Acuerdo con el Fondo Monetario y “crecer para pagar”: ¿Una salida progresista?

Idioma Español
País Argentina
Foto: Subcoop

El pago de la deuda externa y la relación con el FMI tienen una íntima relación con el extractivismo y la dependencia. Lejos de la idea de “no hay más alternativas”, Horacio Machado Áraoz cuestiona al Gobierno por repetir viejas fórmulas neoliberales que, a costa de territorios y ambiente para el ingreso de dólares, solo llevarán a más pobreza e injusticia social.

Los procesos de endeudamiento de los países dependientes han sido históricamente usados como mecanismos de profundización de tal condición, dentro del sistema mundial. Las élites y los grupos oligárquicos de esos países, han recurrido a las deudas para reforzar sus privilegios, aún a costa de los intereses generales. El caso de la fenomenal deuda contraída por el gobierno de Mauricio Macri en la Argentina, vuelve a colocar esta cuestión en evidencia. El nuevo gobierno asume un país en crisis y prácticamente asfixiado por las obligaciones de pago heredadas. Cómo afrontar la crucial cuestión de la deuda y qué estrategia darse frente a la misma, es la variable central que determinará su suerte y la del país.

Frente a los análisis que sólo ven la dominación en la exacción financiera y la imposición de programas de ajuste, acá se llama la atención sobre la dimensión ecológica de la deuda, destacando la necesidad de identificar los ciclos de despojos materiales como correlativos de los financieros. En tal sentido, la propuesta esbozada por el gobierno de Alberto Fernández frente a la deuda prenuncia un nuevo capítulo de una vieja saga: pagar la deuda con más extractivismo no parece ser una respuesta ni de izquierda, ni progresista. Ir por esa senda -ya largamente transitada- no presagia nada bueno para las mayorías populares del país. En lugar de pensar en la “sustentabilidad de la deuda”, es prioritario pensar en la sustentabilidad -a secas- de la sociedad.

Sobre deuda y sustentabilidad

Las mutaciones del neoliberalismo en la Argentina han vuelto a colocar la deuda externa en el centro de la escena política; no sólo interna, sino incluso internacional.

Tras el boom de las commodities que insufló los tiempos de bonanza del kirchnerismo (2003-2013) así como su ulterior caída (2013-2015), el fallido experimento de Macri por liderar un gobierno de derecha con apoyo electoral desembocó en un fenomenal endeudamiento récord. Con el concurso cómplice del FMI, en cuatro años el macrismo contrajo deuda con acreedores externos por 104 mil millones de dólares (un incremento del 163 por ciento), dejando  un horizonte de vencimientos de 200 mil millones de dólares para el periodo 2020-2024.

Acuciados por la combinación de inflación persistente y recesión creciente, el país halló en las urnas una (momentánea) válvula de escape. En ese marco, el triunfo de la alianza electoral integrada por las distintas vertientes del peronismo puede leerse como la canalización del hartazgo popular ante un gobierno que se caracterizó por una supina indolencia clasista y pasmosa incapacidad de gestión.

Ante el problema de la deuda, el Frente de Todos supo conformar una ecuación suficientemente ecléctica como para contener expectativas y temores contrapuestos de “los mercados” y los sectores populares. En medio de las tensiones, el planteo de “crecer para pagar” hecho por el gobierno de Alberto Fernández, emergió como una suerte de fórmula mágica, capaz de conjurar los fantasmas gemelos del default y del ajuste.

Bajo ese extraño encanto, acreedores y deudores, convergen ahora en la preocupación compartida por la “sustentabilidad” de la deuda. Pese a las enormes distancias entre “obligaciones” y “capacidad de pago”, los negociadores parten de una premisa básica, aparentemente incuestionable. Más allá de los detalles del “plan económico”, tanto el Gobierno como la oposición, el Fondo y los bonistas, saben que “crecer para pagar” significa lisa y llanamente volver a apostar a la intensificación de la matriz primario-exportadora de la economía argentina, así postulada como “única salida” posible.

