Desde la milpa se mira el mundo entero, por Ramón Vera

... Pensamos que ya es suficiente, queremos ya ser.
Mirar un poco al horizonte porque pensamos que el horizonte es la orilla.
Pero cuando llegas tú allá, el horizonte está más allá, más, más: es una orilla que no tiene fin.

A diferencia de cualquier otra clase trabajadora y explotada, el campesinado se ha mantenido siempre a sí mismo y esto lo hizo, en alguna medida, una clase aparte. En tanto produjo el excedente necesario, se le integró al sistema económico-histórico-cultural; como se procuró su propio sustento, sobrevivió en la frontera de tal sistema...

Y te crees tan listo, tan sin fronteras de clase, tan libre,

pero seguimos chingando a los campesinos, según veo

Guerra a los sobrevivientes

Vivimos una transición de época. Dicen que culminará cuando se haya impuesto en todos los rincones del globo una lógica de fragmentación y confusión. Imposible. Aunque abarque al mundo, geográficamente, no ha logrado invadir todos los tramados de relaciones, todas las veredas o enclaves de sentido existentes, ni sus hilos invisibles. Si así fuera, resistir este proceso no sería imposible sino inimaginable. Ni la resistencia ni la esperanza existirían como idea.

Todavía es incontrovertible que la mayoría del mundo es campesina -y para efectos prácticos alimenta al grueso de la población-, pero es cierto que nunca antes el embate contra la vía campesina fue tan frontal. En todo el mundo, no sólo en México, se quiere desaparecer a los campesinos, su tramado de relaciones.

Pero resulta, caray, que millones de campesinos, la gran mayoría abrevando de culturas indígenas, siguen dispuestos a sobrevivir. La lucha por la tierra no es por un pedazo de suelo, por una cosa. La cosificación de la tierra es uno de los agravios que enlistan las comunidades.

La lucha por la tierra es una resistencia ante la avalancha de todo lo que se decide sin la anuencia y sin la participación de quienes guardan una relación con la tierra. La tierra no es una cosa, es una relación: de trabajo, de celebración, de entendimiento, de crianza mutua. El mero acto de fijarle un precio a la tierra de cultivo suena a afrenta; sean siete, setenta, siete mil o siete millones de pesos por metro. Porque, como decía uno de los campesinos de San Salvador Atenco entrevistados en el video independiente Tierra sí, aviones no: "nadie puede pagar lo que esta tierra puede producir: si la cuidamos, de aquí al fin de los tiempos, con el trabajo de mis hijos, mis nietos y los tataranietos de mis tataranietos". El argumento es incontrovertible. Por más "bien superior" que se pretenda invocar, cualquier expropiación añade otro elemento de agravio: la imposición.

Desaparecer a los campesinos, aparte de matarlos, implica condenarlos a su suerte en verdaderos enclaves de abandono, expulsarlos a la migración como jornaleros agrícolas, o convertirlos en frágiles obreros de las maquilas, esa forma moderna de explotación sin los controles que antes tenían como obligación las empresas (1). Las relaciones se desmadejan, las comunidades se dividen (y hay intención de dividirlas), las mujeres defienden la comunidad, asumen trabajos y cargos, mientras los gobiernos hacen la guerra a la gente.

Los datos hablan por sí mismos: hay 160 millones de trabajadores migrantes en el mundo. La Ciudad de México es el espacio indígena más grande de todo el continente. En la capital se hablan 48 de las 56 lenguas de nuestro país. El campo se vacía, y cuando no, se reconvierte a barriada de un "medievo maquilero".

Es un mundo donde las decisiones las toma gente ajena, lejos y a destiempo, sin importar qué piensen los afectados. Donde leyes, programas, proyectos, presupuestos y educación son cárcel y exclusión simultánea. Es fuerza, insisten, que estemos solos ante la ley y ante la aplicación sesgada de la justicia. Los cambios son tantos que la gente se pierde y, al mismo tiempo, las personas y los colectivos resienten que se petrifiquen las condiciones de inequidad. En un mundo así, la comunidad campesina es una de las pocas defensas ante la enormidad, una herramienta de transformación y recreación de sentido. Tener tierra, practicando el autoconsumo, por más privaciones y trabajos que represente, es un resquicio, un refugio de independencia real ante el sistema que los quiere tragar. La defensa de la tierra y el territorio permite practicar un autogobierno, sistemas de cargo al servicio del pueblo, trabajo y visión en común.

