La batalla por las semillas en America Latina: cómo avanza el cerco legal y cómo responden los pueblos
Cada vez más, el avance corporativo se disfraza de protección legal. Bajo leyes que supuestamente resguardan la semilla, se abren puertas para su registro, certificación o privatización. Frente a ese cerco, los pueblos indígenas y rurales sostienen sus semillas como si fueran un territorio vivo. Lo que está en juego no es solo la agricultura, sino un pilar esencial de las sociedades latinoamericanas.
Las discusiones actuales sobre propiedad intelectual y tratados de libre comercio no hacen sino actualizar una estrategia persistente: los intentos del agronegocio por apropiarse de las semillas mediante normas o leyes que regulan su circulación, su venta y su uso. En la coyuntura reciente, estos mecanismos han recuperado fuerza con compromisos internacionales que reconfiguran el sistema agrícola en beneficio de la industria.
Durante años, distintos gobiernos han promovido disposiciones que, bajo la promesa de “ordenar” la comercialización de semillas, han terminado afectando las prácticas tradicionales de quienes trabajan la tierra. Al introducir criterios de control sobre variedades vegetales y procedimientos de manejo, estas disposiciones consolidan un escenario que favorece a las corporaciones y reduce el margen para el uso, la conservación y el intercambio campesino de semillas.
En paralelo, organizaciones campesinas e indígenas han impulsado iniciativas de leyes o normativas destinadas a resguardar sus saberes y garantizar el uso libre de las semillas. Sin embargo, varias de estas propuestas se alejan de las dinámicas reales del campo, ya sea por diseños técnicos poco adecuados o por no incorporar plenamente las necesidades de quienes sostienen la diversidad agrícola.
La arquitectura legal del control
Buena parte de este cerco se sostiene en legislaciones moldeadas por los estándares de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV). Este marco limita el derecho campesino a guardar, reutilizar e intercambiar semillas, y amplía los derechos de quienes reclaman “propiedad” sobre nuevas variedades. A ello se suman los regímenes derivados del Tratado sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (TRIPS por sus siglas en inglés), que autorizan patentar variedades vegetales y tecnologías agrícolas, reforzando la dependencia de las comunidades respecto a la industria.
Los tratados de libre comercio profundizan esa tendencia. En varios países latinoamericanos, la firma de acuerdos con Estados Unidos o la Unión Europea ha ido acompañada de presiones para adoptar UPOV 91 o implementar sistemas de patentes para variedades vegetales. Más recientemente, los Emiratos Árabes Unidos han replicado esas presiones en países del sur global. En conjunto, estas normas imponen derechos de obtentor, reglas rígidas para la comercialización y mecanismos que chocan frontalmente con las prácticas campesinas.
El caso de Chile muestra esa tensión con especial claridad. En 2024, una resolución que buscaba reconocer oficialmente las semillas tradicionales terminó incluyendo criterios que restringían el intercambio y la comercialización comunitaria. Las modificaciones introducidas en el proceso legislativo favorecieron a empresas semilleras y otorgaron al Ministerio de Agricultura potestad para regular la cantidad de semillas que podían intercambiarse. Para organizaciones como Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas (ANAMURI), esto significaba una amenaza directa a sus sistemas de semillas y una vía encubierta para impulsar la adhesión a UPOV 91 . La presión social logró que la resolución fuera finalmente derogada.
Esta experiencia ilustra cómo las exigencias burocráticas —registro obligatorio, normas de almacenamiento o procedimientos uniformes— pueden convertirse en barreras que obstaculizan las prácticas que mantienen viva la agrobiodiversidad. Pero también revela otro aspecto central: el avance corporativo no es inevitable. En distintos países, la movilización campesina e indígena ha logrado frenar normas que buscaban obligar al registro de semillas o restringir su circulación. Allí donde esas luchas han sido sostenidas, la privatización ha encontrado límites y las comunidades han defendido su derecho a usar, multiplicar e intercambiar sus semillas.
El avance corporativo y la resistencia campesina
Un ejemplo paradigmático de la presión corporativa se dio en Honduras en 2012, cuando el Parlamento aprobó la Ley de Protección de Obtenciones de Vegetales. Detrás de esta iniciativa estuvieron cámaras empresariales vinculadas al agronegocio y a la industria semillera, así como empresas transnacionales que operan en la región —entre ellas corporaciones del sector como Monsanto (hoy parte de Bayer), Syngenta o Cargill— interesadas en expandir regímenes de propiedad sobre las semillas. La legislación restringía el derecho de las personas agricultoras a guardar, compartir o intercambiar sus semillas, lo que provocó un rechazo social inmediato. Organizaciones campesinas como la Asociación Nacional para el Fomento de la Agricultura Ecológica (ANAFAE) sostuvieron una lucha de más de una década hasta lograr que la norma fuera finalmente declarada inconstitucional.