El propio Alberto Fernández se ocupó de dejarlo claro y de instalarlo como pilar de su Gobierno. Ya ungido como virtual presidente electo, en su paso por San Juan, una emblemática provincia aliada al lobby de la minería transnacional, sentenció:  “Mis principales aliados son los que exportan”. No se trató de una declaración al paso, sino de una definición contundente que se articula a  una sólida cadena de intervenciones a favor del agronegocio, el fracking y la minería a gran escala, reafirmada con el perfil y obrar de sus ministros.

Así, más allá de alternancias electorales y polarizaciones ideológicas, en realidad, la política argentina tiene en la continuidad del extractivismo un consenso pétreo. Como señala el periodista Darío Aranda, acá no hay grietas:  “Los funcionarios pasan, el extractivismo continua”. Apostar a la intensificación de las exportaciones es la fórmula alquímica que diluye todas las contradicciones entre empresarios y sindicalistas, bonistas y deudores, oficialistas y opositores, derechas e izquierdas. Para unos, es la locomotora necesaria para la reactivación del mercado interno, el consumo, el empleo, los salarios; para otros, la clave para la atracción de inversiones, la recuperación de la tasa de ganancias y/o la base de los superávits requeridos para cobrar sus acreencias. En este plano de urgencias económicas, no hay mucho espacio para “preocupaciones ecológicas”. En tiempos de emergencia, lo “lógico” -para los principales actores del sistema- es sacrificar las riquezas naturales de los territorios.

Resulta llamativo que en nombre de la sustentabilidad de la deuda se cree un consenso para la intensificación del extractivismo. Paradójicamente, un término que nació al lenguaje político global como significante de problemáticas ambientales, es aplicado ahora para referir exclusivamente a balances y flujos financieros. Los flujos de materiales, como medida de pago del capital ficticio, pasan absolutamente desapercibidos. Acá también, derechas e izquierdas suelen hacer acto litúrgico de su credo antropocéntrico y productivista: primero está “lo social” (ya sean “los pobres” o “los mercados”) y luego, “lo ambiental” (como si la vida humana no fuera enteramente ecodependiente).

Claro que, ante lo que hubieran significado las políticas esperables de un triunfo electoral de la derecha explícita (la coalición Cambiemos), la propuesta de “crecer para pagar” aparece como obviamente preferible. No hay que ser muy perspicaces para suponer que una eventual reelección de Macri habría implicado la imposición férrea de la vieja y conocida fórmula de “ajuste + represión”, bajo la estricta sumisión del país a la política (no sólo económica) del FMI y sus mandantes. Frente a ello, el gobierno de Alberto Fernández ensaya una propuesta que, en lo económico, promete reducir la magnitud del ajuste interno, desplazando la fuente macroeconómica de recursos para afrontar los pagos desde el frente fiscal, hacia el sector externo, a través de ingresos de exportaciones y de IED (Inversión Extranjera Directa, que justamente irían a sectores primario-exportadores). En lo político, la fórmula pone en escena una gestión ‘negociada’ de la crisis, donde el ministro Martín Guzmán parece involucrar al FMI como ‘aliado’ frente al resto de los acreedores para la ineludible reestructuración de la deuda.

Descartando de plano lo que hubiera sido una vía de derecha pura y dura, cabe preguntarse: ¿Es ésta la mejor alternativa posible; la única salida realista y la más conveniente para el país? ¿Es ésta una opción que prioriza realmente los intereses de las mayorías populares, que nos inserta en una senda de menor dependencia externa y de mayor equidad y democracia interna?

A nuestro entender, la aceptación política de esta fórmula aparece como síntoma de hasta qué punto ha calado el neoliberalismo en el imaginario social. La naturalización de la lógica financiera como patrón único de valor social es lo que explica que este “crecer para pagar” no se vea como una contradicción; ni siquiera como problemático para un gobierno que se pretende progresista.

Quienes se asumen de izquierda o progresistas no deberían dejar de notar que, lejos de priorizar la salvaguarda de las mayorías populares, es una fórmula que consagra los intereses de los acreedores como finalidad y principio rector del gobierno. Visto en términos de una elemental ecología política, implica un rumbo cuya concreción significará la consumación de un nuevo ciclo de despojo.

