Ambiente y Desarrollo, los dilemas que derrama el petróleo

Idioma Español
País Argentina
Foto: Asamblea por un mar libre de petroleras

Con la autorización de actividades de exploración sísmica en el mar estalló la serie de posicionamientos y discursos que venían latiendo fuerte con la lucha reciente en torno a la zonificación minera en Chubut. Para abonar un horizonte de debates que evite hundirnos en la idea de que profundizar el modelo energético extractivo es urgente e inevitable, desmenuzamos buena parte de esos discursos con los que intentan deslegitimar los argumentos del activismo socioambiental.

La resolución que habilitó la exploración sísmica en el mar Argentino, publicada a horas de que termine 2021 por el Ministerio de Ambiente, generó masivas movilizaciones en las ciudades de la costa bonaerense. Movilizaciones que tienen como referencia inmediata el Chubutaguazo, que frenó el avance de la minería en Chubut, y que se inscriben en un proceso de lucha socioambiental de larga duración. La pueblada en Mendoza en defensa del agua, en diciembre de 2019, pocos días después de que Alberto Fernández asumiera la Presidencia de la Nación, anticipaba la irrupción de un actor dispuesto a confrontar las políticas que pusieran en tensión la preservación y el acceso a los bienes comunes. 

En el debate público desigual que se ha dado a partir de la resolución, el oficialismo no logra impregnarse de estas luchas populares. Aliados a la oposición por derecha, estos discursos neodesarrollistas han buscado infantilizar las razones de la masiva oposición a la exploración y explotación de hidrocarburos en el mar, como antes a la megaminería o las granjas porcinas. Sus modos remiten a cómo abordaban las demandas feministas algunos sectores, cuando estas no estaban en el centro de la agenda pública, cuando eran considerados como problemas de segundo orden, no prioritarios. Caracterizaban que las temáticas de los feminismos eran pequeño burguesas y las cancelaban con métodos ridiculizantes que posiblemente ahora les darían vergüenza. De la misma manera se desprecian hoy las luchas socioambientales, desjerarquizándolas también cómo cuestiones de segundo orden, como ambientalismo falopa, como capricho, como que no atienden a las circunstancias económicas, cuando en realidad las protagonistas de todas las luchas ambientales desde hace muchísimos años son las comunidades afectadas directamente por los impactos y las consecuencias de la política extractivista. 

En este artículo desarrollamos algunas críticas a la actividad hidrocarburífera en el mar desde el punto de vista socioambiental y económico, para luego poner en común algunos de los debates sobre transición energética que nos hemos dado durante los últimos años con un conjunto de organizaciones del campo popular. Desde ya adelantamos que no estamos hablando de un armageddon en la costa atlántica. No es que el mar se va a pintar de negro de un día para otro. Estamos hablando de la profundización de un modelo energético que ha demostrado ser contaminador y no resolver cuestiones sistémicas del capitalismo, como la pobreza y la desigualdad, mientras tensiona el acceso a los bienes comunes.

La frontera ultraprofunda

En 2017, el gobierno de Mauricio Macri inició un nuevo proceso de ampliación de frontera extractiva en el mar que no se interrumpió con la llegada de Alberto Fernández a la Casa Rosada, el compromiso con la matriz fósil es política de Estado. Cuando faltaban pocas horas para que termine 2021 se aprobaron los estudios de impacto ambiental de la campaña de exploración sísmica en las áreas Cuenca Argentina Norte (CAN) 100, 108 y 114, ubicadas a unos 300 km de la costa bonaerense. Una aprobación a contrapelo del masivo rechazo a este proyecto expresado en la audiencia pública realizada en julio del año pasado.

Foto: Flor Guzzeti

En un primer momento, tras el contundente rechazo al proyecto en la Audiencia Pública, el entonces secretario de Cambio Climático Rodrigo Rodríguez Tornquist encauzó el debate invocando la necesidad de contar con un plan de  descarbonización antes de tomar cualquier decisión. Incluso el ministro Juan Cabandié apoyó la idea de ir en consonancia con los compromisos climáticos asumidos por el país en los foros internacionales. Pero eso duró poco, el relato productivista ganó la pulseada.

