Argentina: de la revolución agraria a la contrarrevolución monsantiana, por Alberto J. Lapolla

“Pero a quienes la crisis económica ha transformado en vendedores de agroquímicos les rogaríamos quitarse, por unos instantes, la camiseta de la empresa que les da de comer. Así, en lugar de arriesgarnos a un jaque mate colectivo podríamos terminar la partida compartiendo un mate criollo, en armonía con nuestra conciencia y la naturaleza de esta tierra generosa donde nos toca vivir”

En los años 70, Héctor Huergo era el ideólogo de los trotsquistas posadistas de la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de Buenos Aires, y acusaba al que suscribe -por entonces en las huestes de la Federación Juvenil Comunista- de reformista, por propiciar la reforma agraria (expropiación de los latifundios principalmente improductivos y su reparto entre la población laboriosa) y no la revolución agraria como él y sus compañeros proponían (estatización de toda la tierra y formación de empresas agrarias estatales). En algún sentido perverso cabría señalar que Huergo está triunfando en toda la línea. No logró la revolución agraria pero se puso a la cabeza de la contrarrevolución agraria y en lugar del monopolio estatal sobre la tierra -montado sobre la soja monsantiana- está ayudando a la mayor concentración privada de la tierra en Argentina desde los tiempos de la Enfiteusis rivadaviana: 6.200 propietarios concentran casi el 50 por ciento de la tierra. Cerca de 20 millones de hectáreas están en manos de las multinacionales (no serán empresas estatales argentinas pero cumplen un papel similar para los estados del Imperio).

Su consustanciación monsantiana es tan profunda que habla de “chacrers”, uniendo a los farmers norteamericanos con los chacareros argentinos. Basta señalar que los farmers son granjeros, el grueso de los productores de soja en Argentina de hoy son latifundistas, o empresarios ajenos al campo, los que son minoría en el campo de Estados Unidos. A pesar de la contrarrevolución reaganiana de los 80, el promedio de la superficie de las granjas en Estados Unidos es menor a las 200 hectáreas, mientras que en la Argentina actual el promedio se elevó a 538 hectáreas (en 1988 era de 470 hectáreas).

Por su parte, quien esto escribe fue derrotado en toda la línea por los terratenientes y las multinacionales que conformaron el nuevo bloque de poder triunfante desde marzo de 1976. Peor aún, la expresión “reforma agraria” ya no figura ni como una curiosidad de la paleopolítica. A pesar de ello, sigue sosteniendo que el enemigo de la nación y el pueblo es el mismo de los años 70, sólo que más concentrado, pero a diferencia del amigo Huergo, de ninguna manera se le ocurriría aliarse a él o mucho menos ser su principal gerente de promoción.

Si te escuchara León Davidovich...

Desde la dirección de Clarín Rural, Huergo -junto a otros revolucionarios de los 70, devenidos en apóstoles neoliberales como Héctor Ordoñez- es el principal ideólogo de la transformación del otrora granero del mundo argentino en la republiqueta sojera monsantiana a que nos conduce el monocultivo, arrasando nuestro suelo, nuestra biodiveridad y nuestra soberanía alimentaria.

Sorpresivamente, Huergo sostiene argumentos que rara vez un ingeniero agrónomo, con obligados conocimientos de ecología utilizaría: “Dejá a la soja tranquila. De eso viven millones de seres humanos, unos produciendo, otros transportando, otros desmontando y haciendo leña y postes en el NEA y NOA. No hables de ‘ecosistemas sensibles’ sin fundamento. La soja es una colonizadora, que crea pueblos, hace prosperar ciudades, rutas, camiones y camioneros, donde antes había un monte degradado por la ganadería”. (Comunicación al diputado Mario Cafiero, noviembre de 2003). En el afán de vender más agroquímicos y semilla monsantianos se pueden decir muchas cosas, pero destacar como un hecho positivo el desmonte para hacer postes y leña suena casi surrealista para alguien que debería conocer ya los efectos devastadores que el desmonte ha tenido para Argentina y el mundo.

