Revista Papeles #154: pandemia y crisis ecosocial

Idioma Español

La presión humana sobre los ecosistemas y el cambio de los usos del suelo están minando la biodiversidad y los equilibrios protectores que aquellos ofrecen frente a elementos patógenos, proceso que está en la raíz de pandemias como la COVID-19. Esta nueva pandemia se expandió por todo el planeta con asombrosa rapidez desde finales de 2019 y principios de 2020 debido a la globalización y una intensa movilidad humana. No sirvieron para prevenirla los distintos avisos desde la ciencia a lo largo de una década. El riesgo se conocía bien, pero no se actuó.

La COVID-19 está intensificando problemas sociales previos a escala global, como la desigualdad o la precariedad, y aunque aún no podemos concretar cuáles serán sus impactos a largo plazo, sí podemos adelantar que el coronavirus ha llegado para cambiarlo todo.

INTRODUCCIÓN
Pandemia, crisis ecosocial y capitalismo global

Por Santiago Álvarez Cantalapiedra 

Las epidemias no son fenómenos naturales. Hay que verlas, más bien, como fenómenos sociohistóricos de aparición relativamente reciente. Las primeras epidemias humanas surgieron en el contexto de la revolución neolítica. La expansión de la agricultura y la ganadería transformaron profundamente nuestra relación con el medio. La destrucción y transformación de los hábitats para ampliar las tierras de cultivo y la domesticación de animales para usarlos como alimento o como bestias de carga es lo que permitió que las vacas nos trasmitieran el sarampión y la tuberculosis, los cerdos la tosferina o los patos la gripe.

Las primeras sociedades urbanas, el desarrollo del comercio, la esclavitud y las guerras entre imperios crearon las condiciones para que las primeras enfermedades infecciosas se convirtieran en epidemias. Las transformaciones en las formas de relacionarnos con la naturaleza asociadas a los cambios en nuestros modos de vida crearon las condiciones para la propagación de las infecciones, incluyendo la posibilidad de la zoonosis, esto es, el contagio de enfermedades de animales a humanos. Asociamos al medioevo con la peste bubónica. La peste negra, la gran epidemia que afectó a Eurasia a mediados del siglo XIV, ha sido la pandemia más devastadora de la historia de la humanidad, provocando la muerte de entre el 30 y el 60% de la población europea. Introducida por marinos, penetró en Europa desde Asia a través de las rutas comerciales que recababan en puertos como el de Mesina. Las condiciones sociales y demográficas en las ciudades y pueblos medievales hicieron el resto.

A falta de una explicación convincente de las causas del flagelo, la ignorancia de la época sirvió para propalar otra de las pandemias recurrentes en la historia humana: la necesidad de buscar un chivo expiatorio a los males propios; en esa ocasión, fueron los judíos a quienes se acusó de envenenar los pozos que abastecían de agua a las poblaciones, reanudándose así los pogromos ya iniciados con la Primera Cruzada en el siglo XI. La expansión colonial de los imperios europeos provocó oleadas pandémicas de nuevas enfermedades que asolaron el orbe.

La viruela, con la inestimable ayuda de las encomiendas, acabó con parte de la población indígena del Nuevo Mundo. En el Congo, un lentivirus portado por los macacos se propagó a la misma rapidez con la que los colonos belgas se apresuraron a saquear los recursos naturales del aquel vasto territorio considerado la finca particular de Leopoldo II. El lentivirus del macaco continuaría su propio desarrollo histórico hasta convertirse en el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) asociado al SIDA. En Bengala, el imperio británico se propuso transformar en arrozales el inmenso humedal de Sundarbans, el manglar más importante del mundo situado en el delta donde confluyen los ríos Ganges, Brahmaputra y Meghna.

La proliferación de enfermedades infecciosas se interpuso en los planes de la administración colonial. La historia en este punto sería tan prolija como las atrocidades cometidas en la era colonial. Con la revolución industrial, el cólera, la sífilis y la tuberculosis provocarán las grandes pandemias de esa época. Son enfermedades estrechamente relacionadas con las condiciones de vida de la población, por lo que la proliferación de barriadas donde se hacinaba a la clase trabajadora en condiciones miserables e insalubres creó el caldo de cultivo para su desarrollo.

COVID-19: la pandemia de la era del capitalismo global

Cada pandemia es hija de su época. La del COVID-19, la primera gran pandemia global stricto sensu, ha sido posible gracias a la combinación de dos hechos estrechamente relacionados: 1) la presión que ejercemos los seres humanos sobre el conjunto de los ecosistemas y 2) la globalización. Aunque habitualmente se ha contemplado esta pandemia en términos exclusivamente sanitarios, tiene como trasfondo la crisis ecosocial provocada por el capitalismo global. La presión humana sobre los ecosistemas está erosionando la biodiversidad y los equilibrios protectores que aquellos ofrecen frente a elementos patógenos. La comunidad científica no se cansa de subrayar los riesgos que supone la pérdida de biodiversidad en la propagación de las enfermedades infecciosas.