A la oposición popular que repudió la autorización de la campaña exploratoria desde ámbitos gubernamentales, respondieron con argumentos como la experiencia argentina en actividad hidrocarburífera en el mar, el compromiso con el cuidado del ambiente, la necesidad de ampliar la extracción de gas para atender las necesidades energéticas del país y también exportar para generar divisas para afrontar los compromisos con el Fondo Monetario Internacional y financiar la transición energética. 

Al blindaje de la actividad hidrocarburífera en el mar se sumó el Instituto Argentino del Petróleo y el Gas (IAPG), presentado como una voz técnica autorizada para desmontar las críticas. No se aclaró que el IAPG es una entidad dirigida y financiada por las principales empresas del sector hidrocarburífero, es decir, es una parte interesada y no un organismo técnico ‘neutral’. Tampoco se aclaró que la mayor experiencia argentina de explotación de hidrocarburos en el mar es en pozos perforados a menos de 100 metros de profundidad entre el nivel del agua y el lecho marino, y que en la Cuenca Argentina Norte esas profundidades van de los 1700 a los casi 4 mil metros. Tampoco que los yacimientos en aguas ultraprofundas constituyen una de las nuevas fronteras de  energías extremas a nivel mundial. 

Como sucedió en 2013 con la ofensiva para contrarrestar las críticas al fracking y a su aplicación en Vaca Muerta, los intereses gubernamentales y empresariales se alinearon y se puso en marcha la estrategia de que es siempre igual, todo igual, siempre lo mismo. Se presentó como similar la actividad en aguas poco profundas con la que se proyecta en aguas ultraprofundas, de la misma manera que hace una década se afirmaba que el fracking era igual a la fracturación hidráulica aplicada en formaciones convencionales desde mediados del siglo pasado. Y con un libreto que recuerda al del pregonado fracking seguro, se argumenta que la actividad en el mar es segura, que no hay accidentes, que no hay impactos, una afirmación tan temeraria como sostener que las probabilidades de derrames son del 100%.

Nuevamente se intentó fragmentar la discusión, no hablar del proceso integralmente sino de la etapa de exploración, como si las siguientes etapas no estuvieran encadenadas, como si una no fuera consecuencia de la otra. Si durante la exploración se encuentran hidrocarburos técnica y económicamente extraíbles, ni el gobierno ni las empresas se van a contentar sólo con saberlo, el paso siguiente será poner esos hidrocarburos en el mercado. Se trata de una actividad económica, se explora con el objetivo de obtener ganancias o renta. 

Y una vez más aparecen en la paleta de argumentos el autoabastecimiento y la generación de saldos exportables, los mismos que se emplearon cuando se impulsó el fracking en Vaca Muerta. Allá por 2013 se afirmó que las reservas de gas de Vaca Muerta permitirían abastecer al país por cientos de años, evitar la sangría de dólares que significa la importación y cumplir con los compromisos climáticos, porque conciben al gas como combustible puente en el proceso de descarbonización de la matriz energética mundial. Pese a los augurios, casi una década después nos dicen que es preciso expandir la frontera hidrocarburífera en aguas ultraprofundas para compensar la reducción del suministro de gas importado desde Bolivia. Y se oculta que la lluvia de inversiones se redujo a un goteo, que no se realizaron inversiones en infraestructuras que son centrales para la extracción de gas de Vaca Muerta y que las empresas apuestan al crudo porque es más rentable.

En este déjà vu, reaparece el espíritu del acuerdo Chevron YPF y de los decretos  927 y  929 firmados en 2013 para confeccionar  un traje a medida de las petroleras. Quedan exentas de pagar impuestos los bienes de capital importados para ser utilizados en los proyectos extractivos y las operadoras podrán exportar el 60% de su producción a partir del tercer año de iniciado el proyecto. A ese marco de promoción, que fue incorporado a la  Ley de Hidrocarburos 27007 sancionada en 2014, se sumaron los beneficios estipulados en la  Ronda 1 del Concurso Costa Afuera y el  decreto 900/21 que reduce el pago de regalías al 6% en los primeros 10 años de la etapa de producción, a 9% en los segundos 10 años y recién al 12% finalizado ese plazo para la producción del área CAN 100, que no formó parte de la concesión macrista.