Las cifras de más de mil pueblos abandonados y la desaparición de 160.000 productores entre 1990 y 2002 -en pleno apogeo sojero- pero que llegan al 30 por ciento menos en la provincia de Buenos Aires (Indec, cifras del censo agropecuario publicadas en 2003), hacen sospechar que el modelo de la soja no sólo no crea pueblos sino que los destruye y no viven de ella millones de seres humanos sino que gracias a ella millones de seres humanos se quedan sin trabajo, como acaba de reconocer el INTA en su reciente reclamo por los costos sociales y ambientales del monocultivo de soja: “Dado que no hay señales de mercado asociadas con las dimensiones social y medioambiental, éstas son generalmente ignoradas en el proceso decisorio, generándose distintos desequilibrios. El restablecimiento de los mismos requiere la incorporación de estos costos adicionales de manera de garantizar la sustentabilidad tanto de la base de recursos naturales como la del tejido social que integra los sistemas de producción”. (Clarín Rural, 6 de diciembre de 2003).

Huergo llega al extremo de descalificar arteramente el proyecto del diputado Mario Cafiero para aumentar las retenciones a la soja -en un intento por reorientar la siembra- publicando un artículo de Julio Torrego, un latifundista de Santiago del Estero, casualmente el lugar donde los montes se transforman en postes y leña, y donde los terratenientes y los empresarios expulsan a tiros, con guardias propios, o del ex gobernador Carlos Juárez, a los campesinos que habitan la tierra desde hace más de 50 años, y donde gracias al desmonte y el cultivo masivo de soja el agua escurrió sin problemas hacia Santa Fe, con los resultados conocidos. Los argumentos de Torrego son desopilantes: “Nadie definiría como chico o grande a un productor según la superficie sembrada”. (Clarín Rural, 13 de diciembre de 2003).

Toda la respuesta de Torrego es un disparate, una exaltación del espíritu privado por sobre el público, una expresión del pensamiento único tardío, de un hombre que no comprende que el modelo de la soja está subvencionado por todo el modelo económico nacional. Sabedor de los puntos débiles de Cafiero lo acusa de “político”. Tal vez Torrego sea un defensor por derecha del “que se vayan todos”, en su caso para poder obtener más tierra santiagueña, pero sin que nadie se entere porque lo importante no es el tamaño. Sus planteos no son más que el viejo discurso de la derecha fascista, los de la propia dictadura.

¿Y si Paracelso tenia razón?

“Cuidado con los alquimistas de la economía y la política.(...) Esta semana, se redoblaron los ataques contra la pobrecita soja, cuya mayor culpa fue haber crecido en el momento inoportuno. Como el boom arrancó a mediados de los 90, ahora la soja es menemista, representa al modelo neoliberal, provoca dependencia tecnológica, desempleo, hambre y encima es fea, flatulenta, anticipa la menstruación de las chicas, le hace crecer tetitas a los varones púberes y, entre otras calamidades, es transgénica”. (Héctor Huergo en Clarín Rural, noviembre de 2003, en respuesta a nuestro artículo de Enfoques Alternativos, Nº 19).

Para sorpresa de Huergo y sus compañeros de ruta en la sojización a marcha forzada, hoy las dudas que Paracelso expresara allá en los oscuros tiempos de origen de la ilustración, la modernidad y el capitalismo moderno, no hacen más que recrear sus mismos interrogantes y temores sobre el devenir de la ciencia, la técnica y el conocimiento desvinculados del hombre, la sociedad en su conjunto y, en particular, sobre quienes son los dueños de ese conocimiento.