El ministro de Economía, Martín Guzmán, y la directora gerenta del FMI, Kristalina Georgieva. Foto: Telam

Deuda, geometabolismo del capital y ciclos de despojo

No es una novedad para la ciencia social la asociación entre préstamos internacionales y producción de desigualdades y dependencias entre países. Desde hace ya más de un siglo, los estudios clásicos del imperialismo se ocuparon de identificar la deuda como dispositivo clave de ese engranaje. Entre los análisis de Hobson, Hilferding y Lenin, se destaca especialmente el de Rosa Luxemburgo, cuya clarividencia tiene mucho que aportar a los problemas de nuestros días.

Para la gran activista e intelectual socialista,  el carácter imperialista de la deuda no se restringe al obvio poder de tutelaje que los acreedores adquieren y ejercen sobre la política de las economías endeudadas. Rosa Luxemburgo analiza el papel de la deuda, no como algo aislado ni ocasional, sino como un componente sistémico de la acumulación a escala global. En tanto el capital supone una dinámica autoexpansiva que no reconoce límites, la realización de la plusvalía sólo se logra a costa de una continua expansión geográfica (es decir, ecológica y sociocultural) del capital.

En esa dinámica, las colonias proveen a los centros de acumulación lo que éstos empiezan a agotar durante su ‘desarrollo’: mercados para sus manufacturas, nuevas fuentes de materias primas y de fuerza de trabajo, y nuevas oportunidades de inversión. De allí el carácter indisociable entre colonialismo y capitalismo.

En ese plano, el endeudamiento de países formalmente independientes cumple la misma función que las guerras de conquista. Es decir, no se limita a ser un mecanismo de exacción financiera, ni de  control político de las economías deudoras, sino que la deuda opera decisivamente como dispositivo de ampliación de las fronteras de mercantilización: creando nuevas zonas de aprovisionamiento y valorización equivalentes a la invasión de territorios, el saqueo de recursos, la sobreexplotación de poblaciones subalternizadas y la apertura forzada de mercados. Así, la deuda realimenta continuamente los ciclos de despojo, una vez que no son viables los mecanismos tradicionales de la política colonial. Este análisis está en la base de lo que David Harvey acuñara como  “acumulación por despojo” y que señalara como una característica clave del “nuevo imperialismo” abierto bajo la era neoliberal.

Pese a haber sido ampliamente difundido y citado, un aspecto crucial del concepto de acumulación por despojo ha sido frecuentemente soslayado: en estos procesos, tanto o más importante que el drenaje del excedente financiero que ocurre a través de los pagos de la deuda, es el drenaje ecológico, de materia y energía, que fluye desde las economías deudoras a través de sus exportaciones, como fuente material de esos pagos. Las deudas fuerzan, en realidad, la ampliación de la frontera de mercancías, creando las condiciones de posibilidad para la explotación de nuevas fuentes de materias primas y/o de súper explotación del trabajo, extendiendo y/o intensificando el régimen de plusvalía hacia geografías antes marginales o subexplotadas.

Resulta sumamente sugestivo que, al desarrollar estos análisis hace ya más de cien años, Rosa Luxemburgo usara como ejemplo la estructura de relaciones económicas entre Inglaterra y Argentina en el siglo XIX. El caso devela la apropiación ecológica como el fondo de la sujeción imperialista que se realiza a través del crédito. Pues, el retorno del capital metropolitano invertido en créditos, ferrocarriles y puertos, no sólo se dio a través de los flujos financieros de la balanza de pagos, sino principalmente a través de la anexión de la región pampeana como proveedora de alimentos y otras materias primas baratas claves para su industria. La productividad extraordinaria del suelo pampeano, subordinado a la gran maquinaria manufacturera de la isla británica, fue así,  un elemento fundamental para la ‘maduración’ del capitalismo en el centro: el pan barato que alimentó al obrero inglés a partir del suelo argentino, fue a engordar la plusvalía del empresariado manchesteriano.

