Álvaro Murillo

El hijo mayor de una familia de Kirguistán secuestró hace un año, durante horas, a nueve personas en la Embajada rusa en Costa Rica. Un complejo despliegue policial y diplomático surgió sin tener demasiado claro las motivaciones. Un revólver pequeño amenazaba con dispararse si las autoridades no complacían al muchacho asiático, que parecía actuar en nombre de su familia. Las sospechas giraron en torno a la mafia rusa, la trata de personas o a cobros políticos, pero la conclusión era mucho más tropical: exigía la devolución de 30.000 dólares que había invertido en una plantación de piña

La piña se amarga en Costa Rica