Argentina: las banquinas de la soja, por Darío Gianfelici

Hace más de veinte años que recorro caminos rurales de Paraná Campaña. Las razones de la enfermedad, de la angustia o del duelo me han llevado por los caminos asfaltados, por los de tierra, por las brozas y los ripios

Varias veces, por ese egoísmo primario que nos impulsa a cuidar nuestros bienes materiales, acepté ser llevado por otras personas con mayor o menor apuro o nivel de ansiedad que es casi lo mismo, pero eso me daba la oportunidad de mirar las banquinas.

Día o noche me sorprendían los animalitos que veía en ellas, ya sea un aguilucho que levanta vuelo asustado por el ruido del vehículo, ya un búho que observaba con interés o reproche, vaya a saber cuál de ellos, o ambos, el paso de esa máquina.
A veces las liebres, confundidas por las luces no naturales que invadían su hábitat, hacían una carrera desesperada hasta perderse en algún arbusto.

Durante el día, cuando la obligación fue concurrir a un Centro de Salud rural estuvieron las perdices, con ese vuelo corto y el silbido que parece una protesta, cuando las heladas las adormecían en el peligro del amanecer.

Los apereá, ese roedorcito oscuro que juega un baile de amagues con el vehículo que se aproxima y a veces compite en velocidad cruzando por delante, desapareciendo sus patitas cortas en la velocidad del esquive.

Cuando el compromiso con la salud terminaba en horas de la siesta veraniega y volvía con modorra, y el cabeceo del Citroen de aquellos tiempos me acunaba traicioneramente, de pronto me sobresaltaba la perezosa, y letal, belleza de la yarará que se cruzaba indiferente.

Recuerdo que cierta vez un paisano, de esos que uno levanta más que nada para entretenerse en una conversación fútil sobre el calor, la lluvia o algo así, me invitó a detenerme para perseguir una de estas serpientes, gorda ella, que había atravesado el camino delante del paso del automóvil.

Yo no sé si fue el respeto al animal que tenía mucho más derecho que nosotros a estar allí a esa hora o, más probablemente el miedo a semejante bicho lo que me hizo ignorar la propuesta. No me arrepiento. Sólo deseo que la yarará inmensa sólo haya descargado su veneno en los mismos apereás que jugaban a las carreras con mi auto.

Por esos tiempos también viajaba seguido a Rosario, por la autopista que, aún siendo todavía de nuestro Estado, ya tenía ese aspecto artificial de yuyo cortado al ras y limpieza de comercio de comidas rápidas.

Ni hablar de hoy día donde permanentemente los empleados las recorren levantando el mas mínimo papelito que denuncie la presencia humana. Parecen de plástico.

Pero ahora, es decir hace siete u ocho años, llegó la soja. Y llegó la siembra directa y lo que siempre fue penuria y angustia para el hombre de campo se transformó en algo parecido al paraíso.

Un cultivo que rinde, que se aguanta las sequías y las lluvias, que sólo requiere regarlo con agroquímicos, que no da trabajo, que permite a la gente pagar las deudas, mejorar la casa y pensar en la 4 x 4 que se puede comprar con soja nomás, de esa que está atesorada en el silo chorizo, que dan ganas de dormir encima de parejita y suave que parece.

Y como es difícil acostumbrarse a decir hasta acá y la soja es plata, nos olvidamos de que el abuelo dejaba un metro entre el sembrado y el alambrado, justamente para los bichos.
Y ya que estamos, qué hacen esas banquinas, ?sucias? de espinillos, aromitos y yuyales, donde sólo viven bichos, apereás, yararás, búhos, perdices, zorros, zorrinos, algún perro abandonado por sus dueños, donde vienen a comer los aguiluchos para que esta sociedad animal se mantenga equilibrada.

Y los que no se ven, los insectos como las arañas que hacen trampas de tela pegajosa pero con dibujos que dan ganas de conservar por lo bellos, las mariposas que vienen a libar de los árboles florecidos y parecen flores en movimiento para adornar el paisaje.

Todo eso es sacrificable al beneficio de la soja y hay que sembrar, y fumigar, soja en las banquinas y para disimular más en algunos lugares levantamos el alambrado retornando a épocas inmemoriales de pampa virgen, sin límites y gente trabajando.

¿Dónde está la gente que trabaja con la soja, aparte del empleado del pool de siembra que maneja la herramienta de siembra directa, dónde está la gente? ¿Dónde están los bichos que acompañaban el trayecto? ¿Por qué ese espacio que es mío y es de todos se transformó en un lugar más para un señor que quiere sembrar soja? ¿Dónde está el abuelo que dejaba un metro para los bichos? Cuánta soja hay que sembrar para que quedemos conformes y sepamos que basta, que ya está, que ya casi no quedan bichos, que ya casi no quedan peces en los arroyos, que ya casi no queda gente, que el campo es sólo soja y hasta el camino de tierra pronto será un mar verde oscuro, quieto y amenazante de soja transgénica.

El Diario, Entre Ríos, Argentina

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