Primero fueron Hiroshima y Nagasaky, seguidas por las malformaciones de la Talidomida, luego la eutrofización de las cuencas por el uso de abonos químicos en la agricultura, el calentamiento global, la lluvia ácida y la destrucción de los bosques del hemisferio Norte, el agujero de ozono, el mal de la vaca loca, la extinción masiva de especies, el Agente Naranja -de Monsanto- en Vietnam y sus malformaciones criminales por décadas, los plaguicidas y la contaminación del ambiente y la producción de cáncer, la tragedia increíble de Bophal, la deforestación de la tierra, la epidemia del sida y el oscuro papel de los laboratorios norteamericanos, la contaminación de cuencas hídricas enteras, la desertificación de África y regiones completas del planeta, el desecamiento y posterior rehabilitación de los pantanos y deltas, la supresión de la construcción de embalses a discreción, Chernobyl y la tragedia de la industria nuclear pacífica. Son sólo algunos de los desastres que la ciencia moderna, la técnica, el capitalismo -acompañado por el socialismo real europeo y chino- la industrialización a cualquier precio, el productivismo y la eurocentrista e irracional idea del progreso indefinido a cualquier precio han provocado a la humanidad.

Se podrían agregar en la carga de la modernidad progresista el genocidio de 80 millones de indígenas americanos durante la conquista, la supremacía de la raza blanca, el genocidio en Oriente, el colonialismo, la esclavización de África, los genocidios argentinos, australiano, sudafricano, paraguayo y norteamericano de la segunda mitad del siglo XIX, las tremendas matanzas de las dos guerras mundiales del siglo XX y las guerras posteriores, para articular un balance del capitalismo y su teoría del progreso indefinido, todo lo cual indicaría que se debería ser por lo menos cuidadoso al cuestionar el saber y las prevenciones Paracelso y sus compañeros alquimistas, a la vista de las gigantescas devastaciones producidas en nombre del progreso indefinido y demás santificación irracional de la ciencia al margen del
hombre y su saber histórico-social.

En ese sentido tal vez no nos resulte ofensivo ser tildados de alquimistas, si tal definición involucra o infiere un pensamineto más cercano al humanismo que al descarnado eficientismo progresista. Pero claro, hablábamos de la soja

Geopolítica sojera

“Para cada kilo de carne producida en Europa son necesarios cinco kilos de alimento de alto valor proteico. La estrategia ganadera europea fue viable sólo porque la tecnología avanzada y el marketing eficiente de laboratorios del hemisferio norte promovieron cosechones de proteína vegetal (soja) y forrajes baratos, en hectáreas fantasmas de países del Tercer Mundo (así llamadas por no ser inmediatamente visibles, pero sí cruciales para la dieta del europeo y su granja). Sólo usufructuando la fertilidad de pampas ajenas, pudo la sobrepoblada Europa concretar la fantasía de transformarse en el segundo productor mundial de carne bovina (produce más que Brasil y casi triplica el volumen argentino) y ser el cuarto exportador.(...) Europa y Estados Unidos (primer productor y segundo exportador de carne bovina) hoy dominan el tablero internacional, ubicados para alimentar a Oriente en un futuro cercano, cuando las pujantes economías asiáticas accedan a pagar proteína animal para su vasta población. Los productores argentinos, tentados por la bonanza engañosa de la soja transgénica, vapuleados por la avidez y la arbitrariedad legislativa de nuestro Estado, pero víctimas también de la propia incapacidad de proyectarnos en el futuro, hemos caído al quinto lugar en la producción de carne y somos el décimo exportador. Cabría llorar, parafraseando a don Ata, que ‘las pampas son de nosotros, las vaquitas son ajenas’.(...) No supimos capitalizar la crisis de la ‘vaca loca’, sacrificando exportar semen bovino y proteína vegetal, para impedir a los ganaderos del Norte recomponer sus rodeos diezmados por el mal y recuperar nosotros el liderazgo perdido. No medimos adecuadamente los riesgos ambientales ni las consecuencias socioeconómicas de las semillas transgénicas y del monocultivo de soja. Permitimos feedlots , que ahora obligan a una costosa burocracia de caravaneos y certificaciones”. (Malena Gainza, La Nación, 10 de diciembre de 2003).

