¿Qué culpa tiene la agroecología?

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Buen intento, lobby del agronegocio y los combustibles fósiles: acapararon titulares condenando la agricultura orgánica como responsable de la crisis económica, social y alimentaria en Sri Lanka. Por supuesto, muchos habrán caído en su ardid sembrado a clickbaits. Pero la realidad y hasta los mismos artículos que se dedican a ensuciar la agroecología los desmienten.

Vamos a los hechos. Sri Lanka inició en 2021 su salto a la agricultura orgánica y, en lugar de prosperar en sus cultivos tradicionales de arroz y té, no resultó como se pensaba. La propaganda fósil puso en marcha una falsa narrativa en medios como The New York Times y Foreign Policy: la crisis alimentaria, la inflación y hasta la devaluación de la moneda en el país asiático se deben a la agroecología y no a la caída dramática del turismo con la pandemia. Y la agricultura sin químicos no falló por falta de transición, planificación y preparación de los agricultores: ¡sus detractores simplemente opinan que jamás podría tener éxito!

Este nuevo zarpazo ocurre tras un  nuevo reporte del IPCC, donde insiste en la necesidad de abandonar la energía fósil –aliada de la agroindustria– y reducirla como mínimo a la mitad para 2030. El escenario se complica aún más con la suba histórica en los precios de los alimentos por la guerra entre Rusia y Ucrania, dos de los principales exportadores de granos. El modelo agroindustrial, agotado e insostenible, no es la salida: es fuente de emisiones, contaminación y saqueo de acuíferos, erosión de los suelos y daños severos a la salud de las comunidades.

Qué falló en Sri Lanka

En abril de 2021 el presidente de Sri Lanka, teniente coronel Gotabaya Rajapaksa, cumplió su promesa de campaña y anunció la prohibición del uso y la importación de productos químicos en la agricultura. Pero Rajapaksa no es ningún ecologista  ni defensor de los derechos humanos: con la transición a la agroecología para los dos millones de agricultores del país esperaba ahorrarse entre 300 y 400 millones de dólares en importación de agroquímicos.

Además, la Organización Mundial de la Salud y la Alimentación clasificó a Sri Lanka como el cuarto país con la tasa más alta de deforestación. Pierde miles de millones cada año por efectos de las sequías e inundaciones extremas producto de la crisis climática.

Los lobistas del bombardeo químico se apuraron a culpar al modelo agroecológico por la escasez de bienes básicos y la crisis alimentaria. Pero una caída en la producción no puede darse en apenas una temporada de cultivo,  sostiene el Movimiento por la Reforma de la Tierra y la Agricultura (Monlar) de Sri Lanka, integrante de La Vía Campesina. “La crisis alimentaria ya estaba en curso cuando se tomó la decisión de cambiar a orgánico”, cuentan.

La pandemia en Sri Lanka desató una crisis económica constante y un agotamiento de sus reservas, en gran medida por el desplome de la actividad turística, uno de los puntos fuertes de su economía. En un intento por reducir el gasto de divisas, en 2021 el Gobierno adoptó medidas para prohibir la importación de productos básicos, incluidas algunas comidas.

Dos tercios de los campesinos apoyaron la transición a la agroecología, asegura Monlar citando una encuesta nacional, pero consideraban que aquella debía durar más de un año. Solo un 20 % declaró no tener conocimientos de cómo aplicar fertilizantes orgánicos y esperaba capacitación. Para fines de noviembre, tras la protesta agrícola, la prohibición ya no regía.

“Una transición ideal implicaría un monitoreo adecuado y presupone una aplicación gradual de abono orgánico para evitar el uso excesivo y evitar grandes pérdidas en la producción de alimentos”, explican desde Monlar. En su visión, “la agroecología no puede existir de la noche a la mañana”: la decisión oportunista y precipitada del Gobierno de Rajapaksa no incluyó ningún programa para coordinar estas políticas, en particular ante el rechazo del Ministerio de Agricultura y el Departamento de Servicios Agrícolas Agrarios.