No se trata de las comunidades ideales que los etnógrafos creyeron encontrar congeladas. Pese a la violencia y los problemas inherentes a todo conglomerado, estos colectivos reivindican la idea de lo comunitario: siguen creyendo en el ideal de lo social. No se trata de retornar a una era idílica de vida pastoral. Por el contrario, las comunidades campesinas (en nuestro país mayoritariamente indígenas) habrán de darse la oportunidad (porque nadie más lo hará) de transformarse en sus propios términos. Valorar, revivir y reivindicar su despreciada historia en sus tiempos y a sus modos seguramente llevará a confrontaciones con el universo que los excluye y aprisiona.

Hoy, toda comunidad es una bolsa de resistencia -sea que se organice para sobrevivir, para reflexionar sobre su condición, para protestar, para transformar condiciones locales y o coyunturales, sea que pase a la exigencia legal por los restrictivos canales legales y burocráticos, a la manifestación pública, a la acción directa, a la revuelta, o al levantamiento. Su mera existencia es una confrontación que le avienta a la cara del mundo una infinidad de historias no contadas. Y mientras desde el poder se afirma que por lo menos en 13 entidades mexicanas hay "focos rojos", es decir, "conflictos intercomunitarios a punto de estallar", desde los propios pueblos la cosa se mira muy distinto. La distancia es tanta que hace poco unos comuneros wixaritari discurrían: "ya entendimos que es eso de los focos rojos de los que tanto habla el gobierno. Es que nos tienen puesto el alto. No quieren darnos luz verde".

Vámonos entendiendo: la lucha por la tierra y el territorio es la resistencia ante lo que se avecina como predicción por todo el México invisible. La gente de los pueblos de la Sierra Sur oaxaqueña, por ejemplo, sospechando que tras la matanza de Agua Fría no hay un conflicto intercomunitario que no pudiera haberse resuelto, afirman: "Nos quieren correr a los más posibles, ni nos preguntan, se quieren apropiar de recursos naturales, petróleo, biodiversidad, mano de obra, suelo, e imponernos una forma de vida, patrones de consumo, al tiempo que lo contaminan todo, dividen a las comunidades, introducen una educación menospreciativa, corrupción, prostitución, siembras ilegales, tráfico de enervantes y armas, y encima nosotros resultamos culpables". Y ellos saben. Parece que cuentan con pruebas de que existe la intención (aunque finalmente no se llevara a cabo) de aplanar el camino para enormes minas de hierro a cielo abierto en la zona, la construcción de un larguísimo ferroducto desde Zaniza y Textitlán, ahí nomás de donde ocurrió el asesinato de 27 campesinos, hasta Salina Cruz, inventando culpables de la matanza, dizque por conflictos intercomunitarios por la tierra, por los permisos forestales, que hasta la fecha no terminan por documentarse fehacientemente.

Hay guerra abierta, pues. Con el camelo de los conflictos intercomunitarios se afirma la mano paramilitar, como ya lo demostró Acteal, Agua Fría, Moisés Gandhi. Lástima que los conflictos intercomunitarios, o agrarios, así sin explicarse, no alcancen a iluminar lo que está en juego. (Además, en muchas zonas, como en la Sierra Norte de Veracruz, en Jalisco y Nayarit, la lucha en defensa del territorio es todavía contra los caciques, los narcos, los intermediarios).

Rastros de una guerra

Lo que amenaza la vida de la comuna [agraria]

no es ni una inevitabilidad histórica ni una teoría;

es la opresión estatal y la explotación de los intrusos capitalistas

a quienes el Estado ha hecho poderosos a expensas de los campesinos

Mientras que la comuna es sangrada y torturada, sus tierras esterilizadas y empobrecidas, los lacayos literarios de "los nuevos pilares de la sociedad" se refieren irónicamente a los males infligidos a la comuna como si fueran síntomas de una decadencia espontánea e indiscutible,

afirmando que está muriendo de muerte natural

y que sería un acto bondadoso acortar su agonía.

La invasión europea no emprendió de golpe el desmantelamiento de las sociedades indias. El primer momento de encomienda permitió a los españoles, de acuerdo a John Tutino, "prosperar y gobernar con una mínima alteración de la estructura social existente" dejando en manos de las familias campesinas la tierra y el control de la mayor parte de la producción, pero dependientes de sus antiguos explotadores, ahora convertidos en cómplices e intermediarios.