Es decir el granero del mundo dejó también de producir “la mejor carne del mundo”, cuando pronto hubiéramos estado en condiciones de venderla a los gigantescos mercados asiáticos con el valor agregado de la calidad de carne producida a campo abierto y no en feedlot -bajo el agregado continuo de hormonas, antibióticos, reguladores de crecimiento, suplementos artificiales de la dieta, stress animal, etc. ¿Viveza criolla? ¿Será que ahora con la crisis que desatará la afección de la vaca loca en Estados Unidos, acudiremos prestos a auxiliar al gran amo del Norte -nuestro principal compertidor histórico en granos y carnes- como pretenden algunos sobrevivientes de las relaciones carnales, o tal cual ocurriera durante la primera y la segunda guerras mundiales, aprovecharemos la oportunidad para posicionar de manera independiente a la nación y obtener ventajas para nuestra producción nacional, como hacen todos los países serios del mundo. En un proceso ajeno al interés nacional, Argentina ha dejado de producir alimentos para producir en sus fértiles praderas forrajes para que Europa y China produzcan carne y dejen de comprárnosla. Como muy bien señala la autora citada, Europa gracias a nuestra ayuda recuperó sus planteles bovinos y ahora está lista para venderle carne a los emergentes mercados de Asia, más de la mitad de la humanidad. Mientras Argentina produce commodities forrajeros sin valor agregado.

De un lado, pensamiento estratégico de burguesías siempre imperiales, del otro, una burguesía siempre colonial y corrupta, siempre en busca de un amo. La producción de carne a cielo abierto tenía, además, el valor agregado -y estratégico- de la recuperación natural de la fertilidad de los suelos a través de los abonos animales y la restauración de las praderas, tal cual hizo Argentina a lo largo de todo el ciclo agrícola 1870-1994.

¿Cual es el valor en dólares de la recuperación natural del suelo? ¿Cuantos miles de millones de dólares cuestan la desertificación biológica y estructural creciente de los suelos argentinos producidos por el barbecho químico, la siembra directa y el monocultivo de soja? Pero claro, ese sistema casi no utilizaba agroquímicos, ni semilla importada, ni mucho menos transgénica, y requería mucha mayor mano de obra que el modelo de la soja RR, que utiliza tan poca que, como dijo al autor un productor de soja cordobés: “puedo manejar el campo con el celular desde la playa”. Satisfacción parecida a la de muchos argentinos que durante la convertibilidad estaban convencidos que comprar todo importado, tener un dólar súper barato, cerrar las fábricas nacionales, entregar las jubilaciones a la banca internacional, regalar el gas, la electricidad, el petróleo y privatizar las ineficientes empresas del Estado era lo mejor para el país y para ellos, antes de estrellarse contra el infierno que develó la crisis de diciembre de 2001.

Tonterías siglo XXI

“Si se vuelve a un escenario de intervención estatal en el uso de la tierra, se corre el riesgo de repetir el período de estancamiento que se registró en 1940-1970.(...) El miedo a la soja es en parte el miedo a que nos vaya bien.(...) Estos cambios de fortuna no siempre son bien asimilados en nuestra cultura, que a veces convierte a la escasez en virtud y desconfía del éxito y la abundancia”. (Marcos Giménez Zapiola, Clarín, 8 de noviembre de 2003).

Giménez Zapiola, en su critica a nuestras posiciones, marca con exactitud lo que esconden los defensores del modelo agropecuario actual, cuando lo defienden contra el de intervención estatal vigente de 1940 a 1975, casualmente el período histórico donde menos hambre y mejor distribución de la riqueza hubo en Argentina. Decir que “el miedo a la soja es el miedo a que nos vaya bien” -pensamiento que siempre esgrimieron los liberales fascistas argentinos para justificar la oposición popular a los resultados catastróficos de sus descabellados proyectos- es ignorar o burlarse de la realidad concreta que dice que desde 1991 -y en particular desde 1994- a la fecha, a la inmensa mayoría de los argentinos nos fue mal, muy mal, mientras a muy pocos les fue bien, muy bien. Ganadores de un partido jugado contra el país y el pueblo, pusieron sus bienes a buen resguardo fuera del país, acentuando el modelo de saqueo que asuela al país desde 1989. El 20 por ciento más rico del país recibe el 54 por ciento del ingreso nacional, el 20 por ciento mas pobre sólo recibe el 5,2 por ciento. Resulta difícil en términos económicos -si se piensa en la economía como una ciencia social- decir algo más.

