Sembrando en el desierto: no es fácil ser campesina en el desierto

Mantener un huerto productivo y ecológico en un desierto puede parecer una quimera. Pero las mujeres saharauis luchan para adaptarse a un terreno pedregoso y salino, al viento huracanado, a las inundaciones y a las tormentas de arena. Porque producir tus propios alimentos es en sí una declaración de independencia.
En la wilaya de El Aiuún visitamos los primeros huertos. Este campamento es, junto a Dajla, el que dispone de mayores recursos hídricos. Muchas veces los pozos sólo necesitan unos pocos metros de perforación para alcanzar el nivel freático. Sin embargo la salinidad, la arcilla, la extracción, el mantenimiento y la seguridad dificultan su uso. Dificultan pero no paralizan. Y tal vez esta es la clave, la perseverancia.
Recuerdo a aquel labrador valenciano que nos explicaba que “el campesino es de una raza que si se cae mil veces, se levanta mil más”. En el barrio de Guelta nos cuentan cómo iniciaron el huerto familiar con toda la ilusión, y cómo lo perdieron, y cómo lo revivieron. Ésta es una historia que escucharemos en muchas otras ocasiones. A los dos días recibimos una alerta por Siroco. Una tormenta de arena, con ráfagas de hasta cien kilómetros por hora, paraliza toda actividad humana. Los muros de adobe resisten como pueden los embates. Y los jóvenes arbolitos se comban hasta lo posible.
Inexorablemente, en cada tempestad se producen destrozos que hay que reparar. Y puede que sorprenda a quien lee esto, las inundaciones se están volviendo más frecuentes. Justo un mes antes de la DANA de València se produjeron graves destrozos en viviendas y campos en la wilaya de Dajla. Resulta que se vivió un fenómeno metereológico similar: llovió en un día lo mismo que un año entero. Es posible que sean expresiones del proceso de cambio climático.
Al día siguiente nos llueve. Y cae fuerte. Tal vez es pronto para adelantar conclusiones, pero aparentemente están aumentando las precipitaciones torrenciales en la hamada. Por la tarde, aprovechando el frescor, espigolamos en el huerto de la seguridad saharaui. Espigolar es un derecho tradicional que ha existido en muchos pueblos árabes y mediterráneos. Se trata de recoger aquellas verduras y hortalizas que los campesinos han dejado en el campo tras la cosecha. Es una manera de redistribuir los excedentes que no se necesitan.
Durante las recientes crisis económicas los huertos valencianos atraían a familias necesitadas de la ciudad, que llenaban bolsas con patatas y cebollas que quedaban en tierra. Lo cierto es que también en el desierto se comparte. Y eso, compartir, es lo que encontraremos en cada huerto. Así, cada tarde volvemos con acelgas, tomates y remolachas. No sé si la generosidad es parte de la naturaleza humana, pero por lo menos lo es de la campesina.
Ser agricultora en el desierto es difícil, pero también es un sueño para muchas mujeres. En el siguiente huerto que visitamos encontramos a la abuela sentada a la fresca bajo su acacia. Sombra, frondosidad, cobijo. Realmente es otro mundo el que ha levantado, el pequeño mundo del huerto. Donde la vida atrae vida, donde te rodean mariposas, pájaros, granados, higueras, palmeras y olivos. Y no deja de chocar la fertilidad de la tierra arenosa y blancuzca, a primera vista estéril y pobre. En cambio, las remolachas, las acelgas, las cebollas y las zanahorias están llenas de vitalidad. Y los niños y las niñas. Y los gatos. Y las flores. La vida bulle, protegida por las frágiles tapias y las mujeres fuertes.

Los huertos se convierten también en patios, en oasis familiares, en un entorno durísimo.
Hammudi y Fatimetu nos cuentan que en el huerto son uno, que la mujer y el hombre trabajan unidos. Y que toda la familia participa dentro de sus capacidades. Pero lo cierto es que las mujeres son las responsables del mantenimiento de la gran mayoría de huertos familiares. Y todas las coordinadoras de dairas y wilayas, de barrios y provincias, son mujeres. Hay una apuesta en ello. La pareja nos explica que iniciaron el huerto por su cuenta, como pudieron, aprendiendo de los primeros huertos nacionales. Que ellos nacieron en el Sáhara Occidental. Y que en 1975 huyeron a Argelia bajo las bombas. Y también nos cuentan un secreto: muchos saharauis seguían viviendo y pasando largas temporadas en los territorios liberados. Nómadas libres en los fértiles valles que reverdecen con las lluvias.
Esa voluntad firme de trabajar se valora mucho para incluir a las familias en los proyectos de huertos familiares. Víctor Martínez del equipo de CERAI en los campamentos saharauis me explica que junto a Mohamed Embarec siguen desarrollando el plan iniciado hace ya dos décadas. Inicialmente las semillas del proyecto han venido de Argelia y de España, países hermanos y vecinos del Sáhara. Pero fieles al objetivo de autosuficiencia, la idea es ir progresivamente seleccionando semillas nacidas y adaptadas a las condiciones de aquí. Las familias campesinas confirman que extraen y guardan las simientes para la siguiente siembra y para intercambiarlas. Este proceso de aprendizaje, formación, y mejora colectiva es la base de toda civilización agrícola. Paso a paso, la revolución verde saharaui va generando un valioso conocimiento de la agroecología en el medio desértico y árido. Un saber que, como el manual de los huertos, se publica en árabe y castellano.

