“Si los campesinos no tienen tierra se pone bajo amenaza la soberanía alimentaria”

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Foto: Luciana Fernández

Carlos Duarte integra del grupo de expertos de la Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos Campesinos. Aporta una mirada que va de su país (Colombia) a lo regional y global. No tiene dudas de la importancia fundamental de la vida y producción campesina, pero también remarca las dificultades ante tres actores: las potencias globales, las corporaciones y la falta de apoyo de los estados nacionales. Y remarca una necesidad tan actual como postergada: la reforma agraria.

La  Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos (Undrop) es el instrumento legal internacional para la defensa de los derechos de los pueblos a sus territorios, semillas, agua y bosque. La Undrop (por sus siglas en inglés) fue construida e impulsada por La Vía Campesina durante casi dos décadas hasta ser  aprobada en diciembre de 2018 por la Asamblea General de la ONU. Pasaron otros cinco años, octubre de 2023, hasta que el Consejo de Derechos Humanos estableció la creación de un  Grupo de Trabajo —otro logro de La Vía Campesino para imponer una figura más amplio que la del "relator"— y, finalmente, en abril de 2024 se oficializaron los cinco expertos independientes para integrarlo, uno por cada continente. Carlos Duarte, profesor e investigador del Instituto de Estudios Interculturales Javeriana de Cali (Colombia) es el presidente-relator por América Latina.

Duarte se convirtió en el primer experto en representación de América Latina tras un extenso recorrido como asesor de organizaciones colombianas como el Coordinador Nacional Campesino ( CNA), la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina ( Anzorc), la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos ( ANUC) y siendo parte de la gestión de conflictos territoriales para la Agencia Nacional de Tierras de Colombia.

Integró también la comisión de expertos que desarrolló el concepto de “campesinado” en Colombia, a partir del cual se crearon categorías de autoidentificación para el Instituto Nacional de Estadística, un hito reciente en un país con alrededor de 14 millones de campesinos, que no figuraban en los registros censales.

“Como grupo de trabajo nuestro mandato principal es promover la Declaración, acompañar a los Estados en la implementación y acompañar a la sociedad civil a promover sus derechos, a socializar la Declaración y a vigilar que no se cometan infracciones contra los sujetos de derecho”, explica Duarte. La norma tiene siete años y su implementación, con el respaldo del grupo de expertos, un año.

En América Latina solo Ecuador la incorporó con rango constitucional, mientras que países como Estados Unidos —donde personas alcanzadas por la declaración, como los  trabajadores rurales migrantes, están siendo perseguidos— ni siquiera la respaldó en la votación de 2018.

El desafío del grupo de expertos también es grande frente a la oleada de gobiernos de derecha que niegan las instancias multilaterales —la Cancillería argentina no dio respuesta a la visita de Duarte—, por lo que el trabajo con las organizaciones campesinas y de la sociedad civil son fundamentales para el grupo al recibir denuncias sobre violaciones a los artículos de la Undrop y realizar manifestaciones ante los Estados. “Es importante que la sociedad conozca el procedimiento, conozca el grupo de trabajo y pues nos utilice”, convoca Duarte.

El experto señala que aún queda camino por recorrer y que la propia Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) todavía no utiliza la categoría de “campesino/campesina”, sujeto de derecho declamado en el artículo 1, sino la de “agricultura familiar” o “pequeño productor”, con la carga política que eso tiene.

Respecto de cómo llevar las declaración a los espacios de debate como la COP de Cambio Climático o Biodiversidad, Duarte indica la importancia de construir “un grupo de países, los llamados ‘Core Group’, que entiendan la importancia de la declaración y promuevan la discusión en las instancias multilaterales”.

Bolivia fue el país de América Latina que más impulsó la declaración —hoy en un cambio de gobierno tras 20 años del MAS—. Otros que la impulsan (o con los que se podría profundizar respaldos) son Colombia, Brasil y México. “Las empresas, como la sociedad civil, tampoco tienen un asiento directo en las tomas de decisiones multilaterales, pero sí tienen músculos de cabildeo mil veces más fuertes frente a los Estados que los grupos de trabajo. Finalmente, es una discusión de geopolítica internacional”, indica Duarte.

Foto: Luciana Fernández

El lugar del campesinado

—¿Quién tiene el poder sobre lo que comemos?

