Suplemento Ojarasca N° 277: Autonomía de los pueblos para vencer la adversidad

"La organización comunitaria y el instinto de conservación es justamente lo que da a los pueblos su única garantía de futuro. En sus maíces y milpas, en sus gobiernos internos, sus sistemas de autodefensa y justicia, su manejo de recursos naturales, en sus identidades y lenguas recobradas reside la única esperanza que vale la pena: vivir pese a todo y seguir siendo. El buen vivir no viene de arriba, empieza desde lo pequeño y sube para todos."

- Foto por Mario Olarte
UMBRAL

La esperanza, ese concepto precristiano tan evanescente, para los pueblos originarios de América nunca ha dado el ancho. Mil o más años de existencia ininterrumpida, muchas veces devastada por la autoridad externa y las enfermedades, los ha hecho cautelosos en lo real, no importa cuánto peso tenga lo sagrado en sus vidas. Desde la laicidad asumida en el materialismo científico de las tropas insurgentes del EZLN y otros movimientos de liberación del continente, hasta el misticismo profundo de los maraka’ate o las poderosas expresiones religiosas de los kiché en Chichicastenango que impresionaran al joven Luis Cardoza y Aragón como la dolorosa intensidad “de otro mundo”, estos pueblos han aprendido, igual que la ingenua Pandora del mito helénico, que el último horror que sale de su cajita es precisamente la esperanza. Albert Camus no deja de recordárnoslo.

Así que no es de ahora su rechazo al progreso según lo entiende la sociedad mayoritaria de México, para la cual crecer no tiene límite ni alternativa. Tildan a los pueblos organizados de retrógradas, salvajes, conservadores, cuando plantan resistencia a lo que el México imaginario quiere imponerles “por su bien”. Arraigados en sus mitos, en lo que éstos se han convertido al paso de los colonialismos, entienden la Historia mejor que la sociedad nacional. Siempre saben sobrevivir con todo en contra, su instinto ante la adversidad es ancestral. No es de ahora que no tienen clínicas, que en vez de garantizarles el agua se las quitan, en vez de asegurar que tengan buenas cosechas les expropian o roban sus parcelas, o les imponen cultivos (del henequén y el caucho al maíz transgénico). No es la primera vez que no se respeta lo que ellos harían si los dejaran en paz, y más ahora que el mundo entra en un periodo de turbulencia que para los pueblos originarios significa más hambre, más enfermedad, y la necesidad de salir de la lógica devastadora de los Estados nacionales.

En su lucha de siglos contra los venenos de la esperanza, bien explotados por misioneros de todos los cristianismos, los pueblos de América aprendieron a estar juntos, no ser sólo cuerpos individuales, sino también parte de un cuerpo colectivo. Para existir en plenitud, la comunidad necesita ser autónoma: suficiente, gestionable, con poder soberano de decisión ante el Estado, por autoritario que siempre sea.

Detrás de un discurso que privilegia a los pobres, cuya retórica saldrá inevitablemente maltrecha del periodo de excepción que impone la pandemia, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha sido impermeable a la autonomía de cualquier tipo para los pueblos originarios. Nunca se comprometió a respaldarla como candidato; ni la mencionó, siendo una de las demandas más firmes y sentidas de los indígenas. Con expresiones sólidas y funcionales en Chiapas, Guerrero y Michoacán. En esa ruta de ignorarla montó los grandes emprendimientos del sexenio, los megaproyectos del sur, al que trata como si le perteneciera.

Apoyado, en el mejor de los casos, en un rancio indigenismo setentero, su aproximación a los pueblos indígenas ha sido tan apoteósica y hueca como la de sus antecesores priístas. No les concede ningún margen de autodeterminación. Los grandes clímax progubernamentales con “bastón de mando”, flores y sombrero típico son marca de la casa hace más de medio siglo. Para los pueblos la vida está en otra parte. No hay que engañarse. La memoria ayuda, y los pueblos la tienen más espabilada que el olvidadizo Estado Nación. Los han traicionado siempre.

