ADN: ¿realidad o mito genético?, por Luis E. Sabini Fernández

"La ingeniería genética resulta un hallazgo sumamente pragmático. Algo que permite seguir adelante y "cumplir" sin mayores problemas de conciencia profesional. Si no fuera porque sus presupuestos teóricos son insuficientes, o falsos, la solución resultaría excelente. En la carrera contrarreloj, en esa competencia insensata entre consorcios para adueñarse de "claves" (patentes, por ejemplo), es la velocidad el protagonista. Otros rasgos o valores -la veracidad, la prudencia- quedan por el camino"

La mal llamada biotecnología (en rigor, ingeniería genética, porque existen muchísimas biotecnologías, alguna milenaria, que poco y nada tienen que ver con el "corte y pegue" de genes de una especie en células de otra o en la misma) alega sostenerse en la ciencia. Precisamente por ello, cuando los laboratorios que están al frente de estas aplicaciones han visto la resistencia que han levantado apelaron a una denominación "políticamente correcta" y que trasluce la apuesta: han rebautizado su labor como "ciencias de la vida", que cumple al pie de la letra aquello de que "la enmienda es peor que el soneto", porque dicen representar o defender lo que precisamente se instrumenta.

El hilo conductor de esta actividad es su permanente apelación a la ciencia como garantía de su actividad. Esta pretensión merece consideraciones en diversos aspectos.

1. CIENCIA Y TECNOLOGÍA

Existe una confusión acerca del saber y el hacer. Lo que los laboratorios llevan adelante bajo el lisonjero nombre de "ciencias de la vida" son principalmente tecnologías. Es decir, aplicaciones técnicas que se sostienen en determinado quehacer, en todo caso, con raíces científicas.

La creciente privatización de los centros de producción de conocimiento o su alejamiento de sus recintos clásicos como las universidades, el mundo académico y el laboratorio individual, ha producido una cierta distorsión a través de esa misma traslación. Porque estos ámbitos, desde los albores de la modernidad se reconocían, y avanzaban, exclusivamente sobre la base de su carácter público, abierto. Justamente para diferenciarse de todo el secretismo propio de ciertos cultos medievales, como la alquimia, la cábala, la numerología. El conocimiento científico se afianzó así sobre la base de su falsabilidad, es decir a partir de la posibilidad de ser contrastado, experimentado por otros que no fueran quienes hubiera hecho la formulación inicial. Ese carácter público, esa exigencia de transparencia fue muy vigorosa, tal vez decisiva en su desarrollo.

Los centros militares de investigación científica y tecnológica y las empresas actuales no tienen los mismos impulsos, ni siquiera los reconocen como tales, puesto que se mueven por otras razones, "de estado" o "de mercado".

En esta significativa reubicación del asiento del saber, en este desplazamiento de las "fábricas" de conocimiento, el contraste abierto y permanente se debilita y la ciencia ha ido perdiendo así su papel impulsor para pasar a ser movida, energizada desde los "adelantos" tecnológicos y los intereses políticos y económicos de los titulares y promotores de estas técnicas. Hoy en día, el señorío es tecnológico y la ciencia, el quehacer científico, se ha ido convirtiendo en su auxiliar.

2. ¿LA HERENCIA? NO ESTÁ (SÓLO) EN LOS GENES

Pero hay otro aspecto, igualmente crucial, al analizar la calidad del apoyo científico, en este caso de los grandes laboratorios corporativos transnacionales, que están pivoteando sobre "las ciencias de la vida".

Este aspecto lo revela y lo releva con enorme contundencia el biólogo Barry Commoner en su artículo "Unravelling the DNA Myth" [Desmontando el mito del ADN] en Harper's (Nueva York, no 1821, febr. 2002).