—Un breve bosquejo del sistema agroalimentario mundial, más o menos, nos indica que hay una gran dependencia de los granos, de las commodities en circuitos largos de producción. Es decir, procesos de transnacionalización de la producción de alimentos que funcionan tanto para asegurar los carbohidratos más básicos (arroz, trigo, maíz, soja) como también para la producción animal, la proteína animal proveniente del ganado vacuno, avícola y porcino que se alimentan de esas mismas commodities. Ese modelo depende, de manera muy fuerte, de circuitos largos de producción agroindustrial y masiva. Allí tenemos a los famosos "graneros del mundo", que son Europa del Este, Brasil, Argentina. Y, en otro nivel, China y Estados Unidos, que tienen el dominio de esos alimentos fundamentales. El modelo del neoliberalismo y la transnacionalización hizo que las dietas alimentarias dependieran, cada vez más, de esas cadenas largas de suministro, a su vez, enraizadas en paquetes tecnológicos muy fuertes (con modificación genética y filogenética de semillas) y paquetes de agroinsumos asociados. Este es un modelo dominante de la alimentación en el mundo, determinado por los commodities, la exportación y el agronegocio. Pero lo importante es que no es el único.

—El otro modelo es el campesino…

—Hay una gran variedad de circuitos regionales cortos y locales de producción, comercialización y consumo, que, paradójicamente, tanto a nivel mundial como en América Latina son los que se echan al hombro la mayoría de la dieta alimentaria que se consume en el mercado interno. Estamos hablando de toda la producción de horticultura y de diferentes productos regionales que se consumen de forma local. La dinámica global nos muestra que la pequeña producción campesina, en menos de dos hectáreas, es responsable de cerca del 40 por ciento de los alimentos que se consumen en los países. Esa tasa varía de acuerdo a cada país, pero lo que es importante es que todavía, y creo que Argentina hace parte de eso, gran parte de los alimentos que se consumen están sustentados en esa pequeña producción.

—Por un lado hay explotaciones agropecuarias de menos de dos hectáreas que producen alrededor del 40 por ciento de los alimentos que abastecen al mercado interno. Al otro lado, está el modelo del agronegocio transgénico, que según los informes más actuales como el de  "Los señores de la tierra", publicado por FIAN, marcan que el 70 por ciento de las tierras cultivables están en manos del uno por ciento de los propietarios. Es un desequilibrio muy marcado.

—Sí. Lo que es importante marcar es que en ese 60 a 70 por ciento de alimentos que se producen a través de la agroindustria, hay una mixtura: hay agroindustria, producciones realizadas por firmas y corporaciones muy grandes, pero también hay agricultura familiar o producciones familiar de pocas hectáreas, un modelo que en Estados Unidos, Australia o Canadá se conoce como "farmer", familias productoras que pueden tener entre 50, 200 y 500 hectáreas y lo trabajan con la fuerza de la familia, porque está absolutamente mecanizadas, con tractores y un montón de paquetes tecnológicos, que hace que 500 hectáreas las pueda desarrollar una familia. Entonces eso cabe dentro de agricultura familiar extensiva, pero no cabe dentro de pequeña producción, de menos de dos hectáreas. El anclaje de esa agricultura familiar extensiva y del agronegocio con los paquetes tecnológicos es muy fuerte. Y ese modelo amenaza el territorio de la pequeña producción.

—En ese punto, la Declaración de la ONU introduce el concepto de “campesinado” para marcar un sujeto de derecho que se diferencia de este concepto amplio de “agricultura familiar”...

—Es una discusión política porque campesinado es una concepción política. No es solamente una concepción primaria productiva, sino que tiene que ver con derechos colectivos, comunitarios, de un grupo de personas que viven en el campo, pero que también tienen manifestaciones culturales (como dice el artículo 27 de la declaración). Tienen territorialidades colectivas, justicia, etcétera. Al hablar de “agricultura familiar” parecería evidente, en gran parte de América Latina, que referimos al pequeño productor, pero en otros países estamos hablando de estructuras familiares con grandes propiedades. Por eso, la FAO ahora utiliza los conceptos de “agricultura familiar” y “pequeño productor”. Cuando utiliza esos términos no está hablando de lo “campesino”, porque solo se piensa en la importancia productiva de esas personas. No está reconociendo todo el conjunto de derechos que hay asociados. Es una diferencia fundamental. La genealogía de la palabra campesino tiene toda esa relación con los reformismos agrarios, con las construcciones de las identidades nacionales desde Asia hasta América Latina.