En definitiva, el análisis de Rosa Luxemburgo muestra cómo la deuda no es un elemento circunstancial y aislado, sino que opera como un dispositivo integrado al mecanismo general de extracción, apropiación y transferencia de excedentes (financieros y materiales) desde las economías coloniales o subalternas hacia los (diversos) epicentros de acumulación y realización de plusvalía.

Desde la ecología política, la noción de geometabolismo -que mira el proceso global de acumulación en términos de los flujos materiales y no sólo de los financieros- permite revelar la dimensión ecológica del imperialismo subyacente en el comercio mundial.

Lejos del mundo idílico supuesto por David Ricardo, el libre comercio no fluye en una geografía plana, sino que tiene lugar a través de una rígida geometría del poder que divide jerárquicamente las regiones de la pura y mera extracción de aquellas que concentran el procesamiento y consumo diferencial de los recursos.

La división internacional del trabajo (y de la naturaleza) opera como una matriz que sedimenta y profundiza los mecanismos sistémicos de apropiación desigual del mundo; de extracción de una plusvalía ecológica.

Así como en el Siglo XIX, la experiencia argentina reciente resulta un ejemplo emblemático de estos procesos. La dinámica especulativa y de endeudamiento de los ’90 que desembocó en el colapso de 2001, operó como detonante del boom de las commodities (2003-2013). El fenomenal salto habido de las exportaciones (cuyas divisas permitió ‘desendeudar’ el país y activar la ‘recuperación’ del mercado interno) significó -en términos geometabólicos- un más que proporcional drenaje ecológico de energía primaria a través de las cuales la geografía argentina subsidió la expansión industrial china. Los millones de dólares de exportaciones ‘ingresados’ durante el período encubrieron, en realidad, millones de toneladas de nutrientes y materias primas estratégicas, literalmente trasvasadas de un territorio a otro. Una vez menguado el boom exportador, el funcionamiento de la economía volvió a depender del endeudamiento. Hoy, la gravosa herencia de la deuda macrista deja al país a disposición de un nuevo ciclo de despojo.

En este contexto, “crecer para pagar” significa forzar la apertura de una nueva frontera de mercantilización hacia territorios y bienes naturales codiciados por el “mercado mundial”; concretamente, avanzar con la explotación de Vaca Muerta y el ‘desarrollo’ del fracking; abrir definitivamente la frontera de la explotación del litio en la Puna argentina; intensificar y ampliar el régimen del agronegocio y de la minería a gran escala a lo largo de la cordillera. La profundización del extractivismo para pagar las obligaciones externas, cumplirá el cometido del ‘endeudamiento’: completar los mecanismos de saqueo financiero con la intensificación de la plusvalía ecológica. No hay “quita” de la deuda que compense ese nuevo ciclo de despojo.

Una dimensión sustantiva de este problema es la cuestión geopolítica; pues la plusvalía ecológica requiere control territorial. Es un hecho que las cadenas de exportación del país (y de la región) están dominadas por el capital transnacional, en el agronegocio y, ni qué hablar, en la minería y el petróleo. Grandes empresas transnacionales detentan el control tecnológico, comercial, financiero de esos procesos productivos. Al tratarse de economías naturaleza-intensivas, el proceso implica la efectiva ocupación y control de vastas extensiones geográficas. Se configura así una matriz por la que la integridad territorial del país se fragmenta en cuadrículas de mono-explotaciones subordinadas a cadenas de valor global. Mediante la intensificación de las exportaciones, el capital transnacional oligopólico adquiere una decisiva capacidad de disposición sobre fuentes de agua, nutrientes y energía primaria de los territorios ocupados. La contracara de la ocupación territorial es -vale aclararlo- el desplazamiento poblacional. El control del agua, de los nutrientes y la energía es, lisa y llanamente, el control de (las fuentes) de vida; de la vida presente y futura.

Para decirlo de manera explícita, una posición ‘soberanista’ frente a la deuda que se concentre en ampliar los plazos y/o maximizar las ‘quitas’ de los pagos financieros, pero que sea absolutamente permisiva con las concesiones de territorios y recursos a los enclaves exportadores transnacionales, resulta, lisa y llanamente, una falacia.