A partir de la cantidad de genes que determinó el Proyecto Genoma Humano para los integrantes de la especie, que cayó como un balde de agua fría en toda la comunidad científica dedicada a la investigación sobre genes, Commoner incursiona en las razones de la ingeniería genética. El proyecto GH reveló unos treinta mil genes, a todas luces insuficientes -y en eso estuvieron de acuerdo todos los científicos del área- para justificar o explicar la enorme diversidad biológica que nos caracteriza. Para remate, la mosca de la fruta tiene unos quince mil genes; parece difícil, ironiza Commoner, que podamos diferenciarnos tanto de ella con apenas el doble de dotación. Y, colmo de los colmos, los genes humanos coinciden en un 99% con los de un ratón.

Commoner analizar los motivos de este desencanto: cae por su base la vieja tesis de Francis Crick y James Watson, los premiados con el Nobel de 1953, que diseñaran la doble hélice del ADN. Según la teoría formulada por ellos, cada gene otorga un rasgo genético al nuevo individuo. Pero si esto resulta insostenible, se derrumba el mismísimo fundamento de la ingeniería genética.

Commoner nos explica que, en rigor, esto era previsible porque desde hacía décadas había claras sospechas que la transmisión hereditaria no corría exclusivamente a través de los genes. Porque los genes pueden ir replicando, dando lugar a una variedad enorme de proteínas y cada proteína porta rasgos hereditarios específicos y diferenciados de las otras proteínas replicadas por el mismo gene.

En resumen, que es totalmente insuficiente la determinación de genes para configurar la herencia, con lo cual los enormes costos del Proyecto Genoma Humano no nos han proporcionado el Santo Grial de la Vida, como se nos indujera a creer durante años.

Commoner sostiene que, desde hace ya por lo menos dos décadas, es decir desde antes de la implantación avasallante de los alimentos transgénicos, se conocían ejemplos de transmisión hereditaria que se hacían violando lo que él califica de "dogma central" de la ingeniería genética; el pasaje de rasgos hereditarios a través del ADN. Citémoslo in extenso: "[...] cuando la encefalopatía espongiforme ovina, la enfermedad más antigua de ese tipo que se conoce, fue analizada bioquímicamente, no pudo hallarse, en el material infectado que transmitiera la enfermedad, ácidos nucleicos, ni ADN ni ARN. En los ochenta, Stanley Prusiner confirmó que los agentes infecciosos que causan la encefalopatía espongiforme ovina o la bovina y similares en los humanos que, aunque infrecuentes, son invariablemente mortales, son proteínas que carecen de ácidos nucleicos. Los llamó priones y replicaban en una forma absolutamente novedosa que no registraba precedentes. Invadiendo el cerebro, el prión entra en contacto con la proteína normal del cerebro, a la cual reconfigura para que adquiera la forma tridimensional típica de los priones. [...] El inusual comportamiento del prión plantea cuestiones significativas acerca de la conexión entre la secuencia del aminoácido de la proteína y su estructura reforzada bioquímicamente activa. Crick supuso que la estructura activa de la proteína está determinada automáticamente por su secuencia de aminoácidos (lo cual es, después de todo, el signo de su especificidad genética), de modo que dos proteínas con la misma secuencia habrían de tener actividades idénticas. El prión viola esta regla. En una oveja infectada de encefalopatía espongiforme el prión y la proteína cerebral que aquel reconfigura tienen la misma secuencia de aminoácidos, pero en un caso se trata de un componente normal de la célula y en el otro de un agente infeccioso mortal. Esto permite inferir que la configuración de la proteína es, hasta cierto punto, independiente de su secuencia de aminoácidos y por lo tanto que está determinada en parte por algo distinto al gene del ADN que rigió la síntesis de esa secuencia."

La cantidad de genes no alcanza para explicar nuestra estructura hereditaria. La cómoda correspondencia gene-rasgo heredado, crucial para la ingeniería genética, es falsa. Hay diversos hechos que cuestionan "el dogma central" de la hélice doble. Commoner los resume: "El ADN no crea vida, la vida es la que crea al ADN. El ADN es un mecanismo de la célula para guardar información."

