El genoma no es una mercancía, por José María Mendiluce
Casi tres siglos de ilustración y derechos humanos habrían sido borrados del mapa por una decisión administrativa de un organismo burocrático. Una nueva forma de esclavitud biotecnológica nos acecha en el horizonte de nuestra cultura moral y política
La reciente decisión de la Oficina Europea de Patentes (OEP), con sede en Munich, de revocar la autorización y registro de una patente sobre células del organismo humano presentada por la Universidad de Edimburgo, que esta misma oficina concedió en 1999, marca un saludable punto de retorno a la legalidad de la Unión Europea y fija unos mínimos límites bioéticos al desarrollo de la biotecnología. De no haber sido así, estaríamos ante una claro incumplimiento de la directiva sobre biopatentes aprobada también en 1999 y que establece 'la prohibición de patentar la totalidad o partes del organismo humano'. También se habrían incumplido convenios y declaraciones internacionales sobre el genoma humano. Por últim! o, todas estas ilegalidades e incumplimientos no habrían hecho sino poner de manifiesto la desmesurada autonomía de algunas instituciones comunitarias como la misma OEP o el Banco Europeo, que funcionan sin control político alguno, tomando decisiones que contravienen directamente la legalidad y las decisiones del Parlamento Europeo. Y que contribuyen de esta manera al aumento de los déficits democráticos que lastran la construcción europea. Pero por encima de todas estas consideraciones de orden legal o político hay una dimensión que sobresale en todo este problema: la dimensión bioética. Estamos hablando de cual es hoy la dignidad del cuerpo y de la vida humana. Las biopatentes sobre todo o partes del cuerpo humano son la última frontera de la privatización de la vida. La gestión y la dirección privada y capitalista (mercantilista) del enorme poder de transformación que alumbra la biotecnología constituye una grave irresponsabilidad que puede tener consecuencias nefastas de! las que ojalá no tengamos que lamentarnos.
De haberse consolidado el registro de la patente propuesta por la Universidad de Edimburgo, el cuerpo y el organismo humanos podrían ser considerados una mercancía en manos de un propietario. Esto supondría rebajar la dignidad del cuerpo a la de la cosa útil. El viejo mandato del imperativo categórico kantiano habría perdido toda validez (no tratar nunca al otro como medio, sino como fin en sí mismo). Casi tres siglos de ilustración y derechos humanos habrían sido borrados del mapa por una decisión administrativa de un organismo burocrático. Una nueva forma de esclavitud biotecnológica nos acecha en el horizonte de nuestra cultura moral y política.
Si pensamos en la biotecnología para alcanzar un desarrollo equilibrado, social y ambientalmente beneficioso y justo, este desarrollo debe estar gobernado por los principios de prudencia y de responsabilidad. El modelo privatizador de las biopatentes supone exactamente lo contrario: La imprudencia de la voracidad economicista y la irresponsabilidad de la búsqueda del mayor beneficio en el menor tiempo.Pero es importante dejar claro que estamos hablando contra la privatización del genoma humano, no contra los avances de la biotecnología, desde posiciones defensivas o ideologizadas. Estoy a favor del uso de embriones humanos con fines terapéuticos, siempre que se asegure que dichos embriones no van a llegar a desarrollarse hasta un estadio de feto, y que no van a ser usados para producir seres humanos deformes o incompletos (para producción de órganos, por ejemplo).
Tales fantasías apocalípticas todavía son propias de la cienciaficción. La realidad es que las investigaciones actuales utilizan los embriones en sus fases iniciales, cuando no son más que un puñado de células, sin sistema nervioso, y, por tanto, sin capacidad de sentir. Su uso para producir células madre permitiría encontrar curas para enfermedades tan importantes como la diabetes o la leucemia, entre otras. Las técnicas aún no están a punto, pero la plataforma ética que las permita debería ser formulada ya.
Necesitamos, pues, una democracia económica y una democracia tecnológica, basadas en una ética que defina las reglas de juego de los avances, pero sin moralizantes consideraciones acientíficas. Preservar las bases morales de todo el sistema democrático liberal, no tiene por qué impedir el avance de la ciencia y de sus beneficios para la humanidad.
Fuente: MENDILUCE
Enlace: http://www.mendiluce.org/