La derogación de esta ley no fue un hecho aislado. Respondió a años de resistencia encabezada por ANAFAE y otras organizaciones campesinas, que denunciaban que “La Ley Monsanto vulnera la Constitución porque limita el desarrollo de la población. En un país donde muchas familias dependen de lo que cultivan para subsistir, este tipo de leyes nos condenan al hambre” [1].
La Corte Suprema confirmó esta preocupación: determinó que el Decreto Nº 21-2012 atentaba contra la soberanía nacional, los derechos de las comunidades campesinas y el derecho a la alimentación. También concluyó que el Convenio UPOV —base de la normativa— contravenía principios constitucionales esenciales, como el derecho a la vida, a la dignidad humana, a una vida digna, a la alimentación y a la salud. A pesar de este fallo y del esfuerzo de las organizaciones campesinas, el Congreso, respaldado por corporaciones del sector, intenta nuevamente reactivar la denominada “Ley Monsanto”.
Lo que ocurrió en Honduras no fue un caso aislado: marcó el comienzo de una ola de iniciativas legislativas que recorrieron América Latina con la misma fórmula: propiedad intelectual, registros obligatorios y criminalización del intercambio, casi siempre impulsadas por las mismas empresas transnacionales.
En Ecuador, varias organizaciones criticaron la Ley Orgánica de Agrobiodiversidad, Semillas y Fomento de la Agricultura, aprobada en 2017, porque no garantizaba el derecho de los pueblos indígenas y campesinos a usar e intercambiar sus semillas. La norma buscaba crear un sistema nacional de registro de semillas y, además, limitaba el derecho a guardar, transportar e intercambiar semillas según sus criterios culturales y formas de manejo tradicionales. La Ley también fue cuestionada por intentar permitir la introducción de semillas transgénicas para fines experimentales, algo prohibido constitucionalmente por el artículo 401 de la Constitución.
Una preocupación similar estalló en Guatemala, donde las comunidades indígenas llevan manifestándose varios años para exigir que el gobierno descarte una propuesta de ley basada en los lineamientos de UPOV 91. Estas protestas se han convertido en el eje de una huelga nacional que cuestiona las políticas gubernamentales. Los pueblos indígenas y el campesinado, junto con aliados de la sociedad civil, han organizado movilizaciones y encuentros en los que denuncian que dicha ley vulnera sus derechos al no haber sido sometida a una consulta libre, previa e informada. También advierten que representa una amenaza para los sistemas alimentarios ancestrales, la soberanía alimentaria y la continuidad de las prácticas tradicionales campesinas e indígenas.
En Argentina, el gobierno de Javier Milei intentó incluir en su propuesta de “Ley Ómnibus” una cláusula (Artículo 241) para adherir a UPOV 91. La iniciativa contó con el respaldo de transnacionales semilleras como Bayer, Syngenta, Corteva y BASF. El artículo buscaba impedir que las agricultoras y los agricultores —incluidos los grandes productores de soja, un sector con gran influencia en el país— reutilizaran sus semillas, ampliando así el control corporativo sobre las cosechas y poniendo en riesgo la soberanía alimentaria. La respuesta fue un amplio movimiento social que logró derrotar la propuesta y eliminar el Artículo 241.
El 24 de enero de 2024, una huelga y movilización nacional liderada por las principales centrales sindicales reunió a cerca de cinco millones de personas. UPOV 91 fue uno de los puntos centrales de la protesta, que consiguió frenar la ley. Sin embargo, la lucha continúa, pues el gobierno mantiene su intención de presentar un nuevo proyecto para restringir el derecho de las agricultoras y los agricultores a conservar y utilizar semillas libremente.
En el caso chileno, la firma del tratado de libre comercio con Estados Unidos se ha convertido en una herramienta de presión para que el gobierno ratifique la adhesión al UPOV 91 e incremente la protección para las empresas semilleras. Actualmente, organizaciones sociales han rechazado la entrada en vigor del acuerdo de libre comercio con la Unión Europea y del Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico (TPP-11 o CPTPP), ya que también incluyen obligaciones para que el país adopte UPOV 91. Advierten que esto amenaza la recuperación y protección de la semilla campesina al facilitar el registro corporativo y criminalizar el libre intercambio de semillas.
En Bolivia, durante 2025, organizaciones campesinas e indígenas rechazaron la adhesión del país a UPOV 91.Consideran que las restricciones y los mecanismos de privatización que promueve este convenio vulneran sus derechos y comprometen la soberanía alimentaria. La protección de las semillas nativas, sostienen, es un pilar de su identidad y de las prácticas culturales que sostienen la vida comunitaria.