—¿Qué diferencias marcaría en los procesos de distribución de la tierra entre Europa, África, Asia y América Latina?

—Los países de Asia y Europa del Este pasaron por procesos de reformas agrarias muy fuertes. América Latina también pasó por, digamos, reformismos agrarios en el siglo XX, pero que, lamentablemente, no afectaron a largo plazo la estructura de la propiedad de la tierra. En la región tenemos fenómenos de concentración de la tierra muy altos, en el  índice de GINI están por encima del 0,8. Paraguay, Uruguay y Colombia son los tres países con coeficientes de Gini más críticos. En África hablamos de procesos de despojo y transnacionalización y extranjerización de tierras muy fuertes. Son diferentes problemáticas, asociadas a regiones diversas. En América Latina uno de los grandes problemas que tenemos es la informalidad en la tenencia de la tierra. Las tierras rurales sin título de propiedad están entre un 40 y 50 por ciento del total. Y eso hace que sean muy vulnerables a procesos de despojo. En los últimos años vemos procesos de desplazamiento por parte de las mismas autoridades nacionales que, en vez de formalizar la tierra a pequeños productores, los despojan para darle la tierra al agronegocio, por juzgar que tiene mayor poder de negocio. En otros lugares de América Latina esos despojos están impulsados por las gobernanzas criminales. Se trata de una informalidad a partir de la inequidad de la distribución.

—¿Los Estados deberían primero avanzar en la formalización y luego en un reordenamiento de la tierra?

—El paradigma neoliberal instaló la idea de que las reformas agrarias ya no son necesarias, de que eso era algo del siglo XX, que ya habíamos pasado por ahí y que, en vez de hablar de reforma agraria, había que hablar de "ordenamiento territorial". Eso se instaló entre las décadas de los '90 y 2000 y coincidió con 15 años de afianzamiento de un modelo de agronegocio al que, por los encadenamientos productivos, no le importaba tanto la propiedad de la tierra sino la producción, que podía ser bajo alquiler de tierras, contratos u otras modalidades. El punto de inflexión fue la pandemia de Covid-19, la guerra en Ucrania y la crisis de los agroinsumos.

—¿Qué significó ese punto de inflexión?

—Esos hechos han despertado de nuevo una gran preocupación en los Estados nacionales más fuertes por obtener la propiedad sobre las tierras rurales y lo que estamos viendo, en los últimos diez años, son procesos de acaparamiento y extranjerización de tierras, otra vez, como indica el informe de FIAN. Ya no se trata solo de “hay que ordenar el territorio nada más". Es importante volver a poner en discusión que los reformismos agrarios, la redistribución de la tierra, el acceso a la tierra, son prioritarios para cualquier política de desarrollo rural nacional, porque es difícil ordenar algo que no se tiene. En América Latina se han focalizado en las ciudades, toda ciudad tiene su plan de ordenamiento territorial, pero la ruralidad siempre se dejó de lado.

—¿Cómo se traduce en los territorios esa falta de planificación para las tierras rurales?

—Cuando miras las cartografías rurales lo que hay es un desordenamiento, un traslape de intereses ambientales, extractivos, alimentarios, campesinos, étnicos, todos unos encima de otros. Es importante asegurar para el ordenamiento la clarificación de la propiedad. Hay comunidades que llevan 50, 60 o incluso 100 años esperando una formalización de una propiedad étnica, un territorio ancestral indígena, afrodescendiente. Comunidades campesinas que están en zonas en las cuales todavía no se sabe si van a poder acceder a título o no porque están sobre zonas ambientales. Esos ejercicios de formalización y redistribución son un sine qua non del ordenamiento. Porque hablar de "ordenamiento" en el vacío puede producir es más conflictividad.

—Y esa conflictividad no suele resolverse a favor de las comunidades campesinas o indígenas...

