México: Los Acuerdos de San Andrés, el gesto y la prueba del ácido, 18 años después

Idioma Español
País México

Para toda la gente que resiste, los Acuerdos de San Andrés seguirán encarnando el gesto de apertura y claridad que le da sentido a todos los sueños de responsabilidad compartida como centro de la mutualidad de las acciones de cada quien en una sociedad.

Ramón Vera Herrera

México. La Caravana por la Dignidad Indígena que recorrió Chiapas, Oaxaca, Puebla, Veracruz, Tlaxcala, Hidalgo, Querétaro, Guanajuato, Michoacán, el estado de México, Morelos y el sur del Distrito Federal, durante los quince días comprendidos entre el 24 de febrero y el 11 de marzo de 2001, no fue sólo la movilización más amplia de la que tiene registro la historia reciente del país. Además de ir desnudando las diversas manifestaciones de resistencia que halló a su paso por el país, como después (en un lapso más largo lo haría la Otra Campaña) la Caravana fue un diagnóstico, una radiografía, un intento cumplido por dar visibilidad a los países regionales que configuran el territorio nacional.

La caravana fue también rasero de la exigencia. Miles de comunidades, o las organizaciones que las representan de alguna manera, se sumaron a la caravana, en sus poblados y ciudades, o la siguieron hasta penetrar la mancha urbana. Fue la ocasión para constatar las condiciones globales que pesan sobre los enclaves rurales, pero también sobre los complejos tramados urbanos que hoy engullen territorios que alguna vez fueron el espacio vital de comunidades indígenas y campesinas.

Sin duda la demanda central de la caravana era entablar un diálogo con el país en su conjunto: con la sociedad civil, en primer plano, con la clase política, con la opinión pública en su más amplia expresión, pero sobre todo exigir, de viva voz y en persona, que las cámaras legislativas aprobaran la ahora famosa Propuesta de Reformas Constitucionales en Materia de Derecho y Cultura Indígena elaborada por La Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) la cual se presentó el 29 de noviembre de 1996. Esta propuesta era la concreción, la instrumentación jurídica y constitucional, de los Acuerdos de San Andrés —firmados por el gobierno federal y por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional el 16 de febrero del mismo año.

Sí. Los míticos Acuerdos de San Andrés, que fueron sometidos al final de esa caravana a una última crudeza y al tratamiento burdo e intolerante, marrullero y desinformado, torpe y traicionero de la clase política mexicana que decidió no honrar esa propuesta de reformas constitucionales directamente emanada de tales acuerdos y en cambio aprobó una reforma constitucional de dizque derechos indígenas santificada por todas las cámaras y todos los partidos en abril de 2001: una aberración jurídica, un galimatías expresamente diseñado para engañar de manera tan burda que impide lo que festinó que estaba reconociendo. Ufff.

No obstante, nadie podrá borrar el gesto colectivo que concretó esos Acuerdos de San Andrés que todavía hoy es importante difundir, a 18 años después de incumplidos, para las nuevas generaciones e incluso para quienes los vivieron y ya se les fue la memoria. Los Acuerdos, no hay que olvidar, fueron producto directo de un diálogo inusitado: el diálogo expreso y animoso de amplísimas franjas de la sociedad civil rural y urbana. Un diálogo que fueron configurando los zapatistas, para hacerle propuestas abiertas y públicas al gobierno, junto con muy diversos protagonistas que en San Andrés Sacamch’en de los Pobres, en los Altos de Chiapas. Ahí se reunió una multitud muy representativa de asesores, asesoras y personas invitadas que parlamentaron directamente con el gobierno cuando los zapatistas pusieron en sus manos el posible destino de la negociación confiando plenamente en el sentir y los razonamientos de infinidad de intelectuales, representantes, gente de buena voluntad o conocida autoridad moral, que construyó un rompecabezas intrincado de la situación del país. Gente que planteó nociones, intuiciones y el proyecto de una relación política que habría podido revitalizar y retejer los rotísimos tejidos sociales de nuestra nación, si tan sólo la clase política hubiera tenido la voluntad de configurar una solución, consensada, de largo plazo.