Una clave del éxito es la compenetración de las coordinadoras y las campesinas, todas ellas mujeres saharauis.
El pasado año 2024 fue un reto para el equipo de trabajo de CERAI en El Aiuún. Yeslem, el director de los huertos de El Aaiún, falleció. Fátima, responsable de las coordinadoras, enfermó y fue evacuada a España. Y Yamila, con un embarazo avanzado, tuvo que dejar parcialmente sus responsabilidades. Siguiendo el sistema descentralizado de red, Ladiba Fraikin coordinadora de la daira de Dora, tuvo que asumir la dirección de todas las coordinadoras de barrio. Una mujer joven, decidida y formada en la agricultura desde el 2010, no desfalleció ante el reto. Ella misma es parte de una gran familia que posee dos huertos. Y nos cuenta que creció mientras se desarrollaba la agricultura en el Sáhara.
Mientras visitamos huertas nos explica dos cuestiones importantes. La primera es que en el trabajo agrícola colabora toda la familia, pero también los vecinos cuando son necesarios. Esto se llama tuiza, el apoyo mutuo en el trabajo colectivo. Tornallom lo llaman los labradores valencianos. La segunda es que su hermana trabajaba desminando en los territorios del Sáhara Occidental bajo control del Frente Polisario. No se sabe con exactitud, pero se calcula que el ejército marroquí podría haber sembrado hasta siete millones de minas antipersona. Desde el 1975 han causado unas tres mil víctimas, entre muertos y heridos. Es por esto que un 20% de los huertos impulsados son para miembros de la Asociación Saharaui de Víctimas de Minas. El sueño de Ladiba se repite en casi todas las mujeres agricultoras con las que conversamos: que las huertas lleguen a todas las saharauis, que los campamentos sean verdes, que el Sáhara sea un día verde.
Para entender el éxito de la revolución agraria saharaui hay que conocer el hambre y la desnutrición crónica de la población refugiada saharaui. Las revoluciones las hacen quienes las necesitan desesperadamente, quienes padecen hambre, quienes tienen que defender a su familia. El estado nutricional saharaui es monitorizado por ACNUR y el Plan Mundial de Alimentos. En el informe “el derecho humano a la alimentación adecuada en los campamentos saharauis” de Mundubat se explican las oscilaciones y evoluciones. Y si durante décadas había ido mejorando, en los últimos años los recortes de los donantes internacionales han provocado un deterioro de la salud. En particular de niños y mujeres en edad fértil. Así es como la anemia ha pasado a ser un problema grave para la salud pública.
Crear huertos es pura supervivencia, pero también es una declaración de independencia y autosuficiencia. Es una decisión estratégica del gobierno saharaui junto a organizaciones internacionales que llevan años tratando de generar un sistema alimentario menos dependiente y más resiliente. Durante la pandemia del COVID-19, nuestro país también sufrió problemas de abastecimiento debido al cierre de fronteras y canales de distribución internacionales. En ese momento, Daud Marwan, un agricultor palestino y valenciano nos explicaba: “Si la crisis hubiera durado un poco más, ciudades como Barcelona o Madrid habrían pasado hambre. Pero no València, porque tenemos la huerta aquí mismo”. Y es que la huerta valenciana se fundó hace más de mil años en la época árabe de Al Ándalus. Basada en el minifundio de mosaico y la propiedad campesina, durante un milenio ha garantizado seguridad alimentaria frente a guerras, pestes y catástrofes. Es hermoso ver hoy al pueblo saharaui en pleno siglo XXI revivir un proyecto civilizatorio donde el ser humano y la tierra se hermanan. En una era de incertidumbre, quizás las huertas nos hermanen.
He visto mujeres surgir de la nada,
con tesón y perseverancia,
haciendo del desierto
un bello huerto.
Textos y fotografías realizados por David Segarra con el apoyo del equipo de CERAI, formado por Víctor Martínez, Zahraa Ahmed Elkheir, Saúl Reyes, Sidahmed Mohamed-Islem, Mahmud Abeid, Jalil Mahmud Lehbib y Vega Díez.
Esta iniciativa es parte del programa CONTRAST de la Coordinadora Valenciana de ONGD, financiado por la Generalitat Valenciana, Caixa Popular y la Diputación de València.
Fuente: Climática