—Ahí introducimos otro elemento que creo que va a la mano del acceso a la tierra que es el acceso a la justicia, que le sigue quedando absolutamente lejos a los campesinos, a los habitantes rurales. De un lado, es muy difícil que el habitante rural acceda al Poder Judicial, que por lo general está en las ciudades, y cuando accede a los a los juzgados o a las instancias locales, la cooptación de los terratenientes es muy fuerte sobre esas instancias judiciales. Por lo general, los fallos siempre salen en contra de los pequeños. Además, en casi todo el mundo, el Poder Judicial no está formado para entender la complejidad de los conflictos agrarios. No tienen en cuenta los derechos ambientales, los derechos de la naturaleza, los derechos de las comunidades indígenas, de las poblaciones campesinas y en los ordenamientos territoriales hay derechos que están transversalizados por esos derechos especiales.

—Volviendo al punto de inflexión que marcó la pandemia. ¿Cómo se traduce en las políticas públicas de producción de alimentos?

—El modelo de grandes transnacionales que mueven alimentos ultraprocesados y economías regionales entró en crisis. Los países más desarrollados ven la alimentación como un asunto de seguridad nacional y tienen sus políticas al respecto: el Farm Bill en Estados Unidos y la Política Agrícola Común (PAC) en Europa. Son países que han pasado por guerras y saben que, aunque sean muy industrializados, no pueden dejar de producir alimentos, porque en un momento de conflicto, de crisis como la pandemia —que nos lo recordó de una manera brutal— ya no se puede depender de que los alimentos se muevan de un lado a otro, los hace vulnerables. Entonces, hay una revaloración de las políticas neokeynesianas sobre los alimentos. Mantener una producción local que no solamente sea de commodities, sino que sea de alimentos.

—¿Por ejemplo?

—Por un lado, el incremento de políticas que promueven la alimentación orgánica y agroecológica, de cultivos urbanos, de asociaciones de productores. Políticas que antes funcionaban muy al margen del Estado y todavía lo siguen siendo, pero vemos que interesa porque hay una preocupación mundial por la no dependencia en los alimentos. Otros países que no tienen una vocación agraria en sus territorios, notablemente los países petroleros, empiezan a comprar tierras en otros lados para intentar asegurar cadenas directas de suministro. El alimento está tomando una importancia geopolítica muy grande por la inestabilidad en el orden mundial, por las tensiones multipolares.

—Ese interés por la producción de alimentos sanos en fronteras adentro convive con el avance del acuerdo comercial entre el Mercosur y la Unión Europea, que mantiene todas las reglas del modelo agroalimentario neoliberal...

—Discursivamente aparecen absolutamente contradictorias, pero a la hora de las preocupaciones de Estado son cosas que tienen que resolver al mismo tiempo. Por un lado, tienen que resolver la inflación alimentaria promovida por el aumento de la energía, por los cortes de los suministros, o sea, Ucrania y Rusia eran los que abastecían de una manera muy fuerte a Europa y están en absoluta tensión, y los alimentos se dispararon de una manera brutal, tienen que resolver eso. ¿Y hacia dónde miran? Pues hacia América Latina. Por otra parte, hay un interés por mantener su agricultura. Así sea precaria, pero mantenerla. Incluso, en las contribuciones que nos llegaron al Grupo de Trabajo en 2024, hay una preocupación de la sociedad civil campesina europea por la tierra. Uno diría que en Europa eso ya está solucionado, pero no. Hay preocupación, sobre todo entre los pequeños productores, porque los jóvenes no se están quedando en el campo. No hay gente para seguir trabajando la tierra. No es una preocupación como la expoliación africana o la informalidad en América Latina, hay una preocupación por la continuidad de la producción.

—Dado el lugar central que los países desarrollados le dan a la producción de alimentos para el abastecimiento interno y las políticas europeas para impulsar la producción de alimentos orgánicos y agroecológicos, ¿por qué en América Latina los gobiernos no toman nota y desarrollan este tipo de políticas?

—La estructura productiva agraria es muy dual en América Latina. Hay una gran producción agroindustrial, tecnificada, con paquetes tecnológicos, con salvaguardas para proteger la gran producción; y una pequeña producción que subsiste contra viento y marea en las peores condiciones posibles. Es un patrón en América Latina y Argentina no es la excepción, porque hay una estructura agraria estatal diseñada para mantener el agronegocio. ¿Por qué? Porque hay todo este paradigma de la financiación, del PIB (Producto Interno Bruto), que responde a la pregunta: "¿Dónde está el recurso que hace más plata?". Desde el intento de una economía de sustitución de importaciones hasta ahorita, han intentado creer en un modelo de agroindustria y de revolución verde, con muchos matices, pero ahí está absolutamente vivo.