Commoner remata su análisis con una exhortación propia de la más clásica sabiduría, que es un reconocimiento de su propia ignorancia, de los propios límites, que apunta a: "[...] la irreductibilidad de la célula viva, cuya complejidad inherente sugiere que cualquier sistema genético artificialmente alterado, a causa de la magnitud de nuestra ignorancia, más tarde o más temprano, dará lugar a inesperadas consecuencias, potencialmente catastróficas."

Barry Commoner no está solo en la comunidad científica, aunque los medios masivos nos atiborren con remitidos oficiales acerca de todos "los hallazgos" y "los adelantos" siempre suscritos por legiones de científicos optimistas y por cada vez más burócratas tanto de organismos supranacionales como de diversas "representaciones" nacionales.

Terje Traavik, investigador noruego, fue encargado por el gobierno de su país para evaluar e informar sobre los productos de la ingeniería genética. Dicho gobierno consideró en 1999 que se sabía demasiado poco sobre el particular. Las conclusiones de Traavik son lapidarias en el informe que se titula "Demasiado pronto puede ser ya demasiado tarde". Transcribimos el subtítulo porque resume el alcance de sus preocupaciones: "Riesgos ecológicos asociados con el uso del ADN como herramienta biológica tanto en la investigación como en la producción y en la terapia." Obsérvese que el alerta incluye a los alimentos transgénicos (producción), pero también al uso, anterior en el tiempo, de productos transgénicos en medicina (insulina, por ejemplo, que se emplea desde los ochenta).

El hilo conductor que une las observaciones de Commoner con las de Traavik es la conciencia de lo poco que se sabe sobre los factores en juego.

3. "MALA CIENCIA Y GRANDES NEGOCIOS"

Así titula la bioquímica Mae-Wan Ho el libro en el cual analiza la labor que llevan adelante los grandes consorcios transnacionales dedicados a la ingeniería genética (The Brave New World of Bad Science and Big Business [El mundo feliz de mala ciencia y grandes negocios], Londres, 1998). Ho, como tantos otros investigadores, es consciente que la calidad de la investigación científica no es uniforme ni necesariamente óptima. Y si en el plano de la investigación "pura" caben tales juicios, ¿qué dejar para sus aplicaciones tecnológicas?

Porque el cuestionamiento de Commoner, como en su momento el de Traavik, el de Ho y muchos otros investigadores como Stan Ewen, Arpad Pusztai, etcétera, a los principios presuntamente científicos de la ingeniería genética repone un aspecto crucial que habíamos señalado al comienzo: que la tecnología, en lugar de constituir, como tradicionalmente, una aplicación de los hallazgos científicos, se había ido constituyendo, sobre todo a lo largo del s. XX y con renovado énfasis desde mediados de siglo, en el motor para nuevos desarrollos científicos.

Pero afirmar que la tecnología es el motor significa sencillamente sostener que los titulares del poder tecnológico -estado o empresas- son los que marcan el ritmo de inversión y la orientación de las investigaciones científicas, que abren nuevos campos de conocimiento, sí, pero impulsados por intereses extracientíficos.

Commoner considera que los planteles técnicos de los laboratorios dedicados a la ingeniería genética se aferraron al "dogma central" porque: "[?] les daba una explicación tan satisfactoria, seductoramente simplista acerca de la herencia que parecía sacrílego albergar dudas."

En rigor, una vez más tenemos que reconocer aquel viejo adagio de la ley de Murphy: "Los problemas complejos tienen soluciones erróneas que son sencillas y fáciles de comprender."

Introducimos un gene de pez del ártico, que hemos codificado como el que permite al pez sobrevivir en aguas heladas, en un tomate y esperamos que el tomate adquiera resistencia semejante al frío: introducimos un gene de luciérnaga, codificado como el que le da al insecto su capacidad lumínica, en una planta de tabaco y esperamos que el tabacal se ilumine para facilitar la cosecha... ingeniosos rompecabezas, nada más.