Los Diálogos de San Andrés fueron el catalizador que hizo madurar durante siete años (1994-2001) la primavera zapatista, periodo que nos legó enseñanzas y reflexiones centrales en actitud y panorámica: recuperarle peso a la palabra, cuestionar la toma del poder en sí misma, enfatizar la relación entre gobernantes y gobernados y no la toma del poder como objetivo último, cuestionar la voracidad de las vanguardias y reivindicar que los métodos justifican los fines (y no al revés), y que sin eso nada sirve, nada es en verdad justo ni creativo. Era reivindicar, con plena conciencia, la construcción colectiva del significado de lo que vivimos, de lo que somos, como pueblo mexicano, diverso, entreverado de historias colectivas propias y conjuntadas.

A partir de esos tejidos de vidas e historias, de los asuntos inconclusos y de la constatación de las condiciones materiales y subjetivas que configuran la desigualdad y la resistencia en México; a partir del tramado de fronteras difusas que dispersan y fragmentan la vida y la historia de las comunidades campesinas; juntando las voces surgidas como trueno metálico justamente de los enclaves de abandono, se logró entre quienes participaron en los Diálogos de San Andrés algo inusitado, casi nunca visto en la historia de la humanidad: unos acuerdos que planteaban que el gobierno se comprometía a no emprender acciones unilaterales nunca más, es decir, lo comprometían a cogobernar con los pueblos, con esa sociedad civil. Por eso, no hay duda, nunca se cumplieron.

Es tan vasto su alcance, porque va al corazón de lo político y lo jurídico verdaderos, que su único símil es la Carta Magna que un grupo de “notables” en la Inglaterra medieval le hizo firmar al rey Juan, el 15 de junio de 1215, acotando mediante un pacto social expreso el poder interminable e impune de la realeza europea.

La propuesta subyacente a los Diálogos y los Acuerdos de San Andrés es casi estrambótica: un ejército popular en rebeldía, e infinidad de pueblos en resistencia, le apostaban a la legalidad, al diagnóstico compartido, al entendimiento conjunto de las condiciones, a las acciones en común.

Por eso en 2001, en el clímax del esfuerzo por participar del modo más contundente posible en los marcos de la legalidad estructural del Estado mexicano, cuando emplazaron al poder legislativo a aprobar la propuesta de reformas constitucionales, ésta era la más discutida y consensada de la historia del país.

El reconocimiento de los derechos colectivos de los pueblos indios en la Constitución era una exigencia que había ido creciendo y consensándose entre los pueblos indios de todo el país y entre capas de la población. Tal reconocimiento habría fortalecido la legitimidad del Estado mexicano y habría sido una prueba de que existía una real transición a la democracia, es decir, hacia un nuevo pacto social, más abierto e incluyente, hacia una reforma profunda de ese Estado puesto en cuestionamiento.

Los pueblos, esperando ser reconocidos, enfrentaron la cerrazón de los tres poderes y del pleno de la clase política que se regodeó en su condición de clase.

Después de ese revés, los pueblos, las comunidades, entendieron que su participación política, la construcción, elaboración y tejido de su imaginario político en México, no pasaba por el sistema político mexicano, ni por el Estado o el gobierno.

Para muchos sólo quedó el camino de la resistencia y deslegitimaron al gobierno.

Hay todavía quien afirma que la reforma que los pueblos querían no se aprobó porque faltó la fuerza popular para tal reivindicación. Otros muchos saben que no se aprobó porque la fuerza convocada era tan enorme que haberla aprobado habría iniciado un proceso imparable de reformas, de impugnaciones y de frenos reales a un gobierno al que no le conviene impulsar ningún significado profundo de transformación real.

En cambio, permitir la devastación ilimitada del país fue la ventaja comparativa que ofrecieron los negociadores del TLC.

Tras 18 años de firmados los Acuerdos esa devastación ilimitada implica muchas diversas devastaciones, juntas. Devienen de políticas públicas planeadas o avaladas desde la Organización Mundial de Comercio, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, a partir del Consenso de Washington, y promueven megaproyectos, minería, plantaciones, transgénicos, envenenamiento masivo con agroquímicos, urbanización rampante, acaparamiento agrario y del agua, más la integración vertical que liga a los grandes consorcios farmacéuticos, agroquímicos y semilleros, junto a los comerciantes de alimentos, para controlar toda la cadena alimentaria (tierra, semilla, siembra, cultivo, procesado, empaque, embarque, transporte, almacenamiento y comercio al mayoreo y al cliente en la calle): un sistema que administra el hambre en el mundo y es responsable del 57 por ciento del calentamiento global.