—En Argentina las políticas para la agricultura familiar fueron muy limitadas históricamente. ¿Cómo lo observa en el resto de la región?

—El sujeto campesino existe en la práctica, pero no tiene las herramientas necesarias y, en varios países, antes de la declaración o de estas políticas que nombre, los Estados argumentaban: 'No, pero pues la política agraria es para todos'. Sin diferenciar, porque diferenciar era un mecanismo que 'atenta contra la igualdad'. O sea, todo este libertarismo no es solamente de ahora, sino que ha sido muy propio de la idea de “apoyamos al que esté mejor diseñado para competir” y para los otros el apoyo es por goteo.

—¿Qué resistencias observa en los países de la región?

—Hay una combinación de factores que han hecho que el Estado se repliegue de esa lógica contraria al fomento de la producción campesina ¿Cuál es la combinación de factores? Primero, el darse cuenta de la importancia estratégica del campesinado en la producción de alimentos locales. Y segundo, los ejercicios de reivindicación y movilización de las demás organizaciones campesinas. En Brasil está el  Movimiento Sin Tierra (MST),  en Colombia las organizaciones campesinas han luchado por sus reivindicaciones con paros y movilizaciones para construir su lugar, para que el Estado tenga que mirarlas. Es importante, como primer paso, existir para el Estado y solo existes en el Estado, lamentablemente, a través de la política pública. Y la política pública necesita leyes para poder ampararse. Ahora bien, hay un tránsito para que esas leyes, que ya cada vez existen más, lleguen a política pública y que realmente afecten al campesino en territorio. Pero también hay que tener en la cabeza que eso no va a pasar de un día a otro.

Foto: Luciana Fernández

Agroecología y soberanía alimentaria

—Dentro de esta disputa por políticas públicas para el sector de los campesinos y pequeños productores surge también la disputa por la “agroecología” o la producción “sustentable”, que no termine por ser un maquillaje verde para el agronegocio. Algo que está en el debate dentro de la propia FAO.

—En estas discusiones de política pública uno tiene que pensar en procesos. Que se abran estas discusiones en entidades tan cerradas es un avance hacia lo que podría ser, digamos, más cercano a la realidad y a la aspiración. En los debates de producción verde, de agroecología, efectivamente pasa eso. Estamos encerrados en un cuello de botella que hay que superarlo, y que casi ningún país lo ha logrado, que es cómo escalar la producción agroecológica. Todavía no hay sistemas fuertes de producción agroecológica que le llegue a un precio cómodo a la gente, que afecte directamente la dieta. Todavía la agroecología, en muchos lugares, es para el consumo autónomo o tiene un nicho de mercado de clase, entre los que pueden comprar lo que vale producir un producto agroecológico o los que prefieren comprar el producto que no es agroecológico, pero que es más barato.

—En Argentina hay un movimiento agroecológico, protagonizado por las organizaciones campesinas y por esos productores de la "agricultura familiar" o “agricultura familiar extensiva” que demuestra que es posible y rentable producir de otra forma, aunque los rendimiento sean menores.

—Claro, no quiero decir que la agroecología no pueda llegar a alimentar a las ciudades, pero hoy en día no existe la arquitectura para poderlo escalar. O sea, a través de esas experiencias, que son más estudios de caso, no se puede alimentar Buenos Aires hoy, porque no está la infraestructura para poder hacerlo. La estructura alimentaria que tenemos ha costado un montón de años, de recursos, muy dedicado a lo privado, y fenómenos como la agroecología tendrán que seguir cursando un proceso de escalamiento sistemático. Lo que es interesante es que los países, cada vez, están mirando más hacia cómo escalar esos modelos. Así sea una preocupación de maquillaje político, todo candidato político hoy en día del espectro centro, verde o a la izquierda, en algún punto, dice "agroecología". Una cosa es decirlo y otra es construir la infraestructura de almacenamiento, de circuitos cortos, de comercialización, etcétera.

—¿Con el trabajo en el grupo pudo ver algún caso testigo de estas políticas necesarias en América Latina?