Extractivismo: una cuestión política; no (sólo) ‘ambiental’

Desde sus orígenes, el pensamiento crítico latinoamericano se ha constituido como tal a partir de la identificación de los regímenes primario-exportadores como el problema de fondo de las sociedades latinoamericanas. Los clásicos del estructuralismo y de la Teoría de la Dependencia no criticaron tales regímenes por sus consecuencias ambientales (que, salvo excepciones tardías, en general desconocieron), sino por sus implicaciones económicas y políticas. Desnudaron la  conexión intrínseca entre modelo primario-exportador, concentración de la tierra y del poder.

El extractivismo no sólo tiene que ver con economías exportadoras de naturaleza, sino con un patrón oligárquico de apropiación, control y disposición de territorios y poblaciones. Ese fenómeno está en la raíz de la constitución política de nuestras sociedades. América Latina, como entidad geopolítica, nació al Mundo Moderno como la Gran Frontera de mercancías. El saqueo originario de sus tierras y poblaciones fue lo que detonó el Big Bang de la Era del Capital, haciendo posible la acumulación originaria a través del envío de “ vastas reservas de trabajo, alimento, energía y materias primas a las fauces de la acumulación global”.

La historia económica de la Argentina (y de la región) puede verse en términos de ciclos crónicos de auges y depresiones sucedidos al ritmo de la explotación de sus “recursos naturales”; de endeudamientos y crisis financieras, donde las dimensiones del despojo financiero y del despojo ecológico se fueron retroalimentando en una espiral continua de mercantilización creciente. Esa historia nos debería enseñar que el extractivismo es la dimensión ecológica del imperialismo. Que la producción del “subdesarrollo”, de las desigualdades sociales y de los autoritarismos hunden sus raíces en el duro suelo del extractivismo.

Desde la época de las carabelas hasta la actual, de grandes empresas transnacionales, el extractivismo opera como vínculo geometabólico que subsume las economías coloniales a los centros de acumulación. Las cadenas geográficas de materias primas que fluyen de Sur a Norte, son precisamente las cadenas que nos atan a un régimen estructural de dependencias y desigualdades ecológicas, económicas y políticas.

En ese escenario, hoy como ayer, “crecer para pagar” es profundizar la dependencia. Es ensanchar las brechas de desigualdad, al interior de nuestras sociedades y a nivel global; entre países y regiones; entre cuerpos de distintos colores, géneros y generaciones. Es, en última instancia, amplificar los autoritarismos; degradar las condiciones socioecológicas de la democracia. Porque ningún gobierno de las mayorías puede prosperar allí donde rige un patrón oligárquico de apropiación de la Tierra.

Pagar con suelo, aire, agua… Y sangre. ¿No tenemos alternativas?

La propuesta del gobierno de Alberto Fernández en materia de deuda toma sus ropajes progresistas de la promesa de eludir o morigerar el “ajuste”, y condicionar los pagos al crecimiento. Para ello, se apela a procurar aumentar y diversificar las fuentes de ingresos de divisas, vía básicamente captación de Inversión Extranjera Directa (IED) y aumento de exportaciones. Ambas medidas suponen, en realidad, la intensificación del extractivismo; inversiones para abrir nuevas geografías de extracción: litio, cobre, potasio, oro, plata, uranio, y una larga lista de minerales de consumo mundial masivo; hidrocarburos no convencionales; biomasa y nutrientes provenientes del agronegocio; inversiones, en fin, en las infraestructuras necesarias para hacer posible el drenaje de materia.

La experiencia histórica revisada nos muestra que, por esa vía, lejos de avanzar hacia un sendero de desarrollo autónomo, integralmente sostenible, que permita reducir progresivamente las desigualdades económicas, ecológicas y (bio)políticas, internas y externas, nos hundirán en un círculo vicioso ya conocido, donde el despojo de la energía primaria y social del presente, retroalimentará los despojos por-venir.

Dada la matriz ‘productiva’ del país -su sesgo extractivista-, está claro que la fórmula de “crecer para pagar” no significará otra cosa que la profundización estructural de la dependencia, la intensificación de los mecanismos de despojo, la concentración de la riqueza y del poder. Dicha vía nos aleja no sólo del mero crecimiento económico, sino de una sociedad ecológicamente sostenible, socialmente justa y políticamente democrática.

