De norte a sur, una radiografía de los conflictos socioambientales en Argentina

Idioma Español
País Argentina

En Catamarca, se realizó la 39° Unión de Asambleas de Comunidades (UAC), un encuentro federal en el que participaron más de treinta asambleas y colectivos socioambientales de toda la Argentina. Camila Parodi estuvo ahí para conocer sus conflictos, demandas y proyectos de futuro.

Mientras en algunos rincones del país el agua arrasó barrios enteros, en otros falta hasta para tomar. Donde antes hubo monte o bosque nativo, ahora hay desierto o cenizas. Y donde comunidades cuidan el territorio desde hace generaciones, hoy enfrentan judicialización, persecución y desalojos. Así se vive la crisis climática y el extractivismo en Argentina: con extremos que ya no sorprenden pero sí duelen, y con un Estado que responde más a los intereses ajenos que a las urgencias de los pueblos.

En este contexto, se realizó en Catamarca la 39° Unión de Asambleas de Comunidades (UAC), un encuentro federal en el que participaron más de treinta asambleas y colectivos socioambientales que, desde los cuatro puntos cardinales del país, llegaron para compartir diagnósticos, denunciar atropellos y tramar resistencias. Durante tres días, se tejieron relatos, estrategias y afectos, en una provincia atravesada por el avance de la minería y la criminalización de quienes defienden el agua.

La situación en los territorios es alarmante. En la Patagonia, l os incendios forestales arrasan miles de hectáreas cada año, alimentados por plantaciones exóticas, falta de prevención y políticas que criminalizan a las comunidades mapuche en lugar de proteger los ecosistemas. En el norte,  las lluvias intensas desplazaron a comunidades indígenas y barrios populares, mientras la sequía prolongada golpea la producción campesina y acelera el éxodo rural. Al mismo tiempo, la fiebre del litio avanza sobre los salares y humedales altoandinos,  afectando ecosistemas frágiles y comunidades originarias que habitan esos territorios desde hace siglos. En Cuyo,  el avance de la megaminería sobre zonas de montaña pone en riesgo las fuentes de agua y genera una creciente persecución a quienes defienden el territorio. En el Litoral, la  contaminación de las pasteras de un lado y del otro del río Uruguay, el monocultivo de pinos y eucaliptus, y los agrotóxicos utilizados por el agronegocio afectan la salud de las comunidades y degradan suelos, ríos y humedales.

El extractivismo no ocurre solo en zonas rurales o cordilleranas: también se expresa en las ciudades, donde el modelo de acumulación avanza en forma de cemento y alambrado. En Buenos Aires, la especulación inmobiliaria empuja un patrón urbano excluyente y ecocida. Barrios cerrados, torres de lujo y megaproyectos ocupan humedales y cuencas, desvían arroyos y agravan las inundaciones en zonas populares. Mientras tanto, la venta de tierras públicas y la falta de acceso a la vivienda profundizan la desigualdad territorial. En Córdoba, el extractivismo urbano se manifiesta a través de incendios intencionales, obras de infraestructura como autovías y desarrollos inmobiliarios que avanzan sobre los últimos relictos de bosque nativo. Allí también, la respuesta del Estado ha sido la criminalización de quienes defienden el monte y el agua.

Pero hay algo que persiste: la organización. A pesar del desgaste, de las amenazas, del hostigamiento judicial, los pueblos no se callan. Se encuentran, se abrazan, se organizan. La UAC volvió a demostrar que las resistencias siguen vivas, que no son aisladas y que se fortalecen al compartir. Lo que emerge de esos intercambios es una radiografía urgente de los conflictos, pero también de las alternativas: agroecología, cooperativas, alianzas, saberes ancestrales, economías del cuidado, soberanías múltiples.

Desde el Litoral hasta la Patagonia, pasando por los cerros del norte hasta la región cuyana, las voces que recogimos durante este encuentro nos ayudan a dibujar ese mapa: el de una Argentina que resiste al negacionismo climático, que sueña con territorios libres de extractivismo, y que sigue creyendo que otra forma de habitar el mundo es posible.

Cuyo: Megaminería recargada y persecución en ascenso

En Mendoza, el conflicto por el agua vuelve a estar en el centro de la escena. La resistencia histórica contra la megaminería —que logró en 2007 la sanción de la emblemática Ley 7722, que prohíbe el uso de sustancias tóxicas como el cianuro en los procesos extractivos— está atravesando una nueva oleada de ofensiva extractivista, esta vez más rápida, más violenta y con fuerte respaldo estatal.

“Estamos otra vez en un pico de conflicto, con un gobierno provincial —el de Alfredo Cornejo— aliado al gobierno nacional de Milei, que intenta reinstalar los proyectos mineros en la provincia”, explica Lucila, integrante de la Asamblea Popular por el Agua de Mendoza. El caso más urgente es el del proyecto San Jorge, en Uspallata, pero hay otros planes avanzando, como la extracción de cobre en Malargüe, promocionada públicamente por el gobernador.

