“Podemos vivir sin azúcar, pero no sin agua”: la amarga herencia de la caña en Guatemala
"En la Costa Sur de Guatemala saben bien lo que es el modelo del agronegocio. Es la región de Guatemala donde se concentra la producción de caña de azúcar, en un país donde el 10% de la tierra cultivable está plantada con caña. Y, después de décadas de monocultivo, las comunidades indígenas y campesinas saben bien qué deja esta planta amargamente dulce: sed."
Publicamos este texto inédito como un capítulo adicional a nuestro libro ‘Amarga Dulzura. Una historia sobre el origen del azúcar’ que publicamos en mayo de 2013. Cinco años después de su publicación, liberamos gradualmente su contenido. Sin embargo, si quieres conseguir una copia en formato de libro electrónico, hazte mecenas de Carro de Combate y ayúdanos a seguir escribiendo libros como éste.
Texto y fotos: Nazaret Castro
En la Costa Sur de Guatemala saben bien lo que es el modelo del agronegocio. Es la región de Guatemala donde se concentra la producción de caña de azúcar, en un país donde el 10% de la tierra cultivable está plantada con caña. Y, después de décadas de monocultivo, las comunidades indígenas y campesinas saben bien qué deja esta planta amargamente dulce: sed. La producción de caña los ha dejado sedientos, inmersos en una crisis hídrica por la que nadie responde: ni el Estado, ni las empresas.
Recorreremos seis comunidades de los tres departamentos que componen la Costa Sur: Escuintla, Retalhuleu y Suchitepez; en cada una de esas comunidades, hablamos con decenas de personas que enumeran los impactos del monocultivo: el cuadro que dibujan es devastador. En las líneas que siguen, tratamos de conservar la esencia de sus relatos suprimiendo sus nombres, en un país donde defender los territorios es una actividad de alto riesgo.
Para empezar, lo más básico: la alimentación. “Antes pescábamos y recogíamos yerbas silvestres junto al río; también teníamos huertas y árboles frutales. Pero hoy casi no hay pescado ni yerbas, y los frutales se echan a perder por las plagas”, explica una campesina en Las Trochas, departamento de Escuintla. Allí están convencidos de que con la caña llegaron las plagas, los agroquímicos y las fumigaciones desde el aire que afectan las huertas de la comunidad y han acabado con plataneras, sandías y mangos. Entre las consecuencias que han registrado las comunidades figuran abortos, malformaciones genéticas y enfermedades dermatológicas. En la época de quema, la ceniza penetra en las casas provocando enfermedades respiratorias y multiplicando el trabajo doméstico que realizan las mujeres: ellas deberán lavar la ropa, y la casa, una y otra vez.
Pero, les guste o no, la caña es para muchos la única posibilidad de supervivencia, pese a que las condiciones de trabajo en las plantaciones son durísimas, hasta tal punto que, denuncian en Las Trochas, “les dan drogas para soportarlo”. Las jornadas son de sol a sol: de las 6 de la mañana hasta las 6 de la tarde. “Traen cuadrillas de trabajadores indígenas de otras regiones”, se quejan en la comunidad. Los migrantes están, por definición, en una condición más vulnerable y lo tienen más difícil para organizarse, por lo que suelen trabajar en situaciones aún más deficientes. Algo parecido sucede con las mujeres: “Les pagan menos que a los hombres aunque hagan el mismo trabajo, y les tratan de una forma humillante. No tienen ni tiempo para comer”. Además, a menudo no las emplean, o las despiden una vez empleadas, si no acceden a acostarse con el encargado. En varias comunidades de diversas regiones de Guatemala se repite esta acusación brutal, que ellas formulan sin alterar el tono, como quien estuviera tan acostumbrada a las diferentes formas de la violencia que termina por naturalizar lo intolerable.
