La peste porcina y los riesgos de la ganadería industrial
El contagio y la mutación de los virus es muy fácil en un sistema ganadero intensivo. La administración pública debería exigir cambios en el sector si el impacto de la enfermedad obliga a un rescate.
Después de una pandemia como la covid, la aparición de la gripe aviar o ahora el foco de peste porcina en Barcelona nos llevan siempre a una primera preocupación: ¿son virus que pueden transmitirse a la especie humana? Como se comentó en estas mismas páginas, en el caso de la gripe aviar, esa posibilidad existe. No así, en estos momentos, en el caso del virus porcino.
En cualquier caso, la reflexión que surge a continuación lleva a plantearse hasta qué punto es arriesgado este sistema ganadero intensivo donde, en muy poco espacio, se obliga a malvivir a millones de animales, de manera que es muy fácil el contagio entre ellos, así como la mutación de los virus que se intercambian. Es cierto que se aplican muchas medidas técnicas para evitarlo, pero, en todo caso ¿es este el modelo que hay que defender? ¿No hay nada que cuestionarse?
La misma semana que aparecían en Cataluña unos jabalíes infectados, la ganadería intensiva porcina de este país se congratulaba por la sentencia de la sala Tercera del Tribunal Supremo que anulaba el apartado 4 de la disposición final cuarta del Real Decreto 159/2023 que modificaba las tasas de densidad de las granjas. Es decir, la superficie de suelo libre de la que debe disponer cada cerdo en dichas instalaciones. La norma, que según el sector tendría importantes repercusiones económicas (las únicas que se contemplan en este sistema capitalista), supondría que, si hasta ahora los lechones destetados o los cerdos de producción de hasta 10 kilos de peso disponen de 0,15 m² para habitar, pasarían a disponer de 0,20 m². Si hablamos de animales de entre 10 y 20 kilos, se proponía pasar de 0,20 a 0,24 m² y así progresivamente, hasta animales de más de 110 kilos, los cuales hubieran visto cómo su territorio podría haberse ampliado de 1 m² a los muy anchos y espaciosos 1,3 m².
Más allá de los asuntos sanitarios para la especie humana y su pariente, la especie porcina, me preocupan dos derivadas si, finalmente, no se detiene el brote, si salta a los cerdos de granja o si, simplemente, por precaución, terceros países cierran sus puertas al ingreso de carne española.
Una, el precio de la carne en los próximos meses bajaría, por aquello de la oferta y la demanda. Tendremos mucha carne en los almacenes (solo a países fuera de la UE, España exporta anualmente 1,22 millones de toneladas) y habrá que colocarla. Aunque desde el consumo podríamos verlo como una buena noticia, ciertamente no lo es, sobre todo por lo que representaría para aquellas pastoras y pastores que trabajan bajo un paradigma completamente diferente al sector industrial. La comida que ellas nos ofrecen llega de animales criados en lo que se conoce como sistemas extensivos, es decir, que se los cría al aire libre, y se alimentan en su mayor parte de pastos, en trashumancias, etc. Pero, sin los magnánimos apoyos de la administración, el precio de sus producciones es más alto y todavía quedaría más arrinconado frente a las superofertas de carne de cerdo industrial.
La segunda, el rescate. Porque si el sector porcino industrial y su aporte al PIB se ve lastimado, van a ser muchos los esfuerzos para salvarlo. Y de nuevo se perderá la preciosa oportunidad de dirigir estos fondos públicos a algo más que resarcir las pérdidas. Son muchas las repercusiones de la ganadería intensiva (las sanitarias y de bienestar aquí mencionadas, la dependencia del monocultivo de soja que pone en riesgo de colapso el Amazonas, la contaminación de los acuíferos…) como para exigir que las ayudas vengan acompañadas por verdaderas reconversiones en línea a los sistemas ganaderos preindustriales. Aquellos donde, a decir de Jocelyne Porcher, no se vive de los animales, sino que se basan en “vivir con los animales”.
Fuente: Contexto y Acción (Ctxt)