Lo que cambia esta vez no es solo la intensidad del avance megaminero, sino el nivel de represión: detenciones arbitrarias, causas penales sin fundamentos sólidos, hostigamiento a quienes se organizan en defensa del agua. “Tenemos dos compañeros judicializados en Uspallata. Y lo más preocupante es cómo se legitima esta violencia, no solo desde el Estado, sino también desde sectores de la sociedad que la celebran”, denuncia Lucila.

La criminalización no viene sola: se da en un contexto económico que golpea de lleno en los territorios, debilitando el entramado de las asambleas. “Antes que sostener una asamblea, muchas familias hoy tienen que priorizar sostener la vida de sus hijos, de sus nietos. Ir a trabajar para poder comer”, agrega. Sin embargo, las redes no se cortan: se transforman. “Empezamos a entrelazarnos con otras luchas, como las de los jubilados y jubiladas. Vamos a sus marchas y ellos vienen a las nuestras. Así tejemos más fuerte”.

En una región históricamente señalada por su defensa del agua pura, las voces que se alzan hoy contra el extractivismo no solo denuncian la depredación ambiental, sino también la injusticia social que la sostiene. La resistencia mendocina vuelve a salir a las calles, una vez más, en defensa del agua, la vida y el territorio.

Litoral: De las pasteras a los monocultivos

Desde hace más de dos décadas, la región del Litoral encarna una lucha emblemática: la resistencia a las pasteras instaladas del lado uruguayo del río Uruguay, encabezada por la histórica Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú. Fue allí donde, a partir del 2005, miles de personas bloquearon el puente internacional en un acto de desobediencia civil que marcó un precedente en la defensa ambiental del país. “Hace 21 años que estamos protestando contra la contaminación que produce la pastera finlandesa UPM. Nos levantamos del susto cuando supimos qué tipo de industria es esta: una de las más contaminantes del planeta”, recuerda Gilda, con la fuerza de quien ha sostenido esta lucha durante más de media vida.

Hoy, ese conflicto sigue latente. UPM no sólo continúa operando, sino que instaló una segunda planta aún más al norte. Aunque se encuentre en territorio uruguayo, sus efectos no conocen fronteras: “Los desagües, los venenos, el aire contaminado vienen a nuestra región, están enfermando la tierra, el agua y el cuerpo”, denuncia Gilda. A eso se suman los monocultivos de eucaliptus y pinos que secan las napas freáticas para abastecer de materia prima a estas industrias. La postal es clara: deforestación, pérdida de biodiversidad y pueblos sin agua.

Pero el Litoral enfrenta otros frentes de avance extractivo. El modelo agroindustrial basado en monocultivos y agrotóxicos se extiende por toda la región, desde los yerbatales de Misiones hasta las sojizaciones de Santa Fe y Corrientes. Las fumigaciones aéreas y terrestres se realizan a metros de escuelas rurales y viviendas, con consecuencias sanitarias graves: intoxicaciones, malformaciones, enfermedades crónicas. “La salud de la población está siendo sacrificada por los intereses de Bayer-Monsanto y compañía”, advierte Gilda.

La expansión inmobiliaria sobre humedales y zonas costeras, los proyectos de hidrógeno “verde” que se preparan para la exportación europea y la falta de controles ambientales por parte de organismos como la CARU (Comisión Administradora del Río Uruguay) configuran un panorama de saqueo múltiple y silencioso. “Todo es confidencial, no sabemos qué se acuerda a puertas cerradas. Por eso hoy más que nunca tiene que volver el pueblo a asamblearse, a escucharse, a informarse. Las asambleas venimos diciendo lo que iba a pasar hace años, y ahora está pasando”, enfatiza.

Entre tanta devastación, hay también conquistas: Entre Ríos cuenta con una ley de educación ambiental en todos los niveles, fruto directo de la presión sostenida de la Asamblea. Y esa es tal vez la lección más poderosa de esta historia: que la organización sostenida, aunque lenta y desgastante, deja huella. Porque como dice Gilda, “estamos en un callejón, pero no sin salida. Hay que seguir protegiendo, aprender de nuestros procesos y salir de nuevo”.

Norte: Cuando la transición “verde” huele a cobre y represión

En el corazón de Catamarca, un pueblo camina desde hace casi 800 sábados. Cada semana, sin falta, las y los vecinos de Andalgalá se movilizan por las calles del pueblo para decir lo mismo que vienen diciendo desde hace más de una década: no a la megaminería, sí a la vida. La Asamblea El Algarrobo, nacida de esa resistencia, se convirtió en símbolo nacional de la defensa del territorio frente a la avanzada extractiva disfrazada de “desarrollo”.