—Un camino que estamos viendo en América Latina es cómo anclar esa producción limpia al nicho de mercado que mejor controla el Estado que es la compra pública, porque meterse a los supermercados es complejo. Las compras públicas de alimentos pueden ser el resorte que apalanque una expansión de una agricultura más limpia. En el caso de Brasil, la Compañía Nacional de Abastecimiento (Conab) es la punta de lanza de ese tipo de ejercicios. En Costa Rica tienen reservas estratégicas de alimentos, hay distintos modelos de compras públicas. Es el lugar de experimentación más potente que tiene el Estado.

Foto: Luciana Fernández

Reforma agraria, reformismos y gobiernos

—En Colombia, el gobierno de Gustavo Petro tiene una agenda de políticas para el campesinado. ¿Cuáles pueden tomarse como ejemplo para la región?

—En la previa al gobierno de Petro una cosa importante en la política pública fue la existencia estadística. Desde la antropología del Estado, lo que el Estado no ve, no existe. Y la forma como el Estado ve es a través de los estadísticas, que son los que permiten construir la política pública. En Colombia se entendió eso, por la experiencia anterior de la población afro. En el Censo Nacional Agropecuario se preguntaba quién era indígena, quién afro, quién mujer, pero no se preguntaba quién era campesino. Eso se demandó y se logró que la entidad nacional estadística construyera la categoría. Una vez que el Estado ya ve, ya hay estadística para pelear, si no es etéreo y siempre la pregunta desde el Estado era ¿pero quiénes son los campesinos? ¿Son los pequeños productores? ¿Son los de la agricultura familiar?

—¿Ya existió un primer censo con esta categoría incorporada?

—El censo en Colombia se hace cada diez años, tanto el poblacional como el agropecuario, ahí surgió la ausencia de la pregunta por el campesinado. Todavía no se hizo una nuevo censo con esta categoría, pero ya se incorporó a otras encuestas como la de calidad de vida. Y el campesinado comenzó a existir de manera muy robusta. En Colombia somos 50 millones y se decía que los campesinos eran tres millones y medio, pero cuando se les preguntó: el número brincó a diez millones en la ruralidad y, si se incluyen los que se autoidentifican campesinos pero han sido  desplazados por la violencia y están en la ciudad, llegan a 14 millones. Entonces, el punto de debate ya es otro.

—¿Y con la llegada de Petro cómo se tradujo ese posicionamiento del campesinado?

—Petro llegó con la idea de la reforma agraria como uno de sus principales puntos para cumplir con el acuerdo de paz con las FARC. Como el sujeto fuerte de la reforma agraria son el campesinado y las comunidades étnicas, se modificó la Constitución y se reconoció al campesinado como un sujeto de especial protección constitucional. Con esa modificación se iba a reconocer también la Undrop, pero el el Congreso lo vetó por resistencia de la oposición. De todas formas, con el cambio en la Constitución, el Estado ya quedó obligado a realizar un trazado presupuestario para el campesinado y se está trabajando en marcadores que precisen cuánto se destina a la población campesina, tanto de las entidades subnacionales como por parte de los ministerios. Otra herramienta interesante es la Comisión Mixta del Campesinado, una instancia consultiva de alto nivel del campesinado con el gobierno nacional. También tiene experiencias territoriales muy sui generis como los Territorios Campesinos Agroalimentarios (Tecam) y la administración de Petro impulsó las Zonas de Reserva Campesina, creadas por la  Ley 160 de Reforma Agraria (1994). Ambas figuran conviven y son opciones igualmente valiosas para el movimiento campesino en Colombia.

—¿Qué resultados tienen la implementación del Tecam?

—Hasta el gobierno de Petro había siete zonas de reserva constituidas. Las organizaciones campesinas las utilizaban como figuras de gobernanza territorial ante el avance sobre sus territorios. Petro reconoció diez zonas de reserva campesina nuevas. O sea, siete duraron 20 años para constituirse y, en tres años, Petro constituyó otras diez. El Gobierno también creó la figura del Tecam, que tiene la misma facultad de acceder a la tierra de manera privilegiada, de ordenar el territorio, pero, a diferencia de la zona de reserva campesina, son áreas prioritarias para la producción de alimentos, con un protagonismo importante de la Agencia de Desarrollo Rural para que sea más fácil bajar recursos. Se aspira a que la planificación sea entre municipios o entre veredas (división territorial dentro de un municipio). No tiene sentido hacer todo este esfuerzo por una o dos fincas. Y deben ser apoyadas por juntas de acción comunal, que son como figuras organizativas del campesinado. La solicitud la hace la organización campesina y la Agencia Nacional de Tierras analiza el plan de vida para desarrollar el territorio y lo protocoliza. La prioridad del Gobierno es profundizar la reforma agraria y para eso existen dos modelos: el redistributivo y el distributivo.

