Territorios robados: El precio oculto del turismo y la inversión en El Salvador

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En El Salvador, el discurso oficial sobre el desarrollo ha cobrado fuerza en los últimos años, especialmente en torno a proyectos turísticos y de inversión privada. Sin embargo, este impulso económico ha traído consigo problemas que afectan directamente a las comunidades indígenas y rurales del oriente del país: la expropiación y el despojo de tierras ancestrales, muchas veces bajo mecanismos legales cuestionables y sin consulta previa. Esta situación ha sido denunciada por organizaciones como el Movimiento Indígena MILPA El Salvador, que ha documentado cómo estos procesos se repiten en ciclos históricos de despojo, desde la Reforma Agraria Liberal de 1881, pasando por la industrialización de los años sesenta, hasta los actuales corredores logísticos y megaproyectos turísticos.

El primer gran ciclo de despojo se remonta al siglo XIX, cuando el presidente Rafael Zaldívar decretó en 1881 y 1882 la abolición de las tierras comunales y ejidales, que habían sido protegidas desde la época colonial. Esta legislación permitió que pocas familias se adueñaran de grandes extensiones de tierra, sentando las bases para el desarrollo del modelo cafetalero. Las tierras fueron entregadas a la oligarquía terrateniente bajo el argumento de que solo ellos tenían los recursos para hacer rentable el cultivo del café. Miles de indígenas fueron desplazados, obligados a vender sus parcelas y convertidos en mano de obra barata. Además, se emitieron leyes sobre jornaleros y jueces agrícolas para controlar a la población desposeída. Este proceso de enajenación no solo transformó la estructura agraria del país, sino que también marcó el inicio de una política sistemática de exclusión y despojo hacia los pueblos originarios.

Hoy, el modelo de desarrollo promovido por el Estado salvadoreño se basa en el extractivismo turístico y urbano, que MILPA define como una forma de colonialismo moderno. Proyectos como Surf City 2, el Aeropuerto del Pacífico y la expansión de zonas tecnológicas han sido ejecutados bajo condiciones políticas favorables para el despojo, como marcos normativos permisivos, debilitamiento del Estado, aplicación del Régimen de Excepción como mecanismo de control social y criminalización de los movimientos sociales. Ángel Flores, dirigente de MILPA, ha señalado que cada vez más territorios están siendo invadidos por grupos empresariales, quienes se apropian de tierras habitadas, protegidas y cuidadas por comunidades originarias.

El oriente del país, especialmente los departamentos de Usulután, San Miguel, La Unión y en especial, Intipucá, ha sido el principal foco de estos megaproyectos. La franja costera marina, desde Ahuachapán hasta Punta Chiquirín, ha sido históricamente habitada por comunidades indígenas y campesinas, muchas de ellas sin títulos de propiedad, pero con presencia ancestral. Hay comunidades con más de 130 años de existencia, como Gloria, que hoy enfrentan amenazas de desalojo por parte de consorcios hoteleros e inmobiliarios. Flores denuncia que más de 11.000 familias en 45 comunidades enfrentan procesos judiciales de desalojo, impulsados por empresas privadas y grupos empresariales que buscan apropiarse de tierras para proyectos turísticos, urbanísticos y mineros.

El caso del Aeropuerto del Pacífico, construido en Conchagua, es emblemático. Se eligió el sitio con mayor impacto ambiental y social, ignorando alternativas menos invasivas. Se destruyó un bosque tropical seco de más de 300 años, se bloqueó el acceso al manglar de Tamarindo y se desplazaron cooperativas agroecológicas que producían alimentos para mercados locales. En comunidades como Flor de Mangle y Condadillo, el Estado prometió beneficios falsos para justificar la expropiación: compensación económica, entrega de lotes y viviendas, y programas de reactivación económica que nunca se cumplieron. Además, se destruyeron ecosistemas fundamentales para la economía local y el equilibrio ambiental.

El modus operandi del despojo incluye engaños, manipulación, extracción de información sin consentimiento, división de comunidades, intimidación, amenazas, violencia y destrucción de bienes comunes. Flores ha denunciado que muchas de estas acciones se ejecutan con la complicidad de instituciones estatales, fundaciones privadas y estructuras del crimen organizado, que actúan en conjunto para facilitar el acaparamiento de tierras. La aplicación del Régimen de Excepción ha sido instrumentalizada para silenciar voces críticas, encarcelar líderes comunitarios y retirar programas sociales de las zonas en conflicto.

Desde una mirada investigativa, este fenómeno representa una crisis multidimensional. No se trata únicamente de la pérdida de tierras, sino de una ruptura profunda del vínculo entre las comunidades y sus territorios. El despojo afecta la identidad, la cultura, la economía y la dignidad de los pueblos indígenas y rurales. Es una injusticia que se engañe a comunidades indígenas y a poblaciones que han vivido por generaciones en esas tierras, y que de un momento a otro se les arrebate todo. Gracias a ellas aún se conservan ecosistemas estables, bosques generadores de oxígeno, manantiales de agua; porque saben la importancia de la tierra y lo sagrada que es. Los inversionistas y desarrolladores no valoran esto. Solo buscan el dinero, incluso a costa del medio ambiente y las raíces culturales del país. Muchos de ellos son extranjeros, y por eso no les importa lo que se pierde.

En este contexto, MILPA ha sido un agente defensor de derechos humanos fundamental. Sin importar las amenazas o la criminalización, han estado al frente de la defensa de los indefensos, visibilizando las injusticias y articulando la resistencia desde los territorios. Su estrategia integral para la defensa del cuerpo, la tierra y los bienes comunes se basa en cinco dimensiones: política, social, jurídica, mediática y económica. Además, exigen la ratificación del Convenio 169 de la OIT, la revisión de leyes que facilitan el despojo y la protección de defensores de derechos humanos.

El Salvador se encuentra en una encrucijada. Puede optar por un modelo de desarrollo inclusivo, sostenible y respetuoso de los derechos humanos, o continuar por una vía que privilegia el capital sobre la vida. El despojo de tierras a comunidades indígenas y rurales no es un daño colateral, sino una violación estructural que debe ser detenida. Como sociedad, es necesario preguntarse: ¿qué se está sacrificando en nombre del desarrollo? ¿Puede construirse un país más justo sin escuchar a quienes han sido históricamente marginados? La respuesta está en reconocer que el verdadero desarrollo no se mide en megaproyectos, sino en la dignidad, la justicia y la sostenibilidad de nuestras comunidades.

Fuente: Diario Co Latino

Temas: Acaparamiento de tierras, Defensa del Territorio , Pueblos indígenas

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