Un desencuentro vital que nos llama a seguir nuestro propio camino

Son mucho más de mil 400 millones de campesinos que el capital sigue empeñado en someter a las leyes del mercado, sustituyendo sus cuidados agrícolas por técnicas industriales, siempre intensivas [que violentan la escala de los modos ancestrales de trabajo campesino y de los ciclos de vida de los cultivos].

Las corporaciones buscan que tantísimos millones dependan totalmente de las empresas productoras de semillas y agrotóxicos que les excluyen dejando todo en manos de técnicos ajenos, de transportes ajenos, de canales de comercialización con reglas de operación infranqueables. Y que los consumidores finales estén presos de un sistema de distribución que impone en los hechos una disponibilidad de ciertos productos, en este caso productos comestibles procesados vía supermercados, tiendas de conveniencia en los barrios, y otros canales de venta al menudeo.

Como esto les secuestra muchos de los procesos y relaciones que ejercieron de manera independiente durante siglos, para los campesinos el esquema se vuelve inviable y terminan siendo expulsados de sus tierras o engrosando la cifra de suicidios por la agricultura (más de 130 mil anuales en a India). Según palabras de Christiane Lambert, vicepresidente de la Federación Nacional de Agricultores Unidos (FNSEA), “Un agricultor francés se suicida cada dos días”. O lo que es lo mismo, casi 600 agricultores al año acaban con su vida, según los activistas del sector. (Ver Marc, Casanovas, “los suicidios en el campo son una epidemia casi desconocida en todo el mundo”, noviembre de 2016, aquí)

No importa el modo, parecen decir las empresas, lo importante es que se hagan a un lado y le dejen campo libre a la agricultura industrial, cada vez con menos trabajadores en los campos, y se vuelvan trabajadores en lo que sea, con tal de que ahora en vez de producir creativamente se sometan a un trabajo explotado, y en muchos casos esclavizado, consuman, y gasten.

El número de migrantes alcanza ya la cifra de 258 millones de personas, forzadas a viajar llevando su casa (y su visión, sus saberes, su sentido del amor y la fraternidad) a cuestas, según datos de Naciones Unidas de fines de 2017. Son mil millones los hambrientos. ¿Y la gente desaparecida, asesinada, enferma, intoxicada, afectada por la devastación que implican el envenenamiento o la mutación? ¿Cómo se mide la explotación y la represión?

Invisibles aún hace veinte o treinta años, el horizonte de las luchas se hizo más vasto y diverso que nunca antes. La figura total comienza a hacer sentido gracias a una visión del abajo, surgida de las comunidades rurales y las barriadas urbanas que sufren el embate completo del capitalismo. Y es que la globalización (junto con su control brutal, su concentración extrema, su arrasamiento de las relaciones, su invasión de todos los ámbitos y su violencia hacia la diversidad, y su violencia generalizada y cotidiana) también facilitó, inesperadamente, un panorama que antes no teníamos. La gente pensaba que sufría sola las condiciones de devastación, saqueo y opresión: que su lucha era única, que su historia era única. Pero todas las historias están relacionadas. Todas las luchas están relacionadas. Saber que otras personas sufren y luchan contra las mismas condiciones ha fortalecido un modo de pensar, actuar y vincularnos con mayor perspectiva, lo cual renueva nuestros ancestrales modos de lucha y procrea nuevas estrategias para organizarnos.

Ahora es más difícil e inoperante ejercer la verticalidad central en una cúpula (aunque en algunas organizaciones y partidos lo sigan practicando, y promoviendo el sectarismo y sus culpógenas traiciones mezquinas) porque ahora es más común el pensamiento horizontal (construir saber en colectivo), buscar los vínculos directos con otras personas, en diálogo. Más y más gente busca la relación directa y se brinca las mediaciones.

Hay la urgencia por tener y entender el panorama completo de cómo es que las corporaciones, los gobiernos y los operadores locales mueven en lo real y a todos los niveles sus hilos y esquemas (ahora reforzados por traductores a los idiomas regionales que el propio sistema echa a andar). Urge también entender cómo es que los efectos de estos actores interactúan provocando enormes impactos, devastaciones, crisis y catástrofes interconectadas.