Tras desarticular la argumentación positiva de la propuesta, el único razonamiento que queda como justificativo de la política oficial en curso es la apelación al “realismo posibilista”: si bien no es lo mejor, ni siquiera bueno, “crecer para pagar es lo único posible”, se nos dice. Confirmando la vigencia de la razón neoliberal, el argumento de pagar a deuda con mayor explotación del suelo no tiene otro fundamento que el viejo y remanido lema thatchereano: “No hay alternativas”.

Ahora bien, ¿es realmente así? ¿Es realmente imposible pensar en una cesación unilateral de los pagos y en una auditoría exhaustiva de la deuda? ¿Qué tan justo, tan responsable y tan pernicioso para el país sería una tal alternativa? ¿Qué tan desastroso sería para el país hacer lo que hizo Ecuador en 2008? ¿Lo que amenazó con hacer Alexis Tsipras en 2015 en Grecia?

Dique de cola de Minera Alumbrera en Catamarca. Foto: Subcoop

La excepcionalidad de las condiciones bajo las que fue contraída la deuda macrista refuerza los argumentos jurídicos y políticos para el repudio de la misma. Los intereses geopolíticos que intervinieron, las irregularidades legales en las que el propio FMI incurrió al momento de otorgar un crédito -en contravención contra sus propios estatutos-, la extraordinaria fuga de divisas que alimentó esa deuda, son factores que hacen más que imperioso una rigurosa auditoría pública y social sobre la misma.

Al respecto, hay que decir, por un lado, que no se trata de “una puerta al abismo”, tal como incluso desde sectores críticos se presenta esta alternativa, en referencia a las eventuales consecuencias impredecibles y eventualmente catastróficas que significaría el repudio de la deuda. Los estudios de casos y las evidencias históricas de los procesos de renegociación de deudas espurias muestran más bien lo contrario:  la catástrofe está en el horizonte de quienes siguieron la vía de la sumisión.

Por otro lado, vale recalcar -para poner las cosas en su lugar-, que no se trataría de un simple e “irresponsable” default, sino lo contrario: un proceso que busque determinar de manera transparente y democrática las responsabilidades políticas diferenciales de un proceso plagado de comportamientos irregulares y criminosos, cuyas consecuencias exceden en mucho los meros aspectos financieros. Lo ‘responsable’ no es pagar, a secas y a ciegas; sino identificar a los verdaderos causantes de este histórico desfalco y determinar fehacientemente cómo se beneficiaron del mismo. Lo verdaderamente irresponsable sería forzar a que tengan que seguir pagando quienes ni decidieron ni se beneficiaron con esa deuda.

Por encima de todo, es fundamental no perder de vista que no se trata de una cuestión financiera, sino decisivamente ecológica, vale decir, vital. Porque las implicancias de esa deuda constituyen un embargo para la vida de vastas extensiones de territorios y poblaciones que hoy se ven como “fuentes de divisas”. En un sentido no metafórico, esa deuda pende como una amenaza que se cierne sobre la vida de millones de personas, de sistemas socioambientales y de generaciones que la lógica necroeconómica del capital (y sus mandatarios) se muestra dispuesta a sacrificar para pagar.

Desde esa perspectiva, cabe preguntarse: La crisis que implicaría dejar de tener acceso a nuevas inversiones externas, la escasez relativa de divisas, eventuales represalias respecto a nuestras exportaciones, ¿significaría la crisis de esa economía dependiente, colonialmente heredada del Siglo XIX y antes? Por cierto, esa vía no es sencilla y está llena de adversidades y desafíos inmediatos; pero la crisis de esa economía representaría también la posibilidad para transitar hacia otra economía; para abrir-nos paso hacia una tan radical como necesaria transformación de la matriz productiva y socioterritorial del país; de su patrón tecnológico y político.