La industria realmente existente

Los cantos de sirena que llegan desde el mar prometiendo abundancia de dólares y de energía obvian una cuestión central: cómo opera hoy el sector energético en nuestro país. Los discursos que se autorreconocen como “desarrollistas” tienden a idealizar los efectos de la Inversión Extranjera Directa en clave de empleo, divisas, encadenamientos productivos, en fin, como fuente del “desarrollo”. Sin embargo, estas supuestas cualidades ocultan complejidades como en el caso de Vaca Muerta, que en torno al fracking se generan muchos puestos de trabajo pero atados a una volatilidad insostenible, es decir, emplean y despiden a miles de trabajadores y trabajadoras todo el tiempo de acuerdo a los vaivenes del mercado hidrocarburífero.

El balance cambiario del sector hidrocarburífero entre 2013 y 2019 -durante el apogeo de Vaca Muerta- indica que salieron del país 8.679 millones de dólares (US$ 8.679.000.000) más de los que ingresaron. Estas transferencias de regreso a los países inversionistas por préstamos intra empresas  funcionan como mecanismos de fuga de capitales. Es claro que el aumento de extracción a nivel local permitió una baja del costo en dólares de la importación de gas. Sin embargo, hasta una mirada económica despojada de la cuestión socioambiental debe reconocer las complejidades del “efecto derrame”, marcada por la volatilidad de los precios internacionales del crudo que impacta tanto en los niveles de ocupación como en los ingresos por regalías, así como  la imposibilidad de transformar a Vaca Muerta en una potencia exportadora por su dependencia de los subsidios públicos, las dificultades de encontrar mercados y la falta de infraestructura, entre otros aspectos.

Si se observan las salidas y entradas veremos que se sostiene un balance negativo para la economía. (Fuente: Vaca Muerta y el desarrollo argentino, pág. 19)

El problema estructural de estos discursos es cómo abordan la cuestión ambiental: la perspectiva del desarrollo sustentable o sostenible.  Este concepto tuvo un desarrollo en la década de 1990, bajo la órbita neoliberal, que la despojó de todo sentido y terminó transformándose en un discurso vacío. Quienes difunden el paradigma del desarrollo sustentable observan la cuestión socioambiental como polo opuesto y por tanto, subordinado al desarrollo. Si bien sus discursos se centran en la mitigación y reparación de daños ambientales, en la práctica la parte “sustentable” del “desarrollo” suele quedar en nada.

Un caso ejemplar de la utilización de lo ambiental como tópico meramente discursivo ocurrió en torno a la expropiación parcial de YPF en 2012. Durante ese periodo, los gobiernos de Neuquén y Chubut contabilizaron en más de US$ 2.000 millones los pasivos ambientales dejados por Repsol en sus operaciones en las respectivas provincias. Julio De Vido, entonces ministro de Planificación,  señaló en esa instancia que “el desastre en que dejaron la infraestructura de producción tiene su costo y lo van a tener que pagar, porque el medio ambiente no se rifa, tiene precio”. Más tarde, ya en su calidad de interventor de la YPF parcialmente reestatizada, la cuestión ambiental desapareció del relato de De Vido, y ocupó un lugar marginal en la investigación sobre la gestión de Repsol en la empresa –que se plasmó en el llamado Informe Mosconi– e incluso la designación “pasivos ambientales” no volvió a aparecer durante la negociación por el pago de la indemnización a la petrolera.

Entonces, ¿qué transición?

La explotación en aguas ultraprofundas es parte de lo que entendemos como  energías extremas: la extracción de combustibles fósiles cuyas características geofísicas hacían imposible su explotación hasta hace algunas décadas, tanto por los riesgos sociales y ambientales que entrañan, como por los  costos económicos y energéticos que implica. Las energías extremas han posibilitado la puesta en producción capitalista de territorios que antes no podían ser explotados y ha permitido la extensión de la vida útil de los combustibles fósiles sin tener en consideración la afectación climática que esto genera. La explotación en Vaca Muerta es otro ejemplo de este tipo de explotaciones.

