y de América Latina, donde existen guerras formales e informales por los recursos que expulsan a pueblos enteros del lugar que habitan. Si hablamos de comida, utilizamos el doble del territorio español para generar los alimentos que comemos.

Nuestro principal déficit no es la deuda que se apresuró a “constitucionalizar” el artículo 135. Nuestro gran déficit, injusto para otros territorios y peligroso para todas las que vivimos aquí, es el físico y territorial causado por un modelo de producción y consumo incompatible con nuestra propia base de recursos.

Pero además, las personas no podemos existir si no se garantiza y protegen los vínculos y relaciones (infancia, vejez, enfermedad, diversidad funcional, momentos críticos vitales, etc.) necesarios para asegurar la supervivencia de los cuerpos vulnerables y finitos en los que se encarna la vida humana.

No existen los individuos completamente autónomos, sino que todas las personas somos interdependientes entre nosotros. Quienes se han ocupado históricamente del cuidado de los cuerpos han sido las mujeres, no porque estén mejor dotadas genéticamente para hacerlo sino porque vivimos en sociedades patriarcales que asignan de forma no libre estas funciones a través de mecanismos económicos, simbólicos y políticos, ocultando e invisibilizando la importancia vital de estas funciones. Nuestra Constitución también lo hace.

Por ello, parece razonable organizar los principios constituyentes alrededor de la sostenibilidad de la vida, máximo cuando el Antropoceno, la crisis de reprodución social y el cambio en las pirámides demográficas ponen en riesgo precisamente las condiciones vitales de las personas más precarias.

Los principios contituyentes deben empaparse de la consciencia de que la vida humana no se sostiene sola. Hay que mantenerla intencionalmente, interactuando con el medio natural y sus bienes fondo y garantizando el mantenimiento de las tareas de reproducción cotidiana y generacional de la vida. A eso le llamamos “poner la vida en el centro”. Es importante entender que para que exista producción, entendida en incremento de los agregados monetarios hay una precondición que es la producción de vida, cuya lógica se apoya en las leyes de la naturaleza y en la ética del cuidado y no en la maximización de las ganancias.

Históricamente el sujeto político que suscribe el contrato social es un sujeto abstracto, pretendidamente autónomo, que no existe y solo es viable en la medida que en espacios ocultos (doméstico, territorios, otras especies, espacios colonizados) otras se ocupan de sostener la vida. Esas vidas, invisibilizadas, subyugadas pero imprescindibles, de facto, valen menos. Situar la existencia inmanente y vulnerable como sujeto protagonista del contrato social es una tarea pendiente.

¿Qué principios podrían sustentar una constitución a la altura de los tiempos?

– El sentido y orgullo de pertenencia a una comunidad que se cuida y que vive de lo que sus territorios proporcionan. Esto supone sustituir un concepto sagrado, excluyente y normativo de Patria o de Familia que apela a las emociones más violentas, pero que vende sin vacilar la tierra, los recursos o el litoral, abandona y culpabiliza a las personas que sufren precariedad vital y se desreponsabiliza del cuidado de los cuerpos. El enfoque de la sostenibilidad de la vida cuestiona, también, un concepto cristalizado y rígido de soberanía que solo puede ser entendido si se cree que la vida humana “flota” al margen de la materialidad de la tierra y los cuerpos y propone revisarlo en términos de autonomías interdependientes.

– Desbancar la creencia y sentimiento de que solo necesitamos dinero y, de paso, la lógica sacrificial que defiende que merece la pena sacrificar cualquier cosa (territorio, derecho al cuidado, derecho a la vivienda, a la energía o a la alimentación, libertad de expresión) con tal de que la economía crezca. La economía decrecerá materialmente por las buenas o por las malas y conviene encarar un reajuste valiente, decidido y explicado del metabolismo social de forma que quepamos todas las personas y se frenen los procesos de expulsión. Los textos constituyentes deben construir una racionalidad económica alternativa conectada con las necesidades y los límites físicos.

– Proteger los bienes comunes (agua, tierra fértil, energía, etc.) y garantizar el acceso a ellos de forma sostenible y equitativa para todas las personas.

– Situar la seguridad de todas las personas como prioridad. Implica disputar la noción de seguridad, con frecuencia confundida con el blindaje de las élites. Supone, más bien blindar el derecho a la vivienda, la educación, la libertad de expresión, y en general de todas las necesidades cuya carencia impide tener vidas dignas.

– Establecer, además de los derechos, un sistema de obligaciones. La vida requiere relaciones recíprocas de cuidado. Las mujeres no son la únicas que tienen que prestarlos y, por ello, es preciso repartir las obligaciones que comporta tener cuerpo y ser especie.

– Garantizar una salud integral que pasa por respirar aire limpio, comer alimentos de calidad, una habitabilidad digna, capacidad de decidir sobre la propia vida y el propio cuerpo, tiempos para las relaciones significativas y para poner en marcha proyectos y deseos propios.

Pensar así una nueva Constitución, implica un proceso complejo y valiente que sitúe como principio político la ética del cuidado, entendido no como una carga, sino como una condición inherente a la vida para mantener los vínculos y la cohesión. Un cuidado entendido como la capacidad y la voluntad de hacerse cargo de la continuidad de la existencia digna que es la forma más noble de amor.

Decía Walter Benjamin que prender la revolución consistía en activar el freno de la maquinaria desbocada de la historia y el progreso en el capitalismo. Creo que para activar esa palanca es preciso desprenderse de esa heroicidad viril que enaltece morir o matar por cualquier causa. Hoy la causa es la propia vida y, por tanto, el amor, entendido como ese esfuerzo constante, radical y apasionado de mantener vidas justas y dignas, es el aliento que debe impulsar el intento de organizar la vida en común.

Por Yayo Herrero - Activista y ecofeminista. Antropóloga, ingeniera técnica agrícola y diplomada en Educación Social. 

26 de noviembre, 2018

Publicado por:  Revista Contexto

Temas: Crisis capitalista / Alternativas de los pueblos, Ecología política

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