Documentar y entender los detalles de ese enorme edificio de mediaciones, regulaciones y políticas (que nos impide tomar nuestras propias decisiones y las secuestra sacándolas de nuestro entorno inmediato), hace que los ávidos de información nos reunamos en talleres, asambleas, seminarios y encuentros. Y que ahí compartamos experiencias, ejerzamos una formación continua y libre con otros en igualdad de circunstancias, e intentemos identificar, juntos, causas, fuentes, problemas, obstáculos e interconexiones.

Hoy es común pensar el mundo en su flujo perpetuo de ideas y mercancías, pero también en el perpetuo fluir de multitudes. Comunidades enteras van y vienen, emigran y regresan, inmigran y se van —fluyendo entre campo y ciudad y de un país a otro. La gente busca entonces entender los relaciones campo-ciudad, con todos sus metabolismos, y la urgencia de retejer comunidad en las urbes.

En este esquema debemos dejar de invisibilizar los procesos por los cuales la gente se marcha, o la gente llega a un país particular.

El lenguaje actual termina borrando a emigrantes e inmigrantes al tildarlos de “migrantes”, cual si fueran personas que se mueven por el mundo sin más razón aparente que “una libertad individual y colectiva”, casi despojándolos de una historia que lo es todo para entender sus causas profundas. En términos de derecho internacional, es crucial regresarles su identidad, una que se construye historiando desde abajo razones y procesos de despojo y devastación, de hostigamiento, que están en marcha y que les expulsan.

Es por eso crucial entender la maraña de relaciones perversas entre dineros, proyectos, políticas y estafas corporativas o gubernamentales. Hoy más comunidades son más reticentes ante el “desarrollo” como un concepto abstracto y universal y se niegan a un bienestar de corto plazo.

Muchas comunidades saben muy bien que recibir dinero para proyectos por parte del gobierno, de las agencias nacionales o internacionales, o de las corporaciones, puede sumirlos en una servidumbre (con ataduras parecidas a las de las antiguas haciendas), pero de nivel global, y con un entrevero de acciones corporativas más invisible, más cobarde, que antes.

Dice un viejo proverbio: “el dinero es lo más caro del mundo porque lo paga uno en dignidad, tiempo y estima propia perdidas”. Negarse a recibir dinero y programas es duro, porque las condiciones son tan extremas, pero la “bala de azúcar”, como le llaman las comunidades zapatistas, es la treta de dulzura que mata desde fuera muchos esfuerzos —incluida la idea de la resistencia.

Hoy las comunidades se percatan de la urgencia de volver a la integralidad y saben que con proyectos aislados no es posible resolver tantos problemas entrecruzados, que buscar la solución a un solo asunto agrava la maraña y mina los esfuerzos de la gente, que termina esclavizada por lo que parecía le iba a resolver un poco de la vida.

Muchas comunidades y pueblos van entendiendo también que los Estados los siguen excluyendo (sean de izquierda o derecha) y que con legislaciones (nacionales e internacionales) favorables a las empresas pretenden saquear de nuevo sus territorios, sus tierras, sus semillas, su agua, sus minerales, su petróleo, sus saberes, sus gentes, y controlar los más sistemas posibles a nivel mundial, empezando por el alimentario que es tal vez el más básico y profundo. Y como además todo es un cochinero, todo está puesto en componendas que el propio Estado y su gobierno promueven al punto de configurar un modelo amorfo y fluido de criminalidad como moneda de cambio nadando en un caos programado que hace la vida ilegible en muchas regiones, la gente comienza a desprenderse de la convicción de responderle a un Estado que los traiciona a diario.

Por tanto, con leyes o sin leyes, los pueblos, naciones y tribus, las comunidades locales, refuerzan el control autónomo de sus territorios, proponen autogobiernos y democracia directa con el fin de resistir las enormes invasiones y explotaciones corporativas, resistir los esquemas, programas, proyectos y corrupciones que los gobiernos municipales, distritales, estatales y el nacional les imponen mediante disposiciones y persecución.

En cambio, más y más comunidades buscan un auténtico bienestar o prosperidad que saben sólo puede surgir de autogobiernos, de proyectos autogestionarios, de que las decisiones se tomen donde son pertinentes —y las tomen quienes ejercen su propia vida y destino con otros y otras por igual.