Los virus se encuentran aislados de nosotros de forma natural gracias a los ecosistemas. Estos constituyen verdaderos espacios de amortiguación frente a la virulencia de los patógenos. Ahora que se vuelve a hablar del virus del Nilo, los expertos señalan que las áreas con mayor diversidad de aves muestran tasas más bajas de infección porque los mosquitos –que sirven de vector de infección– disponen en ese caso de menores probabilidades para encontrar el huésped adecuado. Una saludable cobertura vegetal que albergue una amplia variedad de especies animales protege a los seres humanos de la transmisión de enfermedades a través de los mosquitos porque estos se diluyen en el entorno.

Se ha establecido que existe una relación entre el advenimiento de epidemias y la deforestación. Los estudios realizados en torno al ébola muestran que este virus, cuyo origen ha sido localizado en varias especies de murciélago, aparece en las zonas de África Central y Occidental más afectadas por la deforestación. La tala de los bosques provoca que las especies de murciélagos que habitaban en ellos tengan que posarse ahora en los árboles de los hábitats ocupados por humanos, aumentando la probabilidad de interacción y transmisión. Sin embargo, las zonas de amortiguación ecológica están siendo erosionadas a una velocidad sin precedentes. La intensísima intervención humana sobre la Tierra está simplificando la naturaleza. La apropiación humana de la biomasa terrestre y la destrucción de la integralidad de los ecosistemas que ello conlleva no encuentran parangón en la historia. Una muestra de ello es que, del total de la biomasa de vertebrados terrestres, la mayoría es ganado (59%) o seres humanos (36%), y solo alrededor del 5% está compuesta por animales silvestres (otros mamíferos, aves, reptiles y anfibios).

La destrucción y simplificación de la naturaleza nos hace más vulnerables ante organismos patógenos que en sus ecosistemas naturales mantenían un equilibrio que ahora se rompe al entrar en contacto con el nuestro. El segundo factor que interviene en las pandemias contemporáneas es la globalización, que además de impulsar la destrucción de la naturaleza al incrementar la explotación de los recursos naturales y extender el modelo de ganadería industrial de alta intensidad, facilita la propagación de los brotes infecciosos gracias al desarrollo vertiginoso de unos sistemas de transporte que mueven ingentes cantidades de personas y mercancías por todo el planeta.

La globalización ha hecho del mundo una aldea global donde todos sus rincones son accesibles en poco tiempo. Así pues, en el trasfondo de esta pandemia se encuentran las consecuencias de los comportamientos del sapiens contemporáneo. La alteración de los hábitats y la pérdida de biodiversidad en los ecosistemas que provoca el capitalismo mundial derrumban las barreras que podrían amortiguar la expansión de los patógenos, al mismo tiempo que los estilos de vida globalizados tienden puentes cada vez más efectivos para su propagación.

Del optimismo tecnológico a las pandemias recurrentes

El higienismo y el descubrimiento de vacunas y antibióticos consiguieron atenuar en gran medida el alcance y los efectos de las epidemias a lo largo del siglo XX. Los éxitos cosechados con estas tecnologías terapéuticas han sido tan relevantes que su generalización propició que las enfermedades infecciosas dejaran de ser una de las principales causas de mortalidad en el mundo. Hace apenas un cuarto de siglo la muerte por enfermedades infecciosas representaba aún el 33% de los fallecimientos; hoy apenas alcanza el 19% del total.

La rapidez y eficacia con que se han desarrollado y producido las vacunas contra el COVID ha sorprendido y provocado la admiración de casi todo el mundo. Sin embargo, aunque en la actualidad las principales causas de muerte sean las enfermedades cardiovasculares y los cánceres (enfermedades asociadas en alto grado a los hábitos y a los estilos de vida urbanos), el optimismo tecnológico no debería hacernos olvidar que es imposible pretender acabar con todos los virus que provocan las infecciones, fundamentalmente porque forman parte de la trama de la vida, con sus interacciones y equilibrios naturales. Su desaparición completa equivaldría a la desaparición de la propia vida, entendida como la trama en la que se desarrolla la existencia concreta de cualquier individuo. De ahí que las enfermedades nunca sean aconteceres aislados al margen del sistema social y ecológico del que forman parte, como tampoco la salud está al margen de sus determinantes económicos y socioambientales.

