Que Katrina lo lleve

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En general olvido lo hablado en sesión apenas salgo del consultorio. Sin embargo esa tarde, mientras me dirigía a cumplir con uno de los encuentros terapéuticos pautados para la semana, volvió a mi memoria cuando, en febrero de este año, expresaba mi enojo con Bush y con el gobierno de los Estados Unidos —el país que genera más de un tercio de la producción total de los gases de efecto invernadero— por su obstinación en ignorar el Protocolo de Kyoto o cualquier medida que, con el fin de evitar el recalentamiento global del planeta, pudiera poner algún límite al crecimiento de su industria

Veía entonces a Bush como una especie de necio, conduciendo al suicidio a su pueblo y a la misma industria que decía defender. Algo así como un De la Rúa todopoderoso, al que los hados jamás iban a abandonar.

Sin embargo, esta semana lo abandonaron: el huracán Katrina arrasó Nueva Orleans y provocó diez mil muertos, convirtiendo la zona en un caos con saqueos, disturbios, cientos de miles de refugiados a la espera de algo para comer desde hace varios días y —lo que más le preocupa al presidente norteamericano— daños económicos por encima de los cien mil millones de dólares.

Según muchos entendidos, el cambio climático tuvo mucho que ver en la furia del huracán. El prestigioso Boston Globe en su editorial expresó: "El verdadero nombre de Katrina es calentamiento global". Por su parte Kerry Emanuel, meteorólogo de Massachussets, destacó cuánto creció el poder destructivo de los huracanes en la última mitad del siglo: más de un 50%. Y la situación tiende a empeorar en intensidad y en frecuencia.

De todas maneras —dije a modo de puntapié inicial una vez ubicado en el diván— no estoy orgulloso con mi acierto en el vaticinio. Prefiero la toma de conciencia al castigo divino, el cambio de actitud al escarmiento.

Además, no nos engañemos, los que lo padecen son siempre los mismos. Ya sea en Haití, Africa o en Nueva Orleans, los más pobres, los negros, los sumergidos, los que no tienen ni fuerzas, ni recursos, ni salud como para salir sin ayuda, conforman la casi totalidad de las víctimas.

Quizás eso explica la lentitud en la respuesta del gobierno central o, peor aún, por qué no se hizo nada cuando cuatro años atrás, antes del 11 de setiembre del 2001, la Oficina Federal de Administración de Emergencias, al enumerar las tres catástrofes más probables en los Estados Unidos, mencionó un huracán en Nueva Orleans como la más trágica de las posibilidades.

A lo mejor —reflexionó mi terapeuta— Bush es de los que creen que la mejor manera de combatir la pobreza es acabar con los pobres.

No lo sé —respondí—. Sí sé que mientras el alcalde de Nueva Orleans, Ray Nagin, pedía ayuda al gobierno de la manera más gráfica —"Muevan sus culos y hagamos algo para solucionar el peor desastre de la historia de este país"— y el cineasta Michael Moore le enviaba una carta abierta al presidente preguntándole "¿dónde están los helicópteros?" —esperando la respuesta obvia que jamás llegaría: "en Irak"—, el periódico The Sun Herald, de Biloxi, Mississippi, consignaba cómo, mientras en los refugios la gente clamaba por ayuda, algunos periodistas habían visto en la zona norte a efectivos de la fuerza aérea norteamericana jugando al básquet.

De todas maneras, Bush, por fin, después de tantas críticas, llegó a la zona del desastre y aseguró: "Vamos a restaurar el orden en la ciudad". Porque, como siempre, le preocupan más los disturbios que los miles de evacuados que, de sobrevivir, no saben cuándo podrán volver a sus casas. No es mala voluntad. Es que tan preocupado como está por una política de ataques preventivos, poco sabe de prevenir de otra manera.

Por eso, allí, en sesión, volví a pensar en De la Rúa y se me ocurrió que qué lindo sería ver un helicóptero posándose sobre la terraza de la Casa Blanca, George subiendo a él y, luego, ambos perdiéndose para siempre.

Clarín, Argentina, 4-9-05

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