Maíz transgénico: cosas que no tienen repuesto, por Miguel Molina
El mismo día que cumplió años mi hijo Joaquín, el gobierno británico anunció que permitirá el cultivo de una variedad de maíz transgénico en el Reino Unido
El autor es columnista de BBC Mundo
Durante la comida vi parte de la declaración que hizo la ministra del Ambiente Margaret Beckett en el Parlamento, y no pude evitar estremecerme al pensar lo que significa el paso que dará este país.
La señora Beckett volvió a salir en la televisión durante los noticieros de la noche y confirmó mis temores, que van más allá de lo que pueda pasar en esta isla que todavía no sabe bien por qué fue a la guerra.
Lo primero que me preocupa es el ambiente que la señora y el gobierno todo tendrían que proteger. Aunque no hay pruebas de que los cultivos genéticamente modificados sean dañinos, sí hay evidencias de que pueden contaminar otros cultivos, como ya ha sucedido en Estados Unidos.
Tampoco hay información confiable sobre los efectos que pueden tener las plantas transgénicas en la vida animal y vegetal que las rodean, porque los experimentos (al menos los experimentos abiertos) y la tecnología son recientes. Pese a lo que digan las compañías que promueven el uso de semillas genéticamente modificadas, sigue siendo mejor prevenir que lamentar.
El hecho de que las propias empresas se rehúsen a hacerse responsables de lo que sus productos puedan provocar en otros cultivos ilustra el punto, pero eso no detuvo al gobierno británico, que prefirió ignorar las recomendaciones de su propio comité de expertos.
Uno de los señalamientos del comité es que los cultivos transgénicos no representan ninguna ventaja económica para los agricultores, aunque es evidente que las empresas productoras de las semillas y los pesticidas especiales sí tienen muy buenas perspectivas económicas.
El gobierno británico tampoco hizo caso a la oposición popular, pese a que la mayoría de quienes viven en este país desconfía de los alimentos genéticamente manipulados.
Lo que es peor, la señora Beckett reconoció que no se sabe si los animales que forman parte de la cadena alimenticia humana, como las reses y los pollos y los cerdos y los peces cultivados, se crían con semillas transgénicas.
Sin embargo, como decía al principio, mis temores no se limitan a esta isla. Bolivia, Ecuador, México, Argentina, Brasil, y en general también cualquier país que reciba ayuda alimentaria de Estados Unidos, ha consumido, consume o consumirá semillas modificadas aunque la gente no sepa lo que está comiendo.
Quizá lo más preocupante sea que las estrategias financieras de la industria biotecnológica han acabado por determinar el ritmo con que se promueve, o se impone, el uso de esta técnica en una actividad que hasta no hace mucho tiempo se dejaba más o menos en manos de la naturaleza.
Si no falta quien asegure que la biotecnología permitirá combatir el hambre y la pobreza con productos resistentes al frío o al calor o a la sequía o a cualquiera de los extremos climáticos del planeta, tampoco falta quien recuerde que el hambre y la pobreza no se deben a falta de alimentos o de recursos sino a la mala e injusta distribución de comida y dinero.
Por el momento, los gobiernos parecen haber cedido a las presiones del mercado y de la política. Ojalá que no se equivoquen, como ya pasó con la economía y la política, que se convirtieron en actividades con vida propia y nada tienen que ver con las naciones y los pueblos.
El caso de la ciencia es más grave porque, como advirtió Serrat en otro tiempo y en otro tono, juega con cosas que no tienen repuesto. Y si algo malo pasa qué cuentas le voy a dar a mis hijos...
Fuente: BBC Mundo