—¿Cuál es la diferencia entre ambos modelos?

—Los redistributivos son los procesos que buscan desarmar la concentración. Por ejemplo, la Revolución Mexicana, donde le quitan a los grandes para darle a los pequeños. Y distributivos son, por lo general, los que buscan ampliar la frontera agropecuaria o formalizar la propiedad que existe. Se trata de no expropiar sino formalizar lo que hay o dar acceso a tierras fiscales.

El modelo que eligió el gobierno de Petro está, sobre todo, asentado en un modelo redistributivo, pero no a través de quitar la tierra, sino a través de la compra de tierra privada. Es un reformismo agrario que se basa en la formalización y en el mercado privado de tierras. Comparado con los gobiernos anteriores, efectivamente, se ve el esfuerzo. Se compraron cerca de 300.000 hectáreas, pero la meta era de dos millones de hectáreas.

—¿Qué dificultades se detectaron en este plan reformista?

—Además de la voluntad política, que a veces no está, también se necesita el presupuesto, la profesionalización y eliminar una serie de trabas burocráticas que son muy fuertes. Comprar tierra para la producción no es un asunto tan fácil. Además, el desplazamiento de campesinos producto del conflicto armado se está volviendo, otra vez, un problema. Y otra fuente de tensión muy grande en Colombia es entre el ambientalismo más conservacionista y la necesidad de tierras agrarias. Por último, un patrón típico de los países de nuestro continente: la tensión con el extractivismo, como la minería, y la extranjerización de la tierra, en el caso de Colombia, con los grupos menonitas. Después de todo este énfasis del gobierno colombiano en compra de tierras, creo que se están dando cuenta de que hubiera sido mejor dedicar un presupuesto a recuperar tierras que eran del Estado y fueron apropiadas por privados, por encima de la normativa vigente, que se calculan en diez millones de hectáreas.

—En ese contexto, Colombia será sede de la Segunda Conferencia Internacional sobre Reforma Agraria y Desarrollo Rural de la FAO, que se realiza después de 20 años. ¿Qué expectativas se puede tener de sus conclusiones?

—La Conferencia se realiza por un interés del gobierno de Colombia, que tiene su voluntad en reactivar la reforma agraria entendiendo que sin reforma agraria en Colombia no va a haber un proceso de paz real. Si no hay distribución de la tierra, si no hay mecanismos de desarrollo rural para salir de las economías criminales, está más que comprobado que la gente vuelve a las filas de los ejércitos irregulares. Hay una asociación entre acceso a tierra, desarrollo rural y paz.

—¿Qué debates se pueden esperar a escala global?

—Instalar la importancia de los fenómenos de acaparamiento, extranjerización y despojo de tierras que ocurren a nivel mundial y analizar cuáles son los mecanismos que tienen los Estados para responder a esos fenómenos, reivindicando los derechos de los sujetos de reforma agraria: campesinos y comunidades étnicas para la producción de alimentos. ¿Por qué la tierra? Porque la tierra, al final, es un derecho para estos pequeños productores que son el bastión todavía de la soberanía alimentaria en nuestros países.Y es bien claro que si los campesinos no tienen tierra se pone bajo amenaza la soberanía alimentaria.

* Esta entrevista forma parte de la cobertura colaborativa de la Agencia Tierra Viva y Huerquen Comunicación del Seminario “El futuro de nuestro alimento” realizado en Buenos Aires el 13 y 14 de junio de 2025 y organizado por la Oficina Cono Sur de la Fundación Rosa Luxemburgo (FRL) junto al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), el Movimiento Nacional Campesino e Indígena – Somos Tierra (MNCI-ST) y el Grupo ETC.

**Edición: Darío Aranda

Fuente: Agencia Tierra Viva

Temas: Agricultura campesina y prácticas tradicionales, Crisis capitalista / Alternativas de los pueblos, Movimientos campesinos, Soberanía alimentaria, Tierra, territorio y bienes comunes

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