Para estas comunidades la autonomía más fundamental y primordial es producir los alimentos propios con sus semillas ancestrales libres, recurriendo a la ganadería propia y en pequeño, recolectando fruta, moras, vainas, insectos hongos, ejerciendo una pesca artesanal, re-equilibrando los flujos y nacientes del agua, y ejerciendo una cacería equilibrada; es decir, habitan plenamente su soberanía alimentaria y piensan, deciden, laboran, sueñan y celebran juntas, sin pedirle permiso a nadie.

No mencionamos aquí los nombres de las comunidades que ya buscan todo esto, para que no se les antoje a las corporaciones y al gobierno ir a entrometerse. Su invisibilidad es importante todavía.

Un devenir de estos años es haber reconocido lo urgente de relacionar las tantas luchas de cada región con otras luchas y procesos de resistencia, de otras regiones o países, porque el cotejo nos hace entender nuestra propia lucha. Y emprender el proceso de sistematizar nuestros quehaceres, pero también los agravios que cargamos por tanto ataque que nos hacen.

Igualmente es crucial compartir las prácticas, los cuidados, los respetos antiguos y actuales que no podemos olvidar nunca porque son el corazón de la dignidad, la esperanza y la confianza.

La idea de que el mundo es complejo (y no un mundo lineal, blanco o negro) es más fuerte que antes y se ha vuelto una herramienta básica para pensar y entender. Es fuerte la tendencia a discutir la historia, la economía, el problema del dinero, las falacias del sistema educativo y las virtudes de un aprendizaje radical en las situaciones naturales, el papel de las instituciones, los torcidos modos del capitalismo y sus métodos de corrupción y guerra, los ángulos desde donde le podemos dar vuelta al Estado y/o a las corporaciones.

Tal vez es muy aventurado, pero real, afirmar que es la población rural —en particular el campesinado y los pueblos originarios— quienes tienen mayor claridad de todo el entramado de ataques y políticas corporativas y gubernamentales porque lo sufren completo sin filtros. Pero desde los enclaves obreros también va surgiendo una claridad conforme se encaminan procesos de recuperar la historia propia, nuestra historia desde abajo, desde nuestros rincones más locales y aparentemente insignificantes, y que para cada quién importan tanto.

Hay una alianza, autónoma en actitud, que vincula a los movimientos indígenas y campesinos con segmentos del movimiento ecologista y de la sociedad civil que impulsa que más gente, en campo y ciudad, pueda ejercer la vital estrategia de sembrar alimentos propios abriendo un breve y luminoso espacio desde donde se pueda emprender la búsqueda de la transformación radical del mundo.

Esta alianza recibe información concreta del trabajo de investigación de muchas personas que cruzan datos y arman, junto con las comunidades, un cuerpo de saberes y conocimientos pertinentes que nadie más tiene: los lazos entre corporaciones y clase política (quiénes, donde, cómo, cuándo y porqué), el trabajo sucio de los operadores, las finanzas y funciones reales de programas, agencias y planificadores mundiales. Sin esta información vertida en encuentros y talleres no contaríamos con tanto detalle y panorama.

Hoy, América latina es un laboratorio de espacios de reflexión derivados del intercambio de muchas experiencias que comienzan a narrarse desde muchos rincones. Tal vez por primera vez en la historia podamos barrer el panorama completo de cómo actúa, de facto, el capitalismo en el mundo.

Y mucha gente, muchas comunidades, asumen que con el gobierno no cuentan para nada, como se dijo hace unas semanas en el Encuentro en Defensa de los Territorios Indígenas y Campesinos frente a la Invasión de Proyectos Extractivos y la Violencia, que organizó el Centro de estudios para el Cambio en el Campo Mexicano y que contó con la presencia de 17 pueblos originarios de 23 estados del país.

Ahí se insistió: “Los proyectos de devastación y despojo, y la violencia promovida por la delincuencia organizada que es una con las llamadas fuerzas de seguridad y el propio gobierno, nos dejan con la convicción de que ya no contamos con el gobierno para nada… Las comunidades tenemos que tender puentes entre nosotras, impulsando relaciones de cooperación y compartición. Pues sólo nosotros estamos defendiendo la vida”.

Por Ramón Vera - Editor, investigador independiente y acompañante de comunidades para la defensa de sus territorios, su soberanía alimentaria y autonomía. Forma parte de equipo Ojarasca y Grain

Fuente: Desinformémonos

Temas: Agricultura campesina y prácticas tradicionales, Agronegocio

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