En la misma línea de pensamiento, Gustavo Grobocopatel, “el rey de la soja”, saludaba como “heróes” a los autores del plan Soja solidaria -antes de ser prohibida como alimento para niños y lactantes por el Ministerio de Salud- y reclamaba en la vieja línea oligárquica rivadaviana, mitrista, martínezdehocista y cavallista que no “había que insistir en el modelo de la sustitución de importaciones y sí comprar a quien nos compra”. (Clarín Rural, 23 de marzo de 2002). Modelo que, pese a la astucia de don Grobo, era el que nos había arrojado al infierno del que habla el presidente Néstor Kirchner y del cual se ha empezado a salir lentamente al solo impulso del tipo de cambio, ya que el resto de las medidas activas para la reactivación brillan por su ausencia.

De tal forma, el pensamiento del lobby sojero es el mismo del viejo país liberal, colonial, oligárquico, exclusivo y antidemocrático que pensábamos sepultado desde 1945 y que sin embargo revivió a partir del ciclo 1976-2001.

Notablemente, los argumentos de Huergo, Giménez Zapiola, Grobocopatel, Trucco y demás sojeros son los mismos del abuelo de Martínez de Hoz, tal vez los mismos del abuelo de Huergo, los mismos de Mitre, de Rivadavia, de Juárez Celman, de los Alsogaray y de Caballo, y de cuantos se han opuesto al desarrollo independiente del país y sólo lo piensan como una factoría del poder imperial de turno en su exclusivo beneficio.

¿Cuál será el costo del modelo del monocultivo sojero?

¿En cuánto podemos cuantificar la depredación de los suelos y del ecosistema agrícola argentino que el monocultivo de soja está produciendo? ¿En cuántos miles de millones de dólares podemos estimar la pérdida de germoplasma de variedades que se han dejado de cultivar? ¿Cuánto costaron las inundaciones de Santa Fe, directamente ocasionadas por el complejo soja, con una cifra de muertos aún ocultada? ¿Debemos alegrarnos que aumenten los ingresos fiscales por importaciones realizadas por el complejo soja, como señala alegremente el suplemento monsantiano de Clarín? ¿O debemos pensar en el empleo argentino que se perdió, o no se creó, por el complejo soja, que utiliza poca mano de obra y además aumenta los insumos de importación comprando trabajo ajeno a nuestro mercado interno? Como siempre, para encontrar las respuestas conviene primero hacer las preguntas.

El terror a la intervención estatal y la recuperación de la Argentina industrial es la parte principal del discurso del poder dominante post dictadura del cual el modelo de la soja RR es el resultante. Como correctamente señala el economista Julio Nudler -“o exportamos torta de soja o exportamos camiones. Las dos cosas no puede ser. Lo que beneficia el valor de la moneda dólar, que beneficia a los exportadores de soja, impide a los industriales despegar” (citado por Jorge Rulli, en Rafaela Pcia., Santa Fe, noviembre de 2003)-, ubicando correctamente hasta donde se llegó con el apotegma de Martínez de Hoz según el cual “si se va a producir caramelos o acero lo va a decidir el mercado”. El “mercado” -ayudado por la picana, los vuelos de la muerte, el genocidio, los golpes de Estado hiperinflacionarios, la legitimación de la deuda, el dejar hacer de Raúl Alfonsín y la contrarrevolución menemista-cavallista- determinó que no produzcamos más acero -ni camiones- sino torta de soja. Lo demás se lo compramos a Brasil, o a Estados Unidos, o a la Unión Europea, o a China, países que le dejan los caramelos a los niños.

Alberto J. Lapolla es ingeniero agrónomo, genetista y miembro del Grupo de Reflexión Rural (Argentina).

Fuente: Revista del Sur

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