Por si fuera poco, implica hoy día un sistema de caos sistemático que entraña violencia perpetua, fragmentación, desazón, confusión, corrupción —y por ende represión y asesinato.

Una pieza muy importante pieza del nuevo rompecabezas del despojo y la exclusión la había colocado el gobierno de Carlos Salinas de Gortari al contrarreformar el artículo 27 constitucional y abrirle la puerta a la especulación agraria, que intentó provocar que los ejidos y comunidades compraran, vendieran, rentaran o se asociaran con empresas. Lo último es promovido hoy día con el FANAR y la nueva Reforma para el Campo, y los grandes consorcios del siglo XXI impulsan su integración vertical mediante agriculturas por contrato, dejando en el fondo de la olla la posibilidad de quedarse con la tierra cuando los agricultores no cumplen como se estipuló, y los términos siempre son más y más perros.

La antirreforma indígena de 2001 fue otra pieza crucial, porque desmanteló la posibilidad de un reconocimiento de la autonomía indígena. Tuvo el ánimo, al igual que la reforma salinista de la tierra, de mellar los derechos colectivos y los ámbitos comunes. No sólo no quisieron aprobar una reforma constitucional digna y justa, sino que buscaron afanosamente lo contrario.

La famosa antirreforma situó a las comunidades como entidades de interés público, lo que melló la legalidad de que ejercieran sus autogobiernos y se asociaran en consejos regionales, entre municipios y comunidades, para ejercer organización, trabajo, proyectos productivos o comerciales, gobierno e impartición de justicia propios.

Sabiendo los jugosos negocios que se avecinaban —y que involucraban los territorios indígenas, sus recursos naturales, sus saberes tradicionales y su propia mano de obra— era crucial no sólo no reconocerles derechos sino frenar cualquier posibilidad de que armados con herramientas jurídicas impidieran o frenaran la apropiación, privatización y expoliación que preparaban empresas, gobiernos y organismos multilaterales en el mundo. Se trataba de reducir, entonces, drásticamente, la franja de legalidad del Estado mexicano. De ilegalizar más y más espacios de participación o impugnación pública.

Lo claro y conciso es que en México no están reconocidos los derechos de los pueblos indios. Habrá quien diga que en el artículo 2 constitucional se reconoce su derecho a la autonomía y a la libre determinación. Pero quien lea con cuidado y detalle toda la redacción de sus diferentes párrafos, el reconocimiento no pasa de considerar a las comunidades indígenas como entidades de interés público. Esto significa que a los pueblos indígenas no se les reconoce como sujetos [de derecho público] sino como objetos [de interés público]. Por eso se colocó todo lo que podría decirse de ellos en el artículo destinado al “desarrollo regional, la escolaridad, la salud, sus normas tradicionales”. El gatopardismo del Estado mexicano logró redactar (en la antirreforma indígena de 2001) un artículo 2 que parece reconocer algo, estableciendo los detallados candados que lo vacían de contenido y eficacia: por eso hablábamos arriba de galimatías jurídico. ¿Y alguien dice algo? Hoy los únicos que promueven una “revisión de los Acuerdos” son los operadores ofrecidos del gobierno de Peña Nieto.

A 18 años de la firma de los Acuerdos de San Andrés, a 18 años de su incumplimiento, la redacción que puso candados extremos no es una minucia. Es parte de las estrategias para perpetrar eso que el Tribunal Permanente de los Pueblos ha calificado de desvío del poder: abrir margen de maniobra a las corporaciones obstruyendo los canales institucionales —jurídicos, legislativos, de políticas publicas—, a las comunidades.

Consideremos: si los derechos indígenas no se basan en las comunidades, ¿cómo hacer efectivos los derechos dizque reconocidos, si ni siquiera hay un reconocimiento lejano de la idea de territorio y el sujeto “pueblos indígenas” está tan desdibujado en todo ese artículo 2?