En el mismo sentido,  Bahar Dutt, periodista ambiental india, escribió que “la agricultura libre de químicos requiere acceso a biopesticidas, capacitación en cómo hacerlos, conocimiento de qué cultivo plantar y cuándo para que el suelo no pierda sus nutrientes y, finalmente, un mercado que pague una prima por estos productos”. Además, suma el acaparamiento, el mercado ilegal y el pánico entre los agricultores como detonantes de la crisis.

Dutt pide no descartar la agroecología como un fracaso y expone el ejemplo de los 138 000 agricultores en trece distritos de Andhra Pradesh, en India, que cultivan sin químicos en más de sesenta mil hectáreas bajo el modelo “agricultura natural de presupuesto cero”. Además de capacitar a los agricultores para que fueran autosuficientes a partir de semillas locales y técnicas para mejorar la fertilidad del suelo y combatir las plagas, algunos estudios ya sugieren que reduce costos.

El veneno del aparato biotecnológico

The New York Times le dedicó una nota titulada “ La zambullida de Sri Lanka en la agricultura orgánica trae un desastre”, que al menos tiene la decencia de reconocer que el uso de agrotóxicos y fertilizantes sintéticos contamina el agua y, según evidencias científicas, provoca mayor riesgo de cáncer de colon, riñón y estómago. Pero el diario neoyorquino no fue el único medio en hacerse eco:  el artículo más virulento y militante al respecto fue publicado en Foreign Policy, donde Ted Nordhaus, director ejecutivo del Breakthrough Institute, y Saloni Shah, su analista de alimentos y agricultura, se despachan con una batería de acusaciones contra la agroecología.

No seré como ellos y les ahorraré la perorata antes de pasar a lo importante, que Nordhaus y Shah dejan extrañamente para el final: “Si bien la causa inmediata de la crisis humanitaria de Sri Lanka fue un intento fallido de manejar las consecuencias económicas de la pandemia mundial…”. Antes de ese perdido reconocimiento acusaron a la agroecología de:

Hacer caer la producción nacional de arroz un 20 %, subir su precio un 50 % y forzar su importación por cuatrocientos millones de dólares.

Devastar la cosecha de té –el 70 % de los ingresos totales por exportación y la mayor fuente de divisas.
Hacer caer en la pobreza a medio millón de personas, cuando antes de la pandemia el país había alcanzado el estatus de ingresos medios altos.
La inflación y la devaluación de la rupia.

Pero ¿qué culpa tiene la agroecología? Ninguna, claro. Ellos mismos lo admitieron en un rincón al final de su nota. Sin embargo, su crítica no es ingenua ni honesta. El Breakthrough Institute es un think tank que se define como “ecomodernista” y promueve “soluciones tecnológicas” a “desafíos humanos y ambientales”. Atacan la agroecología sin poder criticar el sistema en sí mismo y achacándole las malas decisiones de un Gobierno demagógico y repudiado por amplias mayorías ahora mismo en las calles de Sri Lanka.

El Breakthrough Institute es entusiasta en la defensa del uso intensivo de químicos. Llegan a decir que “el fertilizante sintético rehizo la agricultura global y, con ella, la sociedad humana”. Combinado con el uso de pesticidas y el riego a gran escala a la salida de la Segunda Guerra Mundial, afirman que le debemos la urbanización, la industrialización, las clases obrera y media globales e incluso “la educación secundaria para la mayoría de la gente”.

¿En serio?

En su lectura, la agroecología es una manera bonita de llamar a la agricultura de subsistencia que realizan los millones de campesinos más pobres del mundo, que no usan agroquímicos solo “porque no pueden pagarlos”, mientras producen alimentos orgánicos para “los más ricos”, que los consumen básicamente por moda o “ideas románticas” sobre el mundo natural.

Como argumento crítico, afirman que la agricultura orgánica representa menos del 1 % de la producción agrícola mundial. Una concepción equivalente a decir que las energías renovables son malas porque la industria fósil sigue siendo subsidiada e impulsada por los Gobiernos. Los popes del órgano tecnocrático reconocen que la prohibición del uso de fertilizantes en Sri Lanka “estuvo mal concebida”, pero niegan que la agroecología pueda tener éxito en circunstancia alguna.