La preocupación se ha extendido a escala regional. En mayo de 2024, organizaciones campesinas y de la sociedad civil de México, Guatemala, Honduras, El Salvador, Costa Rica, Nicaragua, Colombia y Ecuador se reunieron en Costa Rica “por la defensa de las semillas y el maíz”. Allí compartieron experiencias y acordaron acciones comunes para enfrentar el creciente control que las transnacionales buscan imponer sobre las semillas y otros materiales de reproducción mediante la propiedad intelectual, las leyes de comercialización y diversas normativas. Las delegaciones denunciaron específicamente los tratados de libre comercio y las leyes UPOV, a las que consideran una amenaza de extrema gravedad para sus comunidades.
Ese mismo impulso atraviesa hoy a toda la región: el campesinado latinoamericano sostiene diversas formas de resistencia frente a los intentos de privatizar y controlar las semillas, y denuncia estas regulaciones como amenazas directas a la agrobiodiversidad y a su autonomía.
El riesgo de legislar la semilla campesina
En los últimos años, organizaciones sociales de países como Guatemala y Perú han promovido proyectos de ley orientados a “proteger” las semillas nativas o criollas y garantizar su libre uso e intercambio. Aunque estas iniciativas parten de una preocupación legítima, pueden convertirse en un riesgo para las comunidades. Las normas que buscan resguardar las semillas pueden ser reinterpretadas, modificadas o capturadas por actores del agronegocio, que encuentran en el lenguaje legal vías para favorecer sus intereses.
En Perú, el Grupo Impulsor de Semillas Nativas (Grisen) presentó el Proyecto de Ley N.° 11521, cuyo propósito central es proteger los sistemas tradicionales de semillas nativas y salvaguardar el conocimiento ancestral y la agrobiodiversidad. A pesar de ello, el texto contiene aspectos problemáticos. El artículo 5 establece una definición restrictiva de “Sistemas Tradicionales de Semillas Nativas”, lo que podría dejar fuera otras prácticas de conservación e intercambio. El artículo 11 introduce mecanismos de registro que, de aplicarse con criterios técnicos o comerciales ajenos al mundo rural, podrían limitar el intercambio libre. A esto se suma que el artículo 13 concentra en el Estado la facultad de distribuir semillas nativas, asignando a las comunidades un rol meramente receptor.
En Brasil existen tres marcos legales distintos que regulan las semillas y la propiedad intelectual: (1) la Ley de Cultivares, inspirada en UPOV; (2) la Ley de Semillas y Plántulas junto con su reglamento; y (3) las disposiciones sobre patentes de secuencias genéticas derivadas de los TRIPS, adoptadas en el marco de la OMC, lo que permitió la patentabilidad de semillas transgénicas a través de la Ley de Propiedad Industrial N.° 9.279/1996.
Desde 2003 está vigente la Ley de Semillas y Plántulas y el Sistema Nacional de Registro de Semillas y Plantas, los cuales establecen normas para la producción, comercialización y certificación de semillas. El Decreto N.° 10.586, promulgado en 2020, junto con normativas posteriores, introdujo cambios relevantes, como la exención de registro para las semillas tradicionales destinadas al uso propio y la autorización para que los agricultores reserven hasta el 10% de sus semillas para la siembra. Estas reformas fueron impulsadas principalmente por la movilización de organizaciones campesinas. Sin embargo, “es una ley contradictoria, pero hasta ahora ha servido a algunas organizaciones campesinas, debido a las excepciones para las semillas criollas y agricultores familiares” [2].
Estas excepciones han permitido que el intercambio de semillas entre comunidades campesinas, indígenas y agricultores familiares se mantenga fuera del control estatal, sin necesidad de inscripción en el sistema oficial. No obstante, cuando se trata de vender semillas en los mercados, la ley exige un registro técnico que resulta inaccesible para la mayoría del campesinado. “Es casi imposible cumplir con todos los requisitos”, advierte Naiara, miembro de la organización brasileña Tierra de Direitos, evidenciando la distancia entre el marco legal y las prácticas reales del campo.
Aun con estas restricciones, el intercambio de semillas campesinas continúa siendo un espacio de resistencia y reproducción cultural. Las ferias comunitarias, las redes locales y los saberes ancestrales sostienen la autonomía campesina sobre sus semillas, sin necesidad de un reconocimiento institucional en Brasil. Sin embargo, “el Estado lo tolera porque considera que son iniciativas pequeñas, pero no las apoya para su expansión”, señala Naiara. Esta exclusión tiene consecuencias concretas: quienes trabajan con semillas criollas quedan fuera de créditos, seguros agrícolas y programas públicos, debido a los requisitos de trazabilidad impuestos por el Estado y las entidades financieras.