Foto: La Revuelta Radio

El desarrollo de estas energías extremas busca sepultar la transición energética a nivel global, y ha masificado discursos trampa como el que sostiene que el gas podría utilizarse como combustible puente entre los fósiles “más contaminantes” y las energías renovables. En realidad la masiva utilización de gas metano y su fuga durante la extracción es, en el corto plazo, un contribuyente de gases de efecto invernadero  aún más peligroso que el carbón. 

En ese marco es lógico que desde Argentina debe diagramarse una transición energética cuya primera tarea sea disminuir la quema de combustibles fósiles. Al mismo tiempo existe la urgencia de mejorar el acceso a la energía en el país, que es la otra cara de la desigualdad que reproduce el sistema energético actual. Eso requiere no sólo de medidas sectoriales -como el establecimiento de una canasta de consumos mínimos indispensables por familia- sino también de elementos como políticas de vivienda que garanticen el acceso digno a la energía, entendida como derecho. 

El problema del debate cercenado que quieren dar los sectores neodesarrollistas es que entienden estas cuestiones como contradictorias. Ambiente o desarrollo; petróleo o pobreza. Ese discurso no se sostiene en su revisión histórica dado que ambas pueden convivir perfectamente. No existen vínculos binarios entre ambiente y desarrollo, y su relación en el futuro está dada por la acción colectiva, la misma que algunas/os analistas no logran ver. El punto de sutura de estas supuestas contradicciones es la política. Hoy lo que marcan sectores organizados en lugares como Mendoza, Chubut y la Costa Atlántica, es que no alcanza con la supuesta ecuación que trae el discurso del desarrollo sustentable. Sobre esa oposición al sacrificio de sus territorios debe levantarse una propuesta que nos permita vivir mejor y al mismo tiempo conservar nuestra vida y los ecosistemas. 

Desde hace unos años somos parte de un debate en el que diversos sectores -organizaciones sindicales, indígenas, feministas, sociales, políticas, entre otras- venimos discutiendo la energía en relación al conjunto de políticas sociales. Desde ahí surgieron iniciativas como la  Propuesta de diversificación productiva y la democratización energética de la Provincia de Río Negro, donde se diagraman alternativas económicas ante el riesgo que supondría una mayor dependencia de la renta hidrocarburífera. 

Estos debates buscan también romper con el cercenamiento de la discusión pública energética por parte de la mayoría de los analistas “desarrollistas” y neoliberales, que obvian cuales son los sectores de mayor consumo energético trasladando la responsabilidad a los consumos residenciales. Esa trampa tiene dos problemas centrales. En primer lugar desconoce las  profundas desigualdades que existen en las distintas familias, donde los hogares más pobres consumen menos energía y de manera más insegura, mientras destinan una mayor parte de sus ingresos. En un país donde el sector que más consume es el transporte, se hace evidente que la respuesta a la transición no vendrá solo del sector energético. Modificar el sistema de traslado de personas y mercancías a través de la reconstrucción de la red ferroviaria permitiría intervenir en el sector que consume casi un tercio de la energía en el país. Al mismo tiempo la modificación del modelo de consumos, por ejemplo acercando los puntos de producción y consumos frutihortícolas, no solo permitiría reducir costos de traslados, sino que proyecta una soberanía alimentaria que va de la mano con la soberanía energética.  Estos y otros elementos como la necesidad del control público del sector, las posibilidades que otorga la generación descentralizada y la diversificación energética, el rol de las organizaciones sindicales ante la desaparición y a la vez creación de empleos. 

Con la explotación de hidrocarburos en aguas profundas y ultraprofundas, al igual que ocurre con Vaca Muerta y otras discusiones en torno a la política energética, sus promotores terminan poniendo en el centro del debate la necesidad de resolver la cuestión económica, usualmente por la vía exportadora. A contravía con la urgencia climática, estas recetas suelen profundizar una matriz fósil que no ha logrado resolver ni la crisis económica ni la energética. Pero nunca se propone una política energética integral, porque la energía termina ahí siendo un commodity más, otra mercancía. Son recetas desarticuladas e improvisadas que se usan como salvavidas económico y no parte de un plan general que piense una política energética y ambiental.

Fuente:  Observatorio Petrolero Sur

Temas: Crisis energética, Petróleo

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