La iniciativa de ley de la Cocopa transcribía textual de los Acuerdos la figura jurídica de la comunidad como “entidad de derecho público” y proponía reformar el artículo 115 de la Constitución:

Las comunidades indígenas como entidades de derecho público y los municipios que reconozcan su pertenencia a un pueblo indígena tendrán la facultad para asociarse libremente a fin de coordinar sus acciones [...]

La figura de la comunidad como entidad de derecho público le habría permitido a la comunidad tener un peso en sus decisiones y una protección legal concreta y caracterizada, y a partir de su ámbito darle efectividad al territorio y a la autonomía política, es decir al autogobierno, algo que sí contemplan los Acuerdos de San Andrés en sus “Propuestas conjuntas”, (Documento 2), inciso 5:

Se propone al Congreso de la Unión y a las Legislaturas de los estados de la República reconocer y establecer las características de libre determinación y los niveles y modalidades de autonomía, tomando en cuenta que ésta implica:

a) Territorio. Todo pueblo indígena se asienta en un territorio que cubre la totalidad del hábitat que los pueblos indígenas ocupan o utilizan de alguna manera. El territorio es la base material de su reproducción como pueblo y expresa la unidad indisoluble hombre-tierra-naturaleza.

Los Acuerdos le dan fuerza a la autonomía en el marco jurídico mexicano al especificar su ámbito de aplicación, sus competencias, la coparticipación y corresponsabilidad de las comunidades en la planeación y ejecución de los proyectos de desarrollo, su participación en los órganos de representación políticos local y nacional. Pero eso nunca ocurrió. Nadie en la clase política ni sus socios de las corporaciones habría aprobado algo así.

La utopía de haberlo pensado puede pensarse ingenua, a 18 años. Pero muchas comunidades saben que su impulso era la generosidad.

La consecuencia directa de lo ocurrido es que hoy, para un gran número de personas en el país, la ley, el camino institucional, no tienen mucha credibilidad. Primero que nada porque se viola a diario. La gente resiente la enorme impunidad de actos directos odiosos (transgresiones de inmenso daño como el despojo, la devastación, la destrucción total, el envilecimiento y el asesinato) o irresponsabilidades y omisiones criminales. Una parte importante de estas violaciones a la ley, directamente agreden a personas y grupos mediante una violencia ejercida desde el Estado con la fuerza de sus estructuras represivas. Es obvio que las comunidades indígenas resienten todas y cada una de estas estructuras.

Otros muchos resienten, con razón, que la ley se volvió insuficiente o sesgada. La traición a los pueblos se volvió paradigmática: sus exigencias y aspiraciones no son reconocidas, sus derechos no están plasmados, y más bien se pisotean sin miramientos.

Gran parte de la institucionalidad jurídica del Estado está encaminada a la aprobación y la puesta en efecto de leyes o disposiciones y fallos francamente nocivos, que atentan directamente contra muchas de las más vitales estrategias de la humanidad y las sitúan fuera de la ley.

Hoy el Estado mexicano urde tejidos legales más enredados, que se apalancan unos en otros, y que al final conforman una gran espesura legal que no deja resquicios para que la gente se pueda defender, por los cauces institucionales, de las disposiciones expresas de la Constitución federal y en infinidad de leyes, normas, regulaciones, reglamentos, registros, certificados, “principios”, que le abren espacio a las corporaciones y a su concepción industrial para seguir haciendo negocios de la manera y en la extensión que más les convengan, sin que haya ninguna consecuencia que se contraponga a sus intereses. Los pueblos, entonces se ven forzados, por la ley, a romper las leyes.

Por si fuera poco, junto con las corporaciones, los aparatos financieros y los organismos internacionales, los mismos Estados [y el Estado mexicano es ejemplar en hacerlo] desfondan sus aparatos jurídicos con la confección de normas o regulaciones, cláusulas en convenios y acuerdos, que se invocan por encima o por los huecos de las institucionalidades propias de cada nación, y así el comercio, la cooperación técnica, la comunicación, la educación, la salud e infinidad de aspectos de la vida se llenan de tratados y acuerdos internacionales bilaterales o multilaterales que están reinventando el universo de las normas para hacerlas más al modo de los negociadores y sus clientes y menos al modo de lo plasmado en su marco legal o al de la población que busca reconocerse en éste.

