Los 200 años del campesinado y los pueblos originarios en Argentina: el bicentenario subrepticio

Con las celebraciones del bicentenario se recordarán momentos fundacionales de la patria (grande y chica), y con ello es probable que se refuercen las posibilidades de denunciar y quizás revertir la invisibilidad y el olvido al que se ha relegado a quienes durante muchos años constituyeron la mayor parte del “pueblo”, y que lucharon y murieron por un proyecto de emancipación social que aun no se realiza.

Los indios, los gauchos, los “jinetes de la tierra” como decía José Hernández, y en general las poblaciones de la campaña de ese vasto territorio llamado Virreinato del Río de la Plata, protagonizaron desde 1810, en la guerra de independencia o en las montoneras federales, una gesta cuyos ecos aun nos animan, y se han amplificado actualmente en plena crisis del Estado moderno y del capitalismo como principales ordenadores de las relaciones sociales y satisfactores de las necesidades humanas.

Así como hoy los asambleistas de Famaillá llevan a cabo la defensa de su tierra y sus montañas contra el avance de la minería a cielo abierto, hace dos siglos los campesinos de esa misma zona de La Rioja luchaban por su territorio contra los terratenientes locales. Así como hoy los habitantes de Gualeguaychú se empecinan en proteger al Río Uruguay de los intereses de empresas transnacionales, los gauchos de Artigas recorrían una y otra orilla de ese río (orillas que entonces no eran ni argentinas ni uruguayas) combatiendo contra el imperio portugués y sus aliados porteños. En todos los casos lo que estaba y sigue estando en disputa es el control de los bienes naturales y las formas en que se elije vivir en un lugar. Pero pocos elementos ofrecen las historias oficiales para comprender continuidades y trayectorias de las poblaciones de la campaña y las pequeñas localidades. A lo sumo se las recuerda como masa anónima y bárbara seguidora de caudillos, o victimas ineludibles de un progreso tan despiadado como inevitable.

Aunque en ciertos ámbitos se reconozca las masacres perpetradas en las campañas del “desierto” y del “gran chaco”, las comunidades siguen siendo violentadas, como queda evidenciado cada vez que toman estado público situaciones similares a la que sufre la comunidad Mapuche Paichil Antriao, de Villa La Angostura, Neuquén (ver nota “Cómo barrer la historia con municiones”, 12/1/2010, diario Pagina 12), o cuando la violencia de terratenientes y fuerzas de seguridad pública o privada acaban con la vida de integrantes de comunidades indígenas como el reciente caso del asesinato de Javier Chocobar, de la comunidad diaguita de Los Chuschagasta, en 2009, Tucumán, o de José Galarza, anciano cacique wichi, en 2006, en Salta, entre otras. Y aunque el Estado reconozca la preexistencia indígena, los herederos de los pueblos indigenas se ven en la necesidad de demostrar, ante ese mismo Estado que despojo a sus abuelos, la autenticidad de su identidad para acceder a sus tierras.

Y esto solo por nombrar algunos casos de pueblos originarios que habiendo sobrevivido genocidios y despojos durante el siglo XIX y XX, siguen aun en el siglo XXI enfrentando las mismas condiciones que buscan su desaparición. Según datos del INAI (Instituto Nacional de Asuntos Indígenas), entre el período de la conquista europea, la colonia, y el proceso de conformación del Estado-Nación argentino fueron exterminados el 50% de los pueblos originarios de estas tierras. Otro tanto ha ocurrido con el invisibilizado campesinado argentino, sin derecho alguno a la tierra, tratado como una especie nonata para muchos académicos y jueces, y desconocido por los gobiernos. Según datos de los censos de población el éxodo rural entre 1947 y 1991, producido por la conjunción del proceso de industrialización en las urbes, presión empresarial y abandono estatal de la infraestructura para la vida rural, significó un decrecimiento poblacional de más de 100 personas por día, proceso que llegó en algunas décadas a representar la desaparición diaria de 70 familias rurales. Se trata de una “desatención” estatal grave pues viene acompañada de permanentes intentos de usurpación de tierras a manos de empresarios implicados en el poder político. Es un proceso de arrinconamiento y despojo que no cesa, como lo ha manifestado en estos primeros días de enero de 2010 el Movimiento Nacional Campesino Indígena a raíz de los intentos de desalojo en la localidad jujeña de Palma Sola, o como lo denunció ayer la Comunidad Qom Navogoh (La Primavera), en Formosa.