Todo ello, por salarios de miseria: las empresas eluden la ley y llegan a pagar la mitad del jornal mínimo agrario, de por sí escaso, de 80 quetzales (unos 10 euros) diarios. “Los emplean por un par de quincenas y después los echan: así no adquieren ningún compromiso con los trabajadores”. O les niegan el pago si no cumplen con las tareas asignadas: por eso, muchos acuden a la plantación acompañados de un hijo o un amigo desempleado. La desesperación llega al punto de que hay quien se deja chantajear por contratistas que exigen el pago de una o dos semanas de trabajo a cambio de ser contratados. Y eso, mientras sean jóvenes: “A partir de los 40 años, ya nadie te quiere”.
La situación es desesperada, y desesperante, en estas comunidades, que antes vivían con austeridad, pero con tranquilidad y cierta holgura, de la pesca y la agricultura. Hoy, el agua escasea y está contaminada, y ellos han perdido las tierras en las que cultivaban. Y si tienen la extraña suerte de trabajar para los ingenios azucareros, no les alcanza: “El precio de los alimentos ha subido mucho. ¡Pagamos 5 quetzales por una libra de azúcar!”, se lamenta una campesina. Es decir, más de un euro por kilo de azúcar, lo que valen varias horas de su trabajo en los cañaverales, en una de las regiones del mundo con mayores extensiones de plantaciones de caña azucarera.
Tierra y pueblos secos
Pero seguramente la peor herencia que ha dejado la caña de azúcar es una profunda crisis hídrica: los ríos de los que vivía la comunidad han sido desviados y contaminados por los agroquímicos, mientras el monocultivo intensificaba un cambio climático que viene asociado a más calor y menos lluvias. Como aquí, en la comunidad de El Triunfo Champerico, departamento de Retalhuleu.
“¡Cómo ha cambiado El Triunfo!”, se sorprende uno de mis acompañantes cuando llegamos a la comunidad de El Triunfo Champerico, departamento de Retalhuleu. Antes, asegura, el entorno era mucho más verde. Pero ahora falta el agua. “No se puede sembrar sin agua. ¿De qué vamos a vivir ahora?”, se lamenta un campesino. Otro matiza: “Por eso surge la delincuencia, para dar de comer a los hijos, y se termina volviendo costumbre”. Un tercero zanja: “Podemos vivir sin azúcar, pero no sin agua”. A su lado, una mujer con un bebé entre los brazos apunta: “Ahora tenemos que comprar el maíz que antes cultivábamos. Estamos muriendo de sed. ¿Qué les vamos a dejar a nuestros hijos?”
En algo están todos de acuerdo: es el monocultivo de caña el que está secando los pozos que, hasta ahora, eran su fuente de agua. Los pozos industriales destinados a regar la palma tienen una capacidad muchísimo superior para succionar el agua de las capas freáticas, y les ha dejado secos. El monocultivo también ha terminado variando el régimen de lluvias: antes llegaban en abril o mayo; ahora demoran un mes más, y son mucho menos abundantes. El siniestro panorama se completa con el desvío de los ríos, calculado en beneficio de los empresarios de la caña. Como el río Camiñas, en la comunidad de La Candelaria, vecina de El Triunfo. Donde otrora hubo un río, hoy apenas se ve un surco seco, y piedras donde otrora iban las mujeres a lavar la ropa. Ahora, las que pueden, se juntan para ir en automóvil hasta el río más cercano; otras, compran agua por galones. Y las que no pueden ni una cosa ni la otra, simplemente no tienen dónde lavar ni qué beber.
“Qué iremos a hacer, sólo Dios sabe”, concluye una anciana. A su lado, una campesina increpa: “¡Sólo lo de ellos vale! ¿Es que nosotros no valemos nada?” Lo de ellos es el lucro de los empresarios de la caña. Lo de los campesinos, la defensa del territorio y de los modos de vida asociados a la pesca, la cría de animales y la pequeña agricultura para la producción de alimentos de consumo local.
