Un piedra habla por los lados de Chivacoa
En la comunidad La Laguna, frente a la montaña de Sorte, hay una roca en la que el arte rupestre de fe del paso de nuestros ancestros por las tierras de Yaracuy.
El petroglifo tiene por medidas 1,50 metros aproximadamente de ancho, por unos 70 centímetros de alto. Es visible en una peña de considerable tamaño, incrustada en el paisaje, y que es mucho más grande que las marcas que exhibe. Se puede apreciar una especie de rostro en el medio con dos trazos a cada lado que terminan enrollándose en las puntas hacia adentro, lo que podría también tener un parecido con el de una mariposa si se observa desde unos metros más alejados. Según afirman los habitantes de la zona, algunos estudios hechos por antropólogos de la Universidad Central de Venezuela y la Universidad del Zulia, a esta imagen se le calculan unos setecientos cincuenta años desde su creación, aunque estos estudios son bastante “esquivos”, por no decir inexistentes.
Se escuchan en La Laguna, comunidad llamada por sus pobladores La Puente, algunos relatos que le atribuyen al pueblo caquetío tener el mayor número de habitantes en todo este territorio montañoso, y que este coexistía con otros pueblos como los coyones, cuibas y jirajaras, pero los glifos no se le atribuyen a ningún grupo específicamente. Es de resaltar que este tipo de rocas talladas, con rasgos que se repiten en otras locaciones, ocupan un territorio que abarca la Guaira, por los lados de Tarmas, y se extiende hasta más allá de la frontera de Venezuela con Colombia por los lados del estado Táchira, pasando por Aragua, Yaracuy, Lara, Barinas, Portuguesa, Cojedes y Apure.
“La diferencia entre estas marcas culturales está en que los jeroglifos pueden ser traducibles, porque son caracteres que representan letras o palabras específicas que se repiten y de las que se pueden precisar patrones de significados, mientras que los petroglifos son grabados que expresan una idea”, afirma Rubia Vásquez Castillo, quien realiza estudios antropológicos en el Museo Arqueológico de Quíbor, por lo que entender el contexto de lo que podría representar este petroglifo sería cuestión de estudios más profundos.
Entre los pocos registros científicos que se pueden encontrar, Trino Barreto, oriundo de Chivacoa y conocedor de su historia, facilitó un informe realizado por los antropólogos Lilia Vierma y Pedro Vivas, con fecha de 30 de abril de 2011, de un trabajo que no fue una investigación rigurosa, sino la experiencia de un taller que buscaba acercar a la población en la tarea de “identificar, registrar, proteger y promocionar” este hallazgo, impulsando la preservación del mismo. Ambos afirman que “Sería interesante ejecutar un proyecto de investigación puntual en este sitio, y rescatar información que a mediano plazo desaparecerá, considerando que la construcción de viviendas rurales es cada día mayor en el sector”.
Las huellas desde la oralidad
Cayetano Rojas nos recibe con una sonrisa y nos hace pasar hasta el porche de su casa. Luego nos invita a acercarnos al petroglifo que queda a unos 5 o 6 metros de la puerta de su vivienda, justo donde estuvimos preparándonos para la conversa. Con sus ochenta años, mantiene esa chispa que tienen los memoriosos y, sin demoras, se sienta al lado del grabado y comienza a narrar lo que sabe con la soltura de quien lo ha hecho muchas veces.
Según Cayetano, por esa zona vivió un cacique llamado Cuara (del que tampoco se encuentran registros históricos a la mano) y de quien se presume que descansa bajo esas piedras. A él se le atribuye la inscripción que, también presuntamente, dice: “Cuidado con mi tesoro”, lo que no se refiere a ningún tipo riquezas enterradas en el área, sino que tenía como intención no permitir que nadie pasara por su tumba. Cayetano cuenta que esas son las historias que le escuchaba a quienes habitaban esa zona, que eran en principio apenas tres familias, desde que él tenía tres años de edad y llegó con sus padres para habitar esas tierras.
También nos cuenta que cerca del lugar se encuentran tres monolitos o menhires que tienen 2,98, 2,94 y 2,92 metros de altura y están reunidos formando una especie de piedra dividida. Estos peñascos colosales representan un pacto que hicieron tres pueblos que habitaban el lugar con el fin de evitar conflictos en sus actividades de caza y recolección: “uno venía de allá (Cayetano señala con el dedo en varias direcciones), otra por acá y otra por allá, y pasaban para acá para cazar los animales; esto estaba lleno de to’ tipo de animales, entonces pusieron esas tres piedras: que no se pasara nadie, porque si alguno se pasaba, tenía que pagar con un sacrificio. Arriba, pusieron como una batea arriba… de aquí no me pasen”.

Con lo esquiva que puede ser la historia, Cayetano narra más hechos que pueden ser evidencia de la presencia del paso de nuestros ancestros nativos y de su resistencia ante la arremetida de los conquistadores. Resulta que a pocos metros del petroglifo, en el mismo patio de Cayetano, se puede apreciar la entrada hacia una cueva; a pesar de que luce angosta, no hay dudas de que se puede introducir una persona fácilmente.
Nos cuenta que él y un sobrino comenzaron a limpiarla y pudieron adentrarse, según sus cálculos, a unos veinte metros por debajo del suelo rocoso, pero no quisieron seguir porque no divisaron el final del túnel, además de sospechar que podía haber culebras venenosas. Cuando en los años setenta fueron unos antropólogos, éstos le dijeron que no volviera a entrar allí ya que podían haber algunos objetos de valor histórico y antropológico, por lo que decidió no hacer ninguna otra incursión.
De manera que, apelando a lo aprendido desde su juventud por pobladores más antiguos que él, cuenta Cayetano que en esa cueva se escondían los indios cuando llegaban los “alemanes”, quienes no los encontraban por ningún lado. Estos relatos propios de la oralidad los heredó Rojas y los cuenta con una seguridad que convence, que explica lo que no se ha podido precisar sobre la historia de la resistencia indígena de la zona y sobre precisiones antropológicas que están pendientes, no solo en Chivacoa, sino en varios estados del país. Es común que estas marcas y expresiones indígenas de alto valor patrimonial estén ubicadas en patios de casas habitadas, sin el resguardo que debería brindárseles.
Entre otros hallazgos que se aprecian en el patio de Rojas, pudimos ver una laja, batea o metate que es muy común en otras zonas del país, porque tanto estas como los petroglifos, la alfarería y otros vestigios de las actividades de vida de nuestros ancestros poseen características que se encuentran dispersas a cientos de kilómetros de distancia entre sí. Esto hace presumir que quienes dejaron estas huellas como muestra de la manera en la que vivían por esta vasta zona, podrían haber sido nómadas o grupos de un mismo pueblo originario que se separaban y se movían asentándose en otras áreas.
Fuente: La Inventadera