La “reparación histórica”, que se ha querido instalar, con el reconocimiento de la preexistencia de los pueblos originarios y sus derechos territoriales a partir de la reforma constitucional de 1994 y un conjunto significativo de leyes, no logra en general traspasar el plano formal. Sin embargo contra todo pronóstico, estas poblaciones siempre han estado activas en la lucha por su derecho a existir, siendo que en la actualidad campesinos, productores familiares y pueblos originarios se han reorganizado en casi todas las provincias del país.

Ellos, los descendientes de gauchos e indios, a pesar de ser hoy más numerosos que sus abuelos no significan más que el 10% de los habitantes de Argentina. No obstante sus ancestros hasta mediados del siglo XX componían cerca de la mitad de los habitantes del país, y a mediados del siglo XIX eran más del 70% de la población. Ellos eran “el campo”, y el campo era “el pueblo”. “El campo”, antes de significar el maridaje obsceno entre la Sociedad Rural (SRA) y Federación Agraria Argentina (FAA) para defender los intereses de los agronegocios, era para las elites sinónimo de enemigo interno, de indios y gauchos alzados, de bárbaros y salvajes que echaban por tierra los sueños de “orden y progreso”. Estas poblaciones significaron el principal obstáculo para el proyecto de las elites progresistas y capitalistas, un espectro invocado y luego sacrificado en el altar de la civilización moderna por los hechiceros de la patria minúscula.

Las elites que pujaron por una Argentina en términos de un proyecto de Estado centralizado y moderno presentaron su gesta como una guerra entre la “ civilización” y la “ barbarie” siendo la ciudad el asiento del primer vector y la campaña el del segundo. Las burguesías comerciales y los terratenientes construyeron y llevaron adelante su ficción histórica en clave de ciudad contra campaña. El texto de Domingo Faustino Sarmiento, “Facundo”, es parte del intento denodado de construir un relato de la Argentina en tanto resultado de la dialéctica ciudad-campo: de la técnica y la disciplina de los ejércitos de las ciudades, contra las pampas y llanos de las montoneras; del celeste y blanco de la justicia y la paz, contra el colorado y el negro de la sangre y la muerte; de la herencia del arte y la industria europea, contra el paganismo y la violencia propia de cosacos o tribus árabes; del parcelamiento alambrado y la agricultura intensiva, contra los desiertos o tierras sin límites. El mito de la Nación Argentina, el que se imaginaron y luego gestaron las elites progresistas, es una narrativa sobre la derrota que le infligió la ciudad a las masas de la campaña en los territorios libres y anárquicos (a los gauchos y a los indios).

La actual presencia campesina e indígena en Argentina, obliga a tender otra mirada sobre nuestra historia común, reinterpretarla. El activismo político que protagonizan hoy las poblaciones campesinas y los pueblos originarios interpela a la sociedad argentina toda, y por ende a su historia también. Un buen ejercicio para este año de 2010, si se quiere reivindicatorio del “grito de mayo”, bien podría ser darnos como pueblo el espacio y el tiempo para escuchar lo que están diciendo hoy todos aquellos y aquellas que, testimoniando los pasados ocultados y depredados, nos invitan a recorrer otros futuros posibles. Y esto es necesario no solo porque el daño no cesa y el rumbo debemos cambiar, sino porque hay mucho que aprender de quienes subrepticiamente vienen resistiendo desde siglos.

Las organizaciones de derechos humanos de nuestro país nos han enseñado que no hay olvido ni perdón que valgan para reconstruirnos como comunidad después del último genocidio, por eso se exige juicio y castigo a los culpables. Es hora de hacer valer esta consigna para que este bicentenario no celebre el despojo que aun persiste sobre las comunidades campesinas e indígenas y al contrario recupere las apuestas de liberación que se desataron con fuerza en aquel mayo mítico.

CEC - Comunidad de Estudios Campesinos

15 de enero de 2010

Temas: Defensa de los derechos de los pueblos y comunidades

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