Abandono estatal y amenazas
El abandono estatal se combina con su aparición letal: “No hay plata para medicinas, pero sí para mandar al Ejército a reprimir”. Y a pesar de todo, El Triunfo resiste. A sus espaldas carga ya una larga historia de resistencia: fue una Comunidad de Población en Resistencia (CPR), como se llamó a las comunidades desarraigadas a causa del conflicto interno que, durante la guerra civil, se refugiaron en el monte a principios de los 80 para reaparecer una década después. Las CPR fueron un admirable ejemplo de autogestión y resistencia. Los mismos que ayer tuvieron que defenderse con las armas, hoy resisten al hambre y la sed, y lo hacen, más que en silencio, silenciados. Quienes protestan saben a lo que se exponen: desde figurar en listas negras que impiden ser contratado en las plantaciones, a la amenaza de muerte. Muchos de ellos creen que el moncultivo es, ante todo, una estrategia para esclavizar a la población y para expulsarles definitivamente de sus territorios. Lo que está en juego es su futuro, su autonomía para decidir cómo quieren vivir.
“Buscamos soluciones por las buenas, dialogando, pero no nos cumplen”, asevera un líder comunitario en El Triunfo. En su opinión, las mesas técnicas organizadas por el Estado para que dialoguen las empresas con las comunidades, son apenas una estrategia para disolver las luchas y desgastar a las comunidades. Denuncian además estrategias dirigidas a dividirlos: c existen estrategias, aseguran, dirigidas a dividirlos. Como recuerda Marcos Mas, de la Cooperativa La Esperanza -un colectivo enfocado en el rechazo a los agrotóxicos-, esa división ha sido provocada, creada desde fuera por las mismas empresas que llegan a ofrecer un aula, una cancha de fútbol o una carretera nueva, que vienen a entregar a la comunidad las dádivas que el Estado les niega, y que lo hacen a cambio de que la comunidad cierre la boca: “Así, compran voluntades”, concluye Marcos. “Si quieres dividir a una comunidad, basta con darles plata, y esperar: la plata hace sola el resto del trabajo”, afirma con lúcida simplicidad un militante capitalino.
En el caserío Los Ángeles, departamento de Retalhuleu, la caña llegó apenas en 2012, y desde entonces los pozos artesanales han bajado más de cinco metros. “A este ritmo, en veinte años esto va a ser un desierto. Antes uno vivía más feliz. Había abundancia, no faltaba de nada. ¿Desarrollo? Destrucción es lo que traen”, afirma Sofía (nombre ficticio). “¿Qué va a ser de nuestros hijos? Tenemos que dejarles algún recuerdo”, añade Sofía, expresando una preocupación que se repite en todas las comunidades que visitamos: el futuro, el territorio como herencia, no sólo para el sustento material, sino como garante de su identidad como pueblo.
Sed en el Caserío de Jocotá
De las comunidades que visito en la costa, esta es, probablemente, la más pobre. Dependen absolutamente de la laguna de Jocotá para sobrevivir: ella les provee agua, alimento y también recreo. O lo hacía, hasta que llegó la caña de azúcar, hace unos tres años: desde entonces, el nivel del agua ha descendido varios metros, y los pozos artesanales de la comunidad se han secado. Afectada la laguna, falta también el alimento: “Antes ibas a pescar y en dos horas tenías el jornal; hoy estás el día entero y no sacas casi nada”, nos dicen. Para rematar, el ingenio El Pilar no ha empleado a nadie de la comunidad, compuesta por 75 familias que viven en tal precariedad que carecen de cédula, una exigencia del ingenio para contratar personal.