Añoran los “beneficios” de la “Revolución Verde”, que a mediados del siglo XX prometió “acabar con el hambre y la desnutrición” en países subdesarrollados, pero inauguró el reinado de monocultivos, enormes maquinarias, consumo exorbitante de agua, fertilizantes y plaguicidas en el agro. Con el nuevo milenio sumó semillas genéticamente modificadas y siembra directa, y multiplicó los agroquímicos de Syngenta, Monsanto-Bayer y Dupont. Algunos hoy la llaman “ contrarrevolución verde”.

Agronegocio versus agroecología

Pocas variedades, monocultivos, semillas transgénicas, fertilizantes sintéticos, pesticidas, agua y energía fósil. Esa es la “receta” de la agroindustria en Argentina y otros países latinoamericanos. Mientras la “patria sojera” prosperó gracias a la alta productividad y rentabilidad, las consecuencias se derraman desde hace décadas en cuerpos y territorios: cáncer, enfermedades respiratorias, abortos espontáneos, alergias, malformaciones genéticas, suelos, acuíferos y atmósfera contaminados y degradados, y pérdida de biodiversidad.

Hay restos de plaguicidas en alimentos procesados, frutas, verduras, hisopos, sangre y orina humanas. Hasta en la lluvia se encontraron altas concentraciones de glifosato, atrazina y 2,4D. Estos datos fueron recopilados por el periodista y escritor  Patricio Eleisegui, autor de Envenenados y  Agrotóxico, entre otras obras que aportan a denunciar los crímenes socioambientales y sanitarios en Argentina. Gracias a este tipo de investigaciones comprometidas, los consumidores, cada vez más informados, empiezan a rechazar o mirar con desconfianza los alimentos producidos por el agronegocio.

Aunque al sector le encanta pintar un escenario idílico de ganancias, bienestar y  compromiso social –algunos referentes hasta en clave de campaña personal–, las plagas son cada vez más resistentes a los agrotóxicos. ¿La solución? Opinan que es con más tecnología, drones, nuevos transgénicos, más concentración de tierras o mejor aplicación de plaguicidas. Pero el problema no es técnico, sino de modelo: con las ganancias como norte, la producción de alimentos de calidad para los millones que los necesitan pasa a segundo plano.

“Es una concepción equivocada de la agricultura: productivista, reduccionista y cortoplacista”, dice Santiago Sarandón, docente e investigador principal en agroecología en la Facultad de Ciencias Agrarias y Forestales de la UNLP,  en la Revista MDA del Ministerio de Desarrollo Agrario bonaerense.

La agricultura necesita un cambio de paradigma, que parta de entender y abordar ecosistemas agrarios con sus aspectos sociales, ecológicos y culturales, no solo en el presente, sino también para las próximas generaciones. La agroecología toma conocimientos de la agronomía, la ecología, la etnobotánica y hasta la sociología, con un enfoque sistémico y un fuerte componente ético, detalla Sarandón, pero también valora las experiencias locales de campesinos y productores.

El especialista señala que si se aprovechan las relaciones entre animales y plantas en entornos agropecuarios se puede disminuir considerablemente el uso de insumos “caros, riesgosos y peligrosos”. Por ejemplo, la regulación de plagas, la polinización, el control del clima, el ciclado de nutrientes y la descomposición de la materia orgánica. Cuanto más biodiverso sea el sistema, más eficiente para capturar carbono y producir alimentos más nutritivos.

Algunos van más allá y plantean una ruptura con el antropocentrismo que descompone los suelos en mercancías y utilidades –los granos a exportar, por ejemplo– en lugar de respetar la existencia, los ciclos y procesos de la tierra, garantizando su restauración.

Algo es seguro: la agroecología no es una moda ni un consumo “de nicho”, como caricaturizan sus detractores. Se puede aplicar a todos los agroecosistemas, no solo para productores de pequeña escala, marginales o de subsistencia. Pero, a diferencia de Sri Lanka, el camino agroindustrial no puede desandarse de un día para otro: “Requiere varios años y trazar estrategias a corto, mediano y largo plazo” que partan de las singularidades de cada región.

Fuente: ANRed

Temas: Agronegocio

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