La crisis pandémica devela el abandono objetivo del Estado a los pueblos originarios, salvo por la militarización periódica que nunca, ni siquiera ahora, ha servido para garantizar paz y seguridad de la población indígena, como acabamos de ver en Tumbalá, San Mateo del Mar, Ayutla mixe y Aldama. La violencia bajo las narices de la Guardia Nacional no se vislumbra que se frene con el ambiguo regalo del Plan DN-III, que es el extremo legal de la militarización inapelable ahora contra el Covid-19.

¿Autodeterminación? ¿Cuál? No hay espacio para ella en las proyecciones del “progreso”. Pero los pueblos, queda dicho, han aprendido que así actúa siempre el Estado, sea la Corona, el Virrey, el presidente, el emperador ocasional, el dictador y finalmente el rey sexenal que nos heredó la Revolución mexicana. Ante la pandemia y sus peligros, necesitados del esfuerzo comunal para sobrellevar el abandono, han reaccionado defensivamente, con sabiduría más allá de toda esperanza. Esa “autonomía que no se pregunta”, como dice Alfredo Zepeda de Radio Huaya, lleva a las comunidades a cerrar sus espacios vitales. Sucede en la Meseta Purh’epecha, la Montaña de Guerrero, la sierra norte de Veracruz y Puebla, la selva Lacandona, el istmo de Tehuantepec, la sierra Huichola, los pueblos nahuas del centro del país, los campamentos de migrantes en San Quintín y California, los barrios de otomíes en Queens, Nueva York.

La firmeza comunitaria aparece como heroica porque es de vida o muerte. Lo demuestra el inesperado, casi milagroso aumento de las remesas enviadas a sus comunidades por los trabajadores en Estados Unidos, país que con tal de no detener la producción de sus alimentos, por ahora dejó de perseguirlos e insultarlos, le son “esenciales”. Y estos trasterrados hacen, como siempre, lo que el Estado no: financiar la sobrevivencia sin acatar condiciones, entre iguales, entre ellos y con ellos mismos.

La amenaza del Covid-19 les resulta doble, pues no tienen recursos materiales para frenarla, y sus condiciones materiales los hacen más propensos a un padecimiento grave y mortal. La organización comunitaria y el instinto de conservación —que hace al presidente AMLO llamarlos “conservadores” (qué ironía de la lengua) en Morelos, la península de Yucatán o la costa oaxaqueña— es justamente lo que da a los pueblos su única garantía de futuro. En sus maíces y milpas, en sus gobiernos internos, sus sistemas de autodefensa y justicia, su manejo de recursos naturales, en sus identidades y lenguas recobradas reside la única esperanza que vale la pena: vivir pese a todo y seguir siendo. El buen vivir no viene de arriba, empieza desde lo pequeño y sube para todos.

CONTENIDO:

- Del Coronavirus en el Abya Yala: por Camilo Salvadó

- Afroamericanos en tiempo de pandemias: por Elia Avendaño Villafuerte

- I´naj. Secretos del maíz: por Pedro Uc B

- NASA de Colombia. Porque no seremos los mismos, hay que liberar: por Rita Valencia

- No al reordenamiento del Tren Maya: por Gloria Muñoz Ramírez

- El maíz no es una cosa, dijimos: por Ramón Vera Herrera

- Los indígenas de Guerrero, entre la vida y la muerte: por Simitrio Guerrero Comonfort

- Canto a la resistencia maya: por Ana Matías Rendón

- Mujer rayo: por Juventino Santiago

- Lloramos en la gran ciudad: por Mikeas Sánchez

- Ayutla Mixe sin agua, pero vive: por Justine Monter- Cid

- Mi lengua fue honrada por un clavo: por Kalu Tatysavi

- Shawany. Relato Nahua: por Jorge Amador Tlatilolpa

- Post racismos: Por Xue Betan

- "Nuestro territorio nos necesita" Guardia comunitaria Whasek. Wichí del Chaco: por Huerquen, entrevista a Ariel Fabián

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Fuente: Suplemento Ojarasca, La Jornada

Temas: Defensa de los derechos de los pueblos y comunidades, Tierra, territorio y bienes comunes

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