Pero ocurrió que la población indígena disminuyó dramáticamente de cerca de 20 millones a menos de dos en un lapso muy breve, a causa de las enfermedades traídas por los europeos. Si la riqueza de estos conquistadores-empresarios estaba vinculada al producto del trabajo de la población indígena, a mediados del siglo XVI el recién instaurado régimen colonial entró en crisis. A partir de 1550 la Corona comenzó una regulación -que no existía- de los tributos de las encomiendas mediante administradores llegados de fuera. "Simultáneamente", continúa Tutino, "trabajaron con el clero para concentrar en pueblos compactos a los campesinos sobrevivientes, que vivían dispersos en el campo. El objetivo declarado de esa reubicación era una justicia más efectiva por parte de los funcionarios de la Corona y una cristianización más eficaz por parte del clero local" (3).

Esta política pública: una reorganización social y territorial, garantizó el asentamiento del aparato colonial, consiguió la primera "liberación" de las tierras ocupadas por los indios en vastas extensiones y desmanteló cualquier sentido territorial previo a la Colonia, aunque no su memoria. "Al reducir las tierras dispersas de los campesinos a parcelas contiguas, las autoridades coloniales forzaron el abandono de las grandes extensiones. Éstas pudieron ser otorgadas por el Estado a los españoles de provincia: encomenderos, comerciantes y funcionarios (o sus parientes). Esta concentración de las comunidades campesinas continuó hasta principios del siglo XVII. La concesión de las tierras así desocupadas a los españoles se aceleró en la década de 1570 y continuó hasta aproximadamente 1630" (4).

Se entiende entonces que la conquista del norte del país coincidiera con esta segunda etapa de refinamiento en los mecanismos coloniales y que algunos años después, en varias regiones de México, surgieran fincas que comenzaron a producir comercialmente para abastecer a las incipientes ciudades mineras del norte.

Pero la reducción y el repartimiento de trabajadores era insuficiente ante el emporio comercial que se soñaba. Los campesinos resistían las reubicaciones a los repartimientos cuando debían perder sus tierras. El Estado, incapaz de controlar la relación entre fincas y comunidades campesinas, y de apropiarse de más mano de obra eventual, permitió que las haciendas y las comunidades negociaran sus relaciones laborales a nivel local, permitiendo la existencia de comunidades "libres" a las que se les garantizaron títulos comunales primordiales, siempre y cuando tributaran a la Corona. Así, en el centro y sur sureste del país siguieron practicando la agricultura de subsistencia de la época prehispánica, basada en el maíz, gozaron de una autonomía relativa en el gobierno de la comunidad, y mantuvieron a los principales como intermediarios en el sistema tributario y en el manejo de las tierras comunales.

Como todavía ocurre hoy en Oaxaca y Chiapas, en Veracruz, Puebla, Morelos o Guerrero, las comunidades y sus tierras comunales se entremezclaban con haciendas y fincas en manos de la clase dominante. El hecho de que tales haciendas contrataran jornaleros estacionales que les ayudaran a "sembrar, cultivar y recoger sus grandes cosechas", permitió que los campesinos recibieran ingresos indispensables para sobrevivir. Esto creó una interdependencia entre las comunidades y el sistema de agricultura comercial ejercido en la Colonia y las insertó, en parte, en el sistema económico colonial.

Este cierto resquicio estabilizó a los campesinos siempre y cuando no abandonaran su comunidad natal -lo que los hubiera hecho perder sus tierras- y siempre y cuando la extensión de las tierras fuera lo suficientemente grande como para asegurar la subsistencia. "Allí donde la tierra era escasa o de mala calidad, la autonomía se reducía."

