“El fuego que siembra agua”

Idioma Español
País Guatemala

Cada año la población Mam de San Martín Sacatepéquez visita la laguna de Chikab’al, formada en el cráter del volcán con el mismo nombre, para realizar una ceremonia que no solo pide lluvia, sino que guarda la memoria del equilibrio.

A 2,712 metros sobre el nivel del mar, en el cráter del volcán Chikab’al, se encuentra una laguna rodeada de bosque espeso y neblina en San Martín Sacatepéquez, Quetzaltenango, que también es conocido como San Martín Chile Verde. Un lugar sagrado para la población Mam de ese municipio.

El volcán y laguna de Chicabal forman parte del patrimonio cultural de la nación. Sobre el origen del nombre hay varias versiones, para unos Chikab’al se desprende del término en Mam, Wuchkab’al, que en español significa truenos, debido al área montañosa y porque en invierno los truenos son muy fuertes.

Cada año, familias de distintas comunidades llegan hasta ese lugar para participar en una ceremonia ancestral que, tradicionalmente, se conoce como Rogativa por la lluvia. Cuarenta días después de la Semana Santa. No es únicamente un acto propio de su cosmogonía: es una relación profunda con la naturaleza para pedir por el agua del próximo ciclo, por las siembras, por la vida.

Vehículo “Torito” que transportan a las personas que pueden pagar para ascender a la laguna Chikab’al. Foto: Nathalie Quan

Hay un punto del camino que serpentea la montaña donde ya no es posible continuar con vehículos livianos por el camino empedrado. Las personas que visiten el lugar pueden dejarlos en un parqueo para seguir el ascenso de dos formas: caminando o en los llamados “Toritos”, vehículos de doble tracción que, en unos diez minutos, suben por un camino de tierra, piedras y lodo hasta la cima del volcán.

Quienes eligen caminar lo hacen por decisión o tradición. Subir con las propias fuerzas también es parte del sentido de venir a la laguna: cargar con las peticiones, sentir el esfuerzo y sacrificio y ofrecerlo en el altar.

Al llegar al punto más alto del volcán, desde un mirador se puede observar la laguna. A veces está completamente despejada, y en otras ocasiones la cubre una nube de niebla que baja y se desliza sobre el agua.

Laguna de Chikab’al observada desde la cima de la montaña. Foto: Nathalie Quan

Después del ascenso, para llegar a la orilla de la laguna, hay que bajar más de 150 gradas de madera. Pero ese es solo el comienzo. El resto del descenso continúa por un sendero de tierra, húmedo y resbaloso, entre ramas y raíces. La caminata exige cuidado, pero nadie se detiene. Personas de todas las edades caminan: ancianos con bastón, niños con gorros de lana, mujeres con flores sobre la cabeza. Cada paso forma parte de lo que vienen a ofrecer.

Cada paso del recorrido forma parte de lo que vienen a ofrecer. Foto: Nathalie Quan.

Al llegar a la laguna, el silencio que acompaña la caminata se siente distinto. Más denso, más íntimo. En la orilla de la laguna ya había ofrendas: ramos de flores colocados con cuidado, velas encendidas, círculos formados sobre la tierra húmeda. Las cenizas de las ofrendas decían algo: que algunas personas habían llegado desde el día anterior. Habían comenzado sus peticiones al amanecer, en ese momento sagrado donde el cielo todavía está entre sombras y la luz apenas toca el agua.

La laguna no hablaba, pero todo lo que la rodeaba sí. Cada altar era distinto: algunos sencillos, otros más elaborados, pero todos nacidos del mismo gesto. Era algo más parecido a una conversación antigua que sigue viva gracias a quienes insisten en regresar cada año, con flores, con fuego, con una memoria transmitida de generación en generación.

A la orilla de la laguna había ramos de flores, velas encendidas, círculos formados sobre la tierra húmeda de la arena volcánica. Foto: Nathalie Quan

Mientras pasan los minutos, más personas comienzan a llegar. El ambiente se va llenando de movimiento suave y ritual. Familias enteras bajan en fila, en silencio, con el respeto que exige un lugar como este. Abren sus canastos, desempacan las flores y las acomodan con cuidado para que queden fijas en la orilla de la laguna. Entre sus manos llevan velas, e incienso.

La mayoría llega en familia. Se ven abuelas, hijos, hijas, nietos. Más de dos generaciones caminando juntas. Los más pequeños observan, imitan, preguntan en voz baja. Aprenden no solo con palabras, sino con el ejemplo. El ritual se transmite en el hacer.

Así es como la familia Jiménez Mencho, originaria de Cajolá, Quetzaltenango, inicia su ceremonia. Son aproximadamente 12 personas. Primero adornan una parte del borde de la laguna con flores frescas, formando un semicírculo que abraza el agua. Luego se hincan con calma y comienzan a encender sus velas, una por una.

Familia Jiménez ofreciendo flores. Foto: Nathalie Quan

Las palabras que pronuncian las hacen en idioma Mam. No hace falta entenderlas para saber que son profundas. Son peticiones, agradecimientos, memorias.

Patrona Jiménez, una de las mujeres mayores del grupo, dice que para ellas el agua es sagrada, tan importante como la tierra. Ambas son vida. Agradecen por la existencia, por sus seres queridos, por la humanidad. Piden por las cosechas, por la papa, por el maíz. Por lo que ha crecido y lo que está por sembrarse.

Para Patrona Jiménez el agua es sagrada, tan importante como la tierra. Foto: Nathalie Quan

Un poco más allá, alejados, también hay personas que llegan solas. Se acercan a la laguna en silencio, sin compañía visible, pero con la misma solemnidad. Llevan velas, las encienden despacio, se hincan y oran. El acto es íntimo, casi secreto. No hay palabras en voz alta, solo el lenguaje de la presencia. Lo que se pide en soledad también es escuchado.

Toda la ceremonia tiene como marco la orilla de la laguna Foto: Nathalie Quan

Las horas pasan y el paisaje se va transformando. Más flores se acomodan a la orilla y la cera de las velas se derrite con lentitud. Más voces bajan de la montaña trayendo sus propias peticiones. El borde de la laguna se convierte en un altar vivo, donde lo colectivo y lo personal se entrelazan con respeto.

Cada año la laguna de Chikab’al recibe a docenas de personas que portan ofrendas para que una vez más la lluvia regrese, que la tierra no se seque. Que la vida siga brotando. Porque en este lugar, donde el cielo se refleja en el agua, el fuego no solo arde: siembra.

Fuente: Prensa Comunitaria

Temas: Pueblos indígenas, Saberes tradicionales

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