La situación es acuciante, extrema: están sin agua y sin comida, porque, cuando llegó la caña, no pudieron seguir cultivando milpa (maíz) en las tierras arrendadas que se tomó la caña. Y los que todavía pueden cultivar sufren la escasez de lluvias. Por eso, aunque temerosos de las represalias de los poderosos, están dispuestos a resistir: “Esto que tenemos es un tesoro”, dice uno de los líderes comunitarios mirando la laguna, y añade: “Sé que nos pueden desaparecer, pero prefiero que me maten a mí y vivan mis hijos”.
En Jocotá, la pobreza se siente en las ropas, en las sencillas viviendas de palos. Pero ellos no piden dinero: ni siquiera demandan agua potable en las casas, o recogida de basura que les evite tener que quemarla en sus patios. Sólo piden que no les roben el agua. Que les respeten su laguna, ese gran tesoro del que, hasta ahora, tan bien han sabido cuidar.
“El Ingenio le ha cambiado la mentalidad a la gente”
El último tramo del trayecto corresponde al tercer departamento de la Costa Sur guatemalteca: la comunidad Conrado de la Cruz, en el municipio de Santo Domingo, departamento de Suchitepéquez, Costa Sur. Este departamento cambió el 40% de sus tierras cultivables para sembrar caña, según un estudio de la socióloga Katja Winkler. Al contrario que en Jocotá, aquí el modelo del monocultivo está muy instalado y existe división en las comunidades: quienes trabajan en las plantaciones, tienden a tener mejor impresión de los monocultivos, porque es su única vía de sustento.
En Conrado de la Cruz viven 380 familias, unos 1.400 habitantes. Uno de los líderes comunitarios, Felipe, de unos cincuenta años, resume el cambio que ha vivido la comunidad: “Yo alimenté a mis hijos cazando, pescando y arrancando yerbas silvestres. No fue por haragán, sino porque no tenía más de adónde. Y fui feliz, aunque era extremadamente pobre. Pero hoy escasea el agua y el alimento, y la contaminación de los agrotóxicos provoca enfermedades. Hoy ya no hay peces, ni patos, ni yerbas silvestres. Hoy el pobre, si no trabaja, no come”.
Una dura anécdota, en boca de Juan, otro de los líderes de la comunidad, sintetiza la difícil coyuntura de los campesinos guatemaltecos: “Hace años, tuve la oportunidad de aconsejar a una chica de 16 años que se había metido con un don casado, le dije que lo dejara, y ella me respondió: Señor, yo ya me cansé de pasar hambre en mi casa. ¿Usted me va a mantener? Porque entonces, lo dejo a él. Y yo me callé”. Lo que Guatemala necesita, concluye Juan, es una reforma agraria. Que la gente tenga tierra que cultivar. Todo lo demás son parches que no resuelven los problemas de fondo de un país atravesado por la violencia colonial y patriarcal, el machismo y el racismo.
“Nos engañan con cualquier cosa por falta de conocimiento. La gente tiene miedo a perder su trabajo, y no entiende que, si tuviéramos tierras, no tendrían que trabajar allí”, afirma una campesina. “Las mujeres somos las más afectadas, psicológicamente, porque estamos preocupadas por qué les vamos a dar de comer y de beber a nuestros hijos”, añade. A su lado, otra mujer matiza: “Tratan mal a las mujeres. Les gritan: ¡Viejas hijas de la gran puta, dejen de hablar! Las humillan. Un hombre necesita de una mujer para nacer, y sin embargo, así nos tratan”.
“El Ingenio le ha cambiado la mentalidad a la gente: ya no son indígenas, sino ladinos” -es decir, blancos o mestizos-, y a las empresas “no les importa, por su amor al dinero, ver a a la gente muriendo de desnutrición o de enfermedades raras. Dios nos dio una vida en abundancia, y unos pocos la están destruyendo, y nosotros colaboramos consumiendo lo que no debemos”, dice una de las líderes de la comunidad. Sólo queda resistir, y aquí son las mujeres las que toman la iniciativa. Desde la organización Madre Tierra, proponen huertos agroecológicos para garantizar la soberanía alimentaria de las comunidades.