En este sentido, es importante advertir que la ampliación de la frontera de mercancías acontece no sólo en el plano geográfico y material, sino también en el de los imaginarios y las subjetividades. Quiero decir, en esa dinámica, a la par de la expansión de las relaciones capitalistas hacia zona geoculturales relativamente marginales, a la mercantilización de nuevos elementos y procesos naturales y sociales, a la intensificación de los ritmos y volúmenes de extracción de “recursos, tienen lugar cambios correlativos en los regímenes axiológicos y normativos; en los esquemas de percepción, de sensibilidad y de valoración social que acompañan esa re-mercantilización y las tornan socialmente “aceptables”.

Permitir el saqueo de las fuentes de vida para cumplir con obligaciones financieras espurias; sacrificar sistemas hidrológicos enteros para “poder pagar”; estar dispuestos a pagar con suelo, con biodiversidad, con los propios nutrientes y fuentes de energía que sostienen nuestros cuerpos, eso también hace parte -y parte fundamental- de la expansión de la frontera de mercancías.

En definitiva, pensar en la “sustentabilidad” de la deuda, nos sume en una lógica colonial, sacrificial: nos conmina a “pagar como sea”; a asumir como objetivo propio los intereses de los acreedores. Por el contrario, auditar la deuda; hacer que paguen quienes lucraron con ella; declarar el repudio soberano de deudas ilegítimas: eso sería realmente pensar la sustentabilidad, no ya de “la deuda”, sino del país. Más que un camino utópico, se muestra como una vía más realista que el horizonte que emerge de la fórmula “crecer para pagar”.

La evaluación de la viabilidad de las propuestas se juega, claro, no en el de las ecuaciones matemáticas y los modelos econométricos, sino en el complejo campo de las relaciones de fuerza entre los distintos actores políticos intervinientes. En ese sentido, ir por esta vía alternativa implica, requiere ineludiblemente, construir poder popular más que ‘capacidad de pago’; aliarse con las mayorías populares movilizadas, más que con el Fondo Monetario Internacional.

En términos macroeconómicos y políticos realistas, la crisis de la deuda (las probables represalias de “los mercados” en términos de escasez extrema de divisas y asfixia financiera) podría ser una gran ventana de oportunidad para afrontar una radical transformación de la matriz socioproductiva y tecnológica de nuestra economía. Para emprender un camino de transición socioecológica hacia una economía realmente más sostenible y adecuada para afrontar el crucial desafío que tenemos como especie, en los umbrales de la crisis planetaria global. En términos del sociometabolismo del país, los efectos de la crisis de la economía heredada podrían coadyuvar a transitar hacia una estructura productiva más equilibrada geográfica, demográfica y sectorialmente; avanzar hacia la desconcentración y diversificación productiva; a la integración interna de mercados y cadenas de valor, antes que a la subsunción de fragmentos geoeconómicos concentrados bajo el control oligopólico de grandes actores corporativos, internos y transnacionales.

Ese cambio transicional no sólo va en la dirección de una economía más autónoma, más productiva y sostenible, sino también en la de una sociedad más justa y democrática. Para abrirnos camino en esa dirección, es imprescindible tomar nota de que la sustentabilidad financiera no sólo no agota el campo de lo posible, sino que lo empobrece drásticamente; va a contramano de la justicia, la democracia; de la vida en sí.

Por el contrario, pensar en la sustentabilidad ecológica más que en la financiera, nos abre un horizonte para imaginar una vía de democratización material, radical de nuestra sociedad. Su requisito básico y factor de posibilidad pasa por un ciclo de movilización popular organizada dispuesta a resignificar los “recursos” como fuentes de vida; construir mayorías sociales dispuestas a reformular la ecuación política, emocional y tecnológica desde la cual concebimos y realizamos la producción social de nuestra existencia; adecuar nuestros modos de existencia a los procesos de la vida en la Madre Tierra en general; en fin, a redemocratizar/desmercantilizar la vida en y desde sus propias raíces.

Horacio Machado Aráoz es integrante del Equipo de Ecología Política del Sur (CITCA CONICET-UNCA).  Publicado originariamente en Grupo de Ecología Política del Sur.

Fuente: Agencia Tierra Viva

Temas: Extractivismo

Comentarios