“La problemática principal es la minería a gran escala. Hoy estamos enfrentando el proyecto MARA, una fusión entre Minera Alumbrera y Aguas Ricas. Nos quieren vender que es parte de la transición energética, pero lo que vemos es más de lo mismo: saqueo, contaminación, represión y división social”, explica Enzo, integrante de la Asamblea. La historia es conocida: donde prometen progreso, llegan helicópteros, policías y empresas con promesas que no se cumplen. Donde antes hubo agricultura y pirquineo artesanal, ahora se impone un modelo de minería de montaña con uso intensivo de agua, energía y territorios.

Andalgalá está literalmente sobre los minerales, pero no por eso es una comunidad minera. “La nuestra fue siempre una economía familiar, basada en trabajos horizontales y distribuidos, no en megaproyectos donde ganan los de siempre”, señala Enzo. La minería “verde” —ligada al cobre y al litio— aparece hoy como la nueva fachada del extractivismo. Bajo el discurso de la transición energética, se justifican proyectos que amenazan glaciares, cuencas hídricas y pueblos enteros. “No hay minería sustentable. Si este es el precio de la transición, que la paguen las empresas, no los pueblos”, afirma, citando al histórico referente diaguita Marcos Pastrana.

Pero el conflicto no es solo ambiental. Es también político y ético. Las comunidades denuncian un modelo de democracia vaciada, en el que los gobiernos —nacional y provincial— negocian a espaldas del pueblo, con represión sistemática y violación de derechos colectivos. “Nosotros ya somos escuchados. Lo que exigimos ahora es que se nos respete, que se actúe políticamente para frenar este modelo de muerte”, dice Enzo.

En Andalgalá, resistir es también un acto de amor: hacia el territorio, hacia las y los otros, incluso —paradójicamente— hacia quienes reproducen el modelo extractivo. “Nuestros métodos son con el corazón. Con el cuidado del otro, incluso del que piensa distinto. Porque no se trata solo de pelear contra algo, sino de crear algo mejor, algo habitable”, asegura Enzo.

El próximo 31 de mayo se cumplirán 800 caminatas. Ochocientas veces el pueblo salió a la calle para recordar que el oro y el cobre no valen más que el agua, ni las ganancias más que la vida. Y que, como dicen desde El Algarrobo, “no es posible una transición si no hay justicia para los pueblos”.

Patagonia: Energía para el norte, despojo para el sur

La Patagonia es hoy el laboratorio del nuevo extractivismo. Con miles de hectáreas fiscales en disputa, avanzan a paso firme los proyectos de minería, energía eólica, hidrógeno “verde”, litio y hasta uranio. Pero lo que desde los discursos oficiales se presenta como desarrollo y transición energética, en el territorio se traduce en desalojos, incendios, represión y saqueo. “Cada intervención del poder es una disputa por el territorio. Y el territorio siempre está habitado, cuidado, trabajado”, dice Alejandro, de la organización ecologista Piuquén y del espacio asambleario autónomo de Bariloche.

Desde el Alto Valle hasta la estepa y la cordillera, la matriz es la misma: un Estado que opera como gestor de negocios para corporaciones nacionales y extranjeras, muchas veces valiéndose de títulos truchos sobre tierras fiscales —herencia de la mal llamada “Campaña del Desierto”— para avanzar sobre comunidades, especialmente mapuche y campesinas. “No se reconoce la tenencia comunitaria, los permisos son precarios, y cuando aparece una empresa amiga del poder, aparece mágicamente un título de propiedad”, denuncia Alejandro. Lo que sigue es la judicialización de los pobladores y, muchas veces, su criminalización.

Los recursos que se buscan no son pocos: oro, plata, litio, uranio. Pero también el viento y el agua, insumos clave para la producción de hidrógeno verde, ese nuevo emblema de la transición energética que —bajo una apariencia “limpia”— reproduce el colonialismo energético: el sur pone los territorios, el norte se queda con la energía. “Nos piden que generemos energía limpia para descarbonizar Europa, pero acá dejan contaminación, expulsión y violencia”, explican desde Piuquén.

El rebrote del interés nuclear —con la extracción de uranio en Mendoza, Chubut y Río Negro— y el crecimiento del negocio inmobiliario y turístico (ligado a la extranjerización de la tierra) completan un mapa de tensiones cada vez más fuertes. “La Patagonia no está vacía. Está siendo vaciada”, resumen desde el espacio.

A eso se suma el drama de los incendios forestales, agravados por el monocultivo de especies exóticas como el pino, por la falta de prevención y por un discurso oficial que busca culpables antes que soluciones. “Cada vez que hay fuego, aunque sea por causas naturales, la primera respuesta es culpar a las comunidades mapuche. Esa criminalización es parte del mismo sistema de despojo”, advierte Alejandro.

Frente a todo eso, el tejido comunitario —urbano y rural, mapuche y no mapuche, popular y asambleario— sigue resistiendo, informando, organizando. “Nos toca pensar cómo cortar con esta cadena de saqueo. Porque si no decidimos desde los territorios, van a seguir destruyendo para alimentar un modelo de consumo que ya no da más”.

Fuente: LATFEM

Temas: Defensa del Territorio , Extractivismo

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