Una de esas mujeres guerreras narra su experiencia: “Yo, cuando la guerra, tuve que huir a México y pasé 15 años en Chiapas. Viví lo que era la estrategia de tierra arrasada, cuando el Estado acababa con pueblos enteros. Hoy no es una guerra con bombas y secuestros, pero sí hay desplazados internos, hambre y sed”. Por eso siguen luchando pese a las amenazas. Como zanja Felipe: “Prefiero morir yo y que vivan mis hijos y mis nietos”.
Desiertos verdes para alimentar automóviles
La caña azucarera cubre 2.687 kilómetros cuadrados en Guatemala, el 10% del área cultivada y un 3% del territorio total. Esta industria supone el 3% de la economía guatemalteca, con 1.900 millones de dólares al año. En la principal región azucarera, la Costa Sur, una docena de ingenios “cogobiernan con un poder paralelo al de medio centenar de municipalidades” y sustituyen al poder estatal, según La tierra esclava, una investigación periodística del diario salvadoreño El Faro, en colaboración con eldiario.es. Gracias a los papeles de Panamá y al exhaustivo trabajo de los periodistas, se desveló como el Grupo Campollo, dueño del ingenio Madre Tierra -responsable del 7,2% de la caña molida que se produce en Guatemala-, creó 121 empresas offshore a través de la firma panameña Mossak Fonseca. No es el único caso: se han encontrado vínculos con offshore en otros nueve ingenios. Este entramado revela los vínculos entre el sector azucarero y el poder político, en un país con la menor recaudación fiscal de América Latina.
El sector azucarero guatemalteco se caracteriza por su alto grado de concentración. Nueve ingenios se reparten el pastel; el mayor de ellos es Pantaleón Sugar Holding, que acapara el 19% de la producción. Le siguen Magdalena (17%), Santa Ana y La Unión (11% cada una). Detrás de cada uno de esos grupos empresariales, hay familias que detentan el poder en Guatemala, como los Herrera, los Leal, los Campollo o los Boltrán.
Las prácticas ilícitas no frenan el apoyo de los organismos supranacionales a estos grupos empresariales. Así, Pantaleón, cuya matriz está en las Islas Vírgenes, y cuyos dueños están vinculados a ocho empresas en Panamá según la investigación de El Faro, recibió, entre 2008 y 2010, dos préstamos del International Finance Corporation (IFC), entidad del Banco Mundial, a través de su matriz en las Islas Vírgenes, por 130 millones de dólares. En otras palabras: el Banco Mundial otorgó un crédito a una sociedad en un paraíso fiscal, dejando claro que esta entidad supranacional, como también el Estado guatemalteco, antepone la expansión del agronegocio por encima del bienestar de los ciudadanos.
Por Nazaret Castro
01/05/2018
BIBLIOGRAFÍA
Alonso Fradejas, A., F. Alonzo y J. Dürr (2008) Caña de azúcar y palma africana: combustibles para un nuevo ciclo de acumulación y dominio en Guatemala, IDEAR.
CEIBA – Amigos de la Tierra Guatemala (2016) “Situación del agua en Guatemala”, en Informe del Agua en América Latina y el Caribe, Amigos de la Tierra.
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VV. AA. (2017) “El cártel del azúcar de Guatemala”, en el especial Tierra esclava, El Faro/eldiario.es.
VV. AA. (2013) La expansión de la caña de azúcar en Suchitepéquez y su impacto en la subsistencia de la población del altiplano guatemalteco”.
Winkler, Katja (2013) La expansión de la caña de azúcar en Suchitepéquez y su impacto en la subsistencia de la población del altiplano guatemalteco. IDEAR.
Zepeda, Ricardo (2016) Dinámicas agrarias y agendas de desarrollo en el Valle del Polochic. Guatemala, Comité de Unidad Campesina.
Fuente: Carro de Combate