En 2017, el gobierno creó el Catastro Nacional de Cultivares Criollos con el objetivo de facilitar el acceso al Programa de Adquisición de Alimentos (PAA). No obstante, este catastro también generó tensiones. Para algunas organizaciones representó un avance; para otras, un potencial mecanismo de control estatal que podría restringir la comercialización de semillas criollas. Asimismo, han advertido que los registros pueden convertirse en instrumentos de vigilancia o persecución, especialmente ante cambios de gobierno y variaciones en las prioridades institucionales.
Más recientemente, en octubre de 2025, congresistas afines al agronegocio han impulsado una reforma de la Ley de Cultivares para alinear al país con las reglas de UPOV 91. La propuesta ha generado un rechazo inmediato por parte de organizaciones campesinas como el Movimiento de Pequeños Agricultores (MPA).
Por otro lado, en 2022 diversas organizaciones campesinas e indígenas de Guatemala presentaron la Iniciativa de Ley 6086, o Ley de Biodiversidad y Conocimientos Ancestrales, como una alternativa legislativa orientada a proteger las semillas, la biodiversidad y los saberes tradicionales. La iniciativa buscaba “defender la biodiversidad y los conocimientos ancestrales del modelo extractivo, los saqueos, despojos de las empresas y políticos corruptos”, proponiendo un marco normativo que reconociera estos conocimientos como patrimonio colectivo. Además, planteaba que su uso debía regirse por principios de justicia y reciprocidad, garantizando que los beneficios se orientaran prioritariamente hacia los pueblos indígenas.
No obstante, según organizaciones como REDSAG, el proceso de esta iniciativa de ley estuvo marcado por presiones e intentos de modificar sus articulados, introduciendo cambios que ponen en riesgo sus principios fundamentales. Un ejemplo es el Artículo 8, que señala que la ley no afecta el intercambio tradicional de conocimientos protegidos entre comunidades indígenas y campesinas; sin embargo, al mismo tiempo establece que las comunidades no tienen garantía de que sus semillas no puedan ser apropiadas por el Estado para su aprovechamiento, lo que genera incertidumbre y desconfianza.
El Artículo 15, por su parte, permite que las comunidades mantengan sus sistemas de administración territorial, pero solo “siempre y cuando sean compatibles con normas científico-técnicas”. Esta condición podría facilitar la imposición de estándares externos que no consideren la diversidad ni la particularidad de las prácticas campesinas, comprometiendo la autonomía comunitaria sobre sus semillas y saberes.
Asimismo, el Artículo 22 abre la posibilidad de que legislaciones externas o acuerdos internacionales tengan primacía sobre la protección local, lo que constituye una amenaza para la soberanía de las semillas campesinas y el resguardo de los conocimientos ancestrales frente a intereses comerciales o de terceros.
Finalmente, esta propuesta de ley no fue aprobada por el Congreso de Guatemala. Ante ello, las organizaciones han reorientado sus esfuerzos hacia la resistencia y la denuncia pública frente a los intentos del gobierno de impulsar una Ley de Semillas alineada con los intereses de las corporaciones semilleras.
La experiencia de las organizaciones guatemaltecas muestra que incluso las iniciativas legislativas concebidas para proteger las semillas campesinas e indígenas pueden terminar sin garantizar el reconocimiento ni el libre uso de la semilla campesina. Las modificaciones introducidas en los espacios legislativos, muchas veces producto de la presión corporativa, pueden desvirtuar el espíritu original de estas propuestas y convertirlas en amenazas para los derechos de las comunidades.
La defensa de los derechos campesinos y de sus semillas representa, en esencia, una confrontación por el control y la autonomía. La experiencia acumulada en países como Perú, Brasil y Guatemala nos muestra que las leyes y regulaciones, por más bien intencionadas que parezcan, suelen distanciarse de la realidad y las necesidades de quienes cultivan la tierra. De hecho, la intervención estatal puede limitar el intercambio libre, imponer mecanismos de registro inaccesibles y relegar a las comunidades a meros beneficiarios, mientras el verdadero control se mantiene lejos de sus manos.
Si bien es tentador impulsar normas o legislaciones que reconozcan las semillas campesinas como un derecho fundamental o como patrimonio público, la experiencia reciente muestra que estas iniciativas suelen quedar subordinadas a intereses comerciales y corporativos. Por ello, resulta más útil concentrar los esfuerzos en desmontar las leyes que favorecen a las corporaciones que en crear nuevos marcos legales supuestamente protectores, pero vulnerables a la captura.
En los próximos años, la región enfrentará una disyuntiva decisiva: permitir que la propiedad intelectual cierre el ciclo sobre la agricultura y las semillas, o fortalecer los sistemas campesinos que han mantenido viva la diversidad de la que depende la alimentación mundial. La batalla por las semillas en la región, lejos de estar resuelta, recién está entrando en su momento más intenso.
Notas:
[1] Comunicación personal con Octavio, miembro de ANAFAE
[2] Comunicación personal con Naiara, miembro de Terra de Direitos - Brasil
Fuente: GRAIN