Como si esto no fuera suficiente, la delincuencia organizada está imponiendo, por la fuerza, condiciones y disposiciones a su voluntad y arbitrio y comienza a ser un sistema al que ya no puede llamársele paralelo. A este sistema delincuente la gente con burla herida le llama “el sistema”.

¿Y cómo pueden fluir las comunidades y los individuos con aspiraciones de justicia en esa espesura legal que pareciera negarles existencia, importancia, incumbencia y posibilidad de recurrir a la legalidad para hacerse escuchar?

Las potestades ancestrales, anteriores a las leyes, no las reconoce el Estado, y cualquier potestad se viola con tan sólo la intención de una corporación interesada en lucrar con sus recursos. Más y más ámbitos comunes se fragmentan, se secuestran, se privatizan, se confinan.

Así se erosiona la posibilidad de que la gente resuelva por medios propios la subsistencia (como es la producción independiente de alimentos propios o para mercados locales) y se criminalizan las estrategias más complejas y valiosas de la humanidad (como es el intercambio de semillas con sus saberes asociados, y por ende toda la vida y visión de cultivadores que es crucial para un futuro).

Se criminaliza también que los pueblos y las comunidades exijan sus derechos, defiendan sus territorios y su vida íntegra, que protesten por despojos, devastaciones y daños en cualquier nivel, competencia o asunto.

Ante este panorama tan entreverado, la reflexión en pos de cartas de derechos indígenas, derechos campesinos, o del agricultor, del derecho a la alimentación, a la salud, a la educación o a un ambiente sano, no puede pensarse aisladamente. Ni siquiera al momento de los Acuerdos de San Andrés había la ingenuidad de pensar que plasmar algún derecho lo activaba y lo hacía fuerza reguladora real. Eran leyes o reformas para la movilización social.

Hoy, 18 años después, debemos por fuerza considerar todas estas contradicciones para entender la espesura jurídica en la que estamos metidos, sabiendo muy bien que las instituciones no quieren ser la gente.

A partir de la antirreforma del 2001, con desprecio infinito el Estado mexicano le apostó a las transnacionales, y se fue a fondo con las reformas estructurales, con el desmantelamiento jurídico —pavimentando el camino para culminar el despojo de los territorios indígenas y sus recursos naturales.

No es sólo grave haber negado el reconocimiento a los pueblos indígenas. Es igual de grave cerrar la ventanilla del Estado y promover que sólo el papel de víctima miserable es aceptable como participación política de las comunidades y pueblos indígenas. Porque la gente nunca aceptará el papel de víctima miserable.

Es más grave aún la ceguera que hace pensar a la clase política y a los gerentes de las corporaciones que la gente se conformará a lo que le pongan. Que la gente no discierne entre lo que es un ejercicio comunitario de producción propia de alimentos, una educación propia, un sistema de autogobierno, una custodia regional, un combate a la delincuencia con impartición de justicia a partir de una horizontalidad comunitaria, y lo que son grupos armados que reproducen el papel de los cuerpos policiacos, los emulan y se alimentan mutuamente con ellos.

Ésa es la ceguera del poder. Desde antes de los Acuerdos de San Andrés, en los últimos treinta años, el horizonte de las luchas se ha ido haciendo más vasto y diverso que nunca antes. La figura total comienza a hacer sentido gracias a una visión de abajo, surgida de las comunidades rurales y las barriadas urbanas que sufren el embate completo del capitalismo. La globalización (junto con su control brutal, su concentración extrema, su arrasamiento de las relaciones, su invasión de todos los ámbitos y su violencia hacia la diversidad) también facilitó, inesperadamente, un panorama que antes no teníamos. La gente pensaba que sufría sola las condiciones de devastación, saqueo y opresión: que su lucha era única, que su historia era única. Pero todas las historias están relacionadas. Todas las luchas están relacionadas. Saber que otras personas sufren y luchan contra las mismas condiciones ha fortalecido un modo de pensar, actuar y vincularnos con mayor perspectiva, lo cual renueva nuestros ancestrales modos de lucha y procrea nuevas estrategias para organizarnos.