De ahí el calificativo de Ho: "mala ciencia". ¿Por qué se produjo este desplazamiento hacia soluciones sencillas?Indudablemente una investigación, por más teórica que sea, promovida, financiada por instituciones u organizaciones que reconocen en el rendimiento económico, en el lucro, su razón de ser, va a tener otro carácter, otras premuras, que una investigación proveniente de ámbitos desinteresados en lo que a dividendos se refiera. Una organización de este último tipo, como las universidades de altri tempi, va a repasar, a confrontar la experiencia, a "falsar" sus hallazgos científicos, con menos condicionamientos "temporales" que los investigadores asalariados de una empresa.

La ingeniería genética resulta un hallazgo sumamente pragmático. Algo que permite seguir adelante y "cumplir" sin mayores problemas de conciencia profesional. Si no fuera porque sus presupuestos teóricos son insuficientes, o falsos, la solución resultaría excelente. En la carrera contrarreloj, en esa competencia insensata entre consorcios para adueñarse de "claves" (patentes, por ejemplo), es la velocidad el protagonista. Otros rasgos o valores -la veracidad, la prudencia- quedan por el camino.

Sólo así entendemos que en el "mapeo" del ADN "el gran dogma" se haya permitido calificar de "basura genética" a toda una serie de secuencias. Vale la pena transcribir un pasaje con el que dos autores argentinos de ciencia, Leonardo Moledo y Joaquín Mirkin, procuran fundamentar la calificación: "Dentro de los genes también hay basura, secuencias sin ton ni son (intrones), cuya utilidad se desconoce y que laboriosas proteínas se encargan de separar cuando el gene cumple su función. Tal vez también sean restos fósiles de genes que alguna vez sirvieron para algo y que por alguna razón quedaron allí, como libros olvidados en una casa que no se usan desde hace siglos y cuyos caracteres ahora no se entienden." (Página 12, Buenos Aires, 9/7/2000). Obsérvese que el texto confiesa desconocimiento, reconoce un "tal vez ", y que hasta ahora las partículas en cuestión resultan ininteligibles, y sin embargo, sobre semejante base, o falta de base, se atreven a calificar dichos tramos de "basura". Digno de mención es el pragmatismo que como un hilo conductor vertebra todo el discurso de la cita.

Si no fuera además, porque la humanidad tras soluciones sencillísimas y "geniales" se ha tropado con secuelas escalofriantes, todo podría ser soplar y cantar. Pero cargar alegremente los campos con plaguicidas y fertilizantes no resultó tan "formidable" como les parecía a los ingenieros que llevaron adelante "la batalla". Y la medicación antidiarreica "Enterovioformo" le arrancó la vida a más de mil personas (antes de suspender su uso). Y la refrigeración extendiéndose como una mancha de aceite por autos y edificios de la modernidad ha provocado, está provocando, "el agujero de ozono" con su inevitable secuela de enfermedades sobre plantas, animales y humanos.

Todavía suenan en la memoria los mensajes tranquilizadores de los bioquímicos y médicos británicos a principios de los noventa cuando la encefalopatía espongiforme pasó sorprendentemente de ovejas a vacas... bueno sí, esto no lo esperábamos, pero no tiene porque pasar de vacas a humanos... ¿sería porque el agente patógeno, como nos recuerda Commoner, carecía de ADN que no podía "pasar" de vacas a humanos, y pasó igual?

Luis E. Sabini Fernández

Periodista especializado en cuestiones de ecología y ambiente. A cargo del seminario de Ecología y Derechos Humanos de la cátedra de DD.HH. de la Fac. de Filosofía y Letras de la UBA. Colaborador de Ecoportal.net . Editor de la revista Futuros (ecología, política, epistemología, ideología) que mantiene una cobertura permanente en el tema de los alimentos transgénicos. Aunque se edita en papel, tiene un sitio en: http://www.galeon.com/futuros

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