Los avances terapéuticos pueden sumergirnos en un ilusionismo tecnológico que nos impida atender a las causas (los modos de vida) al concentrar la atención sobre los efectos (las enfermedades). La enorme superficie de naturaleza destruida por la acción humana y el ritmo de esa destrucción están incrementando el riesgo de enfermedades infecciosas. Las zoonosis y las enfermedades por coronavirus se sucederán con más frecuencia si no preservamos los ecosistemas naturales. Un estudio de la Universidad de Brown ha estimado que entre la década de los ochenta del siglo pasado y la primera del nuevo siglo el número de brotes epidémicos de enfermedades infecciosas se ha multiplicado por tres.

La pandemia del COVID-19 parece estar confirmando algo que venía observando con preocupación la comunidad científica desde hace tiempo: desde la segunda mitad del siglo XX, coincidiendo con la gran aceleración de la actividad económica y sus correspondientes impactos sobre la naturaleza, han aparecido muchos microbios patógenos en regiones en las que nunca habían sido advertidos. Es el caso del VIH, del ébola en el oeste de África o del zika en el continente americano, sin olvidar el SARS que apareció en 2002 en el sudeste asiático y las más recientes gripes porcinas (H1N1) y aviar (H5N1). Muchos de esos virus (en torno al 60%) son de origen animal, algunos provenientes de animales domésticos o de ganado, pero en su mayoría –más de las dos terceras partes– procedentes de animales salvajes.

Por muy elevada que sea la inversión en farmacología, no cabe esperar una remisión de las pandemias en el futuro más inmediato mientras no cambiemos de forma sustancial el modo de vida predominante asociado al capitalismo global.

Más allá de la crisis sanitaria

Urge hacer una lectura de esta pandemia más allá de la crisis sanitaria que ha provocado que nos permita extraer las oportunas enseñanzas. La pandemia ha revelado aspectos cruciales de cómo vivimos y nos comportamos. Una de las primeras cosas que mostró fue la clamorosa desigualdad existente en todos los ámbitos sociales. Se repitió con mucha frecuencia, y es cierto, que por ser global representaba una amenaza para todas las personas, pero se omitió frecuentemente, no siendo menos verdad, que no todas eran igual de vulnerables a esa amenaza.

El confinamiento fue muy revelador en este sentido. Uno de los ejemplos más claros de la inequidad en esos meses distópicos fue la división del trabajo: la existencia de una gran brecha entre quienes conservaban su empleo y podían trabajar desde su casa sin exposición ni riesgo y aquellos que perdían su empleo o se veían obligados por la naturaleza de sus funciones a salir a la calle y exponerse al virus. Otra manifestación reveladora de la desigualdad ha sido el “apartheid vacunal” al que se ha sometido a las poblaciones y pueblos más pobres del mundo. Esta segregación ha mostrado que, aunque vivimos en un mundo global, no por ello dejar de ser un mundo fragmentado por los juegos de intereses económicos y geopolíticos del poder.

El criterio de reparto aplicado en los planes de vacunación en las sociedades ricas (primeros los mayores y los sanitarios, luego el resto de la población según su edad) no se ha utilizado en las relaciones internacionales, donde todo se ha dejado en manos de las grandes farmacéuticas, las reglas del mercado y la “filantropía” de unos estados que lo que realmente buscan es alcanzar mayor influencia global. Si nuestra salud se sostiene sobre ecosistemas bien conservados, nuestra sociedad se sostiene sobre las personas menos reconocidas y remuneradas: personal sociosanitario, temporeros, equipos de limpieza, repartidores, reponedores, transportistas, empleadas del hogar o cajeras de supermercados.

Justamente la gente a la que el sistema condena a la precariedad y a los sueldos más bajos. Mientras descubrimos la importancia de todas estas ocupaciones que fueron declaradas en su día esenciales, los medios de comunicación se hacen eco de la noticia de que los directivos de los bancos obtienen remuneraciones y bonos equivalentes a la suma del sueldo medio de miles trabajadores que esos mismos bancos han anunciado que quieren despedir, pudiéndose así comprobar que el salario no se fija por la utilidad del trabajo que se desempeña sino por el prestigio social que concede el ejercicio del poder. Todo ello invita a que nos replanteemos cómo y a qué otorgamos valor. Y otorgar valor a una cosa no es sinónimo de ponerle un precio, a menos que nos deslicemos hacia la estupidez de la que habla Machado en boca de su Juan de Mairena. Tal vez sea esta la causa última de la pandemia: la incapacidad que tiene la civilización capitalista de valorar adecuadamente lo que socialmente resulta más necesario. 

El número 154  de la revista PAPELES de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, incluye otras secciones y artículos.

Fuente: FUHEM

Temas: Crisis climática, Defensa de los derechos de los pueblos y comunidades

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