Los Diálogos de San Andrés fueron una primera constatación de que eso ocurría, y los zapatistas fueron muy pertinentes en abrir un espacio de encuentro de esa magnitud y trascendencia y hacerlo un gesto simbólico de lo que siempre será posible si nos organizamos.

Ahora es más difícil e inoperante ejercer la verticalidad central en una cúpula (aunque en algunas organizaciones y partidos lo sigan practicando) porque ahora la gente más y más reivindica un pensamiento horizontal (construir saber en colectivo), buscar los vínculos directos con otras personas, en diálogo. Más y más gente busca la relación directa y se brinca las mediaciones.

Abrir espacios de diálogo es una de las enseñanzas más diáfanas que sigue convocándonos a juntarnos para tratar de entender.

Hay la urgencia por tener y entender el panorama completo de cómo es que las corporaciones, los gobiernos y los operadores locales mueven en lo real y a todos los niveles sus hilos y esquemas y cómo es que los efectos de éstos interactúan provocando enormes impactos, devastaciones, crisis y catástrofes interconectadas.

Documentar y entender los detalles de ese enorme edificio de mediaciones, regulaciones y políticas (que nos impide tomar nuestras propias decisiones y las secuestra sacándolas de nuestro entorno inmediato), hace que los ávidos de información se reúnan en talleres, asambleas, seminarios y encuentros. Y que ahí compartan experiencias, ejerzan una formación continua y libre con otros en igualdad de circunstancias, e intenten identificar, juntos, causas, fuentes, problemas, obstáculos e interconexiones.

Hoy, 18 años después de San Andrés, es común pensar el mundo en su flujo perpetuo de ideas y mercancías, pero también en el perpetuo fluir de multitudes. Comunidades enteras van y vienen, migran y regresan, entre campo y ciudad y de un país a otro. La gente busca entonces entender los relaciones campo-ciudad, con todos sus metabolismos, y la urgencia de retejer comunidad en las urbes.

Entender la maraña de relaciones perversas entre dineros, proyectos, políticas y estafas corporativas o gubernamentales, hace que hoy la gente sea más reticente del “desarrollo” como un concepto abstracto y universal y se niegue a un bienestar de corto plazo. Muchas comunidades saben muy bien que recibir dinero para proyectos por parte del gobierno, de las agencias nacionales o internacionales, o de las corporaciones, puede sumirlos en una servidumbre (a ataduras parecidas a las de las antiguas haciendas), pero de nivel global.

Dice un viejo proverbio: “el dinero es lo más caro del mundo porque lo paga uno en dignidad, tiempo y estima propia perdidas”. Negarse a recibir dinero y programas es duro, porque las condiciones son tan extremas, pero la “bala de azúcar”, como le llaman algunas comunidades indígenas, es la treta de dulzura que mata desde fuera muchos esfuerzos —incluida la idea de la resistencia.

Hoy las comunidades vuelven a la integralidad y saben que con proyectos aislados no es posible resolver tantos problemas entrecruzados, que buscar la solución a un solo asunto agrava la maraña y mina los esfuerzos de la gente.

Muchas comunidades y pueblos van entendiendo también que los Estados los siguen excluyendo (sean de izquierda o derecha) y que con legislaciones (nacionales e internacionales) favorables a las empresas pretenden saquear de nuevo sus territorios, sus tierras, sus semillas, su agua, sus minerales, su petróleo, sus saberes, sus gentes, y controlar los más sistemas posibles a nivel mundial, empezando por el alimentario que es tal vez el más básico y profundo.

Por tanto, con leyes o sin leyes, los pueblos, naciones y tribus, las comunidades locales, refuerzan el control autónomo de sus territorios, proponen autogobiernos y democracia directa con el fin de resistir las enormes invasiones y explotaciones corporativas. Proponen que un auténtico bienestar o prosperidad sólo puede surgir de tales autogobiernos, de proyectos autogestionarios, de que las decisiones se tomen donde son pertinentes —y las tomen quienes ejercen su propia vida y destino con otros y otras por igual.

Para estas comunidades la autonomía más fundamental y primordial es producir los alimentos propios con sus semillas ancestrales libres, es decir, ejercer plenamente su soberanía alimentaria y pensar, decidir, laborar, soñar y celebrar juntas, sin pedirle permiso a nadie.

Un cambio importante en estos 18 años es que es crucial compartir las prácticas, los cuidados, los respetos antiguos y actuales que no podemos olvidar nunca porque son el corazón de la dignidad, la esperanza y la confianza.

La idea de que el mundo es complejo (y no un mundo lineal, blanco o negro) es más fuerte que antes y se ha vuelto una herramienta básica para pensar y entender. Es fuerte la tendencia a discutir la historia, la economía, el problema del dinero, las falacias del sistema educativo y las virtudes de un aprendizaje radical en las situaciones naturales; el papel de las instituciones, los torcidos modos del capitalismo y sus métodos de corrupción y guerra, los ángulos desde donde le podemos dar vuelta al Estado y/o a las corporaciones.

Tal vez es muy aventurado, pero real, afirmar que es la población rural —en particular el campesinado y los pueblos indios— quienes tienen mayor claridad de todo el entramado de ataques y políticas corporativas y gubernamentales porque lo sufren completo sin filtros.

Hay una alianza, autónoma en actitud, que vincula a los movimientos indígenas y campesinos con segmentos del movimiento ecologista y de la sociedad civil. Esta alianza recibe información concreta del trabajo de investigación de muchas personas que cruzan datos y arman, junto con las comunidades, un cuerpo de saberes y conocimientos pertinentes que nadie más tiene: los lazos entre corporaciones y clase política (quiénes, donde, cómo, cuándo y porqué), el trabajo sucio de los operadores, las finanzas y funciones reales de programas, agencias y planificadores mundiales. Sin esta información vertida en encuentros y talleres no contaríamos con tanto detalle y panorama.

Hoy, América Latina es un laboratorio de espacios de reflexión derivados del intercambio de muchas experiencias que comienzan narrarse desde muchos rincones. Tal vez por primera vez en la historia podamos barrer el panorama completo de cómo actúa, de facto, el capitalismo en el mundo.

Para toda la gente que resiste, los Acuerdos de San Andrés seguirán encarnando el gesto de apertura y claridad que le da sentido a todos los sueños de responsabilidad compartida como centro de la mutualidad de las acciones de cada quien en una sociedad. Eso que le llaman en las comunidades, “devolverle peso a la palabra”.

La prueba del ácido se hizo en 2001. Y ahora que en vez de responsabilidad mutua la moneda de cambio es la violencia promovida desde las estructuras del Estado con asesores extranjeros para la represión y operadores maquillados para la corrupción, las comunidades, desde múltiples rincones siguen empeñadas en sistematizar, en abrir espacios de diálogo (como lo aprendieron en San Andrés) e impulsar miradas mutuas para devolverle peso a la palabra: no es otro el fundamento ancestral de la utopía del derecho.

Y tenemos que hacernos algunas preguntas: En un momento tan oscuro, quién se asume responsable y quién pretende evadir las responsabilidades. Qué mecanismos tenemos para impugnar a un Estado que se dice de Derecho y que en los hechos es promotor de injusticia e ilegalidad sin freno. Cómo elaborar, con detalle y vastedad, un diagnóstico de tales violaciones y agravios, para determinar en qué momento y en qué lugar se encuentran las comunidades rurales y urbanas que siguen buscando un futuro abierto para ellas y sus familias. Cuál es la importancia de que sean las propias comunidades quienes emprendan esa sistematización, fortalezcan su claridad, su horizonte, su capacidad de acción, sus vínculos con otras luchas.

Cómo seguirnos vinculando, sabiendo que los Acuerdos de San Andrés siguen vigentes, no porque sean exhaustivos o porque contengan alguna precisión puntual entre los articulados de su redacción, sino porque su contenido político sigue siendo la corresponsabilidad, sigue siendo la propuesta de un encuentro en vez del engaño, el entender juntos en lugar de la sumisión y el despojo.

Fuente: Desinformémonos

Temas: Crisis capitalista / Alternativas de los pueblos

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