Fue también muy dependiente la relación con los mercados urbanos. La ciudad mercado se entronizó como llave de entrada y salida para diversas microregiones. En las zonas de vasta población indígena, donde el control de los campesinos tenía ya las connotaciones de racismo que siguen definiendo el espacio rural mexicano, las ciudades mercado se convirtieron en las verdaderas detentadoras del poder regional, porque ahí se cocinaban -y se cocinan- las manipulaciones políticas, sociales y económicas que regulaban las posibilidades de subsistencia de las comunidades asentadas. Urbes como Ciudad Real en los Altos de Chiapas; Ocosingo y Altamirano en las Cañadas limítrofes de la Selva; Tenosique como frontera de Tabasco, Chiapas y Guatemala; Huayacocotla en la Sierra Norte de Veracruz; Tehuacán en la puerta de la Sierra Negra; Tlaxiaco, Miahuatlán o Huajuapan de León en Oaxaca; Mezquitic o Huejuquilla y hasta Jesús María en las Sierras Huichola y Cora; Creel en Chihuahua, son todas ellas herederas de esa organización social que, pese a las diferencias en las dinámicas propias de cada región, estableció una lógica, en principio mercantil, que impulsó -hasta nuestros días- una relación de subordinación total, no sólo metafórica: nada que no pasara por los intermediarios autorizados circularía por ahí, ningún extraño podría arribar hasta las comunidades sin permiso de las autoridades, nadie que quisiera evadir el derecho de pernada, o las obligaciones contraídas podría evadirse, ningún culto "extraño" santificarse. Además, "donde los consumidores urbanos eran numerosos y estaban al alcance de la mano, por lo general era mayor el desarrollo de las haciendas comerciales, con lo que quedaban menos tierras para las comunidades campesinas. Así menguaba la autonomía y los campesinos pasaban a depender más del trabajo en la hacienda. Recíprocamente, cuando los campesinos vivían en comunidades alejadas de mercados fuertes, el desarrollo de la hacienda solía restringirse y se conservaba con mayor facilidad la autonomía campesina" (5).

En lo que hoy llamamos México, cobraban vida reacomodos, proyectos, presupuestos y consideraciones para salirse con la suya contra la población conquistada.

Hacia el norte del país, el arrasamiento fue más feroz. Los conquistadores buscaron metales preciosos -oro, plata, estaño- y mano de obra que les trabajara las minas. Pero también enormes extensiones para que sus vacas pastaran. Aun hay sitios en la Huasteca donde las vacas tienen más y mejor tierra (más plana y dúctil a la siembra) que los campesinos, orillados a hacerla de alpinistas colgados con cuerdas.

Los pueblos nómadas resistieron la brutal guerra europea contra ellos, combatiendo o desapareciendo para no caer prisioneros. Quienes no pudieron huir, fueron reducidos a los poblados donde presidían los poderes de la Colonia: lugares llamados presidios. Hoy la palabra presidio no se refiere al asiento de los poderes sino a las cárceles. No sólo se fueron perdiendo la tierra y la libertad, sino el sentido.

La expansión hacia el norte también habría de coincidir con el avance del modo de producción capitalista que comenzó a privilegiar la agroindustria sobre el trabajo comunal de subsistencia o el vasallaje directo.

Si esta sujeción a las élites, fueran agrarias, ganaderas o mineras, definía cierta autonomía para algunos al interior de sus comunidades, la huida a los sitios inaccesibles para otros, o el desmembramiento comunitario para iniciar la historia del trabajo migrante estacional en el campo o los contratos en las minas por temporadas, a fines del siglo XVIII este esquema puso al fuego una olla de vapor en El Bajío. Las condiciones imperantes allí desembocaron en el primer envión de la Independencia mexicana.

Más allá de las entretelas de una España invadida -algo tan radical que sin duda fue factor fundamental en la insurrección de 1810- y el papel jugado por las élites criollas en la preparación y desenvolvimiento de la guerra de Independencia, lo que puebla las páginas de su historia, no podemos pasar por alto el levantamiento campesino que desató el primer envión de esta gesta. Y campesino se correspondía con indio, para fines prácticos. Eric van Young y John Tutino coinciden en señalar que "el crecimiento de la agricultura comercial fue la base de demandas crecientes sobre la economía rural tradicional, en la que los pueblos indios dueños de tierras comunales ocupaban un lugar destacado" (6). John Tutino se pregunta: "¿Es posible que la diferencia en los patrones del cambio agrario explique la intensidad de la insurrección en el Bajío así como la debilidad de los alzamientos en otros lugares? Yo creo que sí. [...] Fue una crisis social regional concreta, y no los viejos agravios contra la dominación española, lo que generó la afrenta de masas movilizada por Hidalgo en 1810" (7).

A partir de 1750 la interdependencia de comunidades y haciendas se recrudeció. Las condiciones materiales ya no garantizaron una seguridad de la subsistencia y cualquier dependencia, antes asumida, comenzó a verse como agravio a su horizonte de futuro a corto plazo. "Una mezcla de presión demográfica en el campo y de creciente necesidad de tierras para el sector agrícola comercial creó lo que los pueblos indios deben haber percibido como un ataque a su estatus de campesinos independientes" (8).

"Al hacerse más profunda la crisis agraria, los problemas también afectaron a las industrias textiles y mineras del Bajío. Después de 1785 la ocupación laboral se volvió cada vez más insegura para los tejedores de la ciudad y para las numerosas mujeres del campo que hilaban. En 1810 el empleo en las minas de Guanajuato se desplomó rápidamente. La confluencia de la crisis agraria y la industrial aprestó a una gran masa de hombres del Bajío a chocar violentamente contra las élites provincianas y el régimen colonial." (9)

El desarrollo de Guadalajara, una ciudad de tránsito entre las regiones mineras de más al norte y los ricos enclaves agrícolas del Bajío, "amplió los límites de la economía monetaria regional hasta abarcar grupos y lugares que estaban relativamente aislados todavía en 1700". Para Van Young, el auge de esta transformación radical en las relaciones, cuya funcionalidad estriba en el papel que jugara Guadalajara como emporio productor de manufacturados, y enclave mercantil, bancario y sobre todo administrativo de la Nueva Galicia de entonces, terminó por fisurar seriamente el ámbito de reproducción social, política y económica de los campesinos -lo que hoy llamaríamos comunalidad- para insertarlos al proceso de proletarización, algo que en el siglo XVIII recibió un impulso demasiado sorpresivo, aunque éste se hubiera gestado desde la primera encomienda.

En síntesis, a la demanda de la tierra y a la drástica reducción de las condiciones materiales como disparadores del levantamiento de 1810, Van Young añade uno de los elementos que en nuestros días pervive y que apenas ahora cobra foco en las discusiones, pero que estamos lejos de poder leer en todos sus multiformes entreveros: la comunidad.

[...] la idea del "compromiso con la comunidad" como motivo de la insurrección campesina puede ser útil, especialmente allí donde la posición de clase y la identidad étnica y cultural eran muy congruentes. La resistencia histórica de la comunidad campesina en México sugiere que la conservación de la identidad y la autonomía del pueblo es un factor clave para entender la historia de la sociedad rural de este país. (10)

Esta idea es central, porque refuerza el concepto de la comunidad como un tramado de relaciones que recrean de continuo y equilibran de tanto en tanto el sentido en común, que es la base más sólida para entender la identidad. Nada resolvería entonces mantenerla "intacta" (algo de por sí imposible). Lo que los campesinos han intentado siempre es reequilibrar las relaciones entre el centro propio de lo colectivo y lo que desde la comunidad se vive como "exterioridad".

Si como hemos dicho la globalidad no ha copado el cúmulo total de las relaciones, para los pueblos indios el equilibrio pasa centralmente por una "integralidad"; por una redefinición de la vida en formatos pequeños donde lo dicho y las acciones de los otros sean asequibles, cotejables; donde la reflexión colectiva de lo pertinente es aún posible y refuerza el sentido en común, es decir, eso que creado y recreado por los miembros del grupo delinea -no define- la identidad. Y que por tanto no es étnica, sino histórica.

Obviamente, una convulsión de las relaciones con la enormidad que crecía disgregando su mundo, disparó en los núcleos campesinos una pérdida casi total de sentido. Había que evitarlo: se rebelaron.

Y si la sociedad colonial había creado al indio, por exclusión, como desprecio o conmiseración, como mote para definirlo y encasillarlo, como manera de juzgarlo en términos alienados, la gran paradoja de la Independencia de México es que sus aires progresistas con tufo a Revolución francesa y a ciudadanización, se enfilaron a terminar con la idea de varios colectivos diversos compartiendo el país. La nación mexicana tenía que ser de todos, pero como individuos, como ciudadanos. De ahí a emprender políticas para romper las rendijas campesinas de comunidad, pasaron pocos años. Durante todo el periodo independiente creció entonces la desamortización de las tierras comunales indígenas, no sólo desde 1856, como se ha creído, sino mucho antes, suprimiendo además la figura jurídica de lo indio, situando la vida campesina e indígena, como nunca antes, en el margen institucional. Los intereses de finqueros, acaparadores, intermediarios y funcionarios lucraron de nuevo con esta reorganización del espacio físico y simbólico. Las rebeliones, por regiones, que no habían parado durante toda la Colonia, continuaron por todas las zonas donde la presencia india, campesina, era importante.

Con la Revolución Mexicana volvió a reacomodarse el país. Juzgando por la confrontación filosófica y práctica entre la comuna zapatista del oriente de Morelos (alimento del programa socioeconómico de la Convención de Aguascalientes) y las reformas que finalmente se aprobaron en la Constitución del 17, para fines de justicia a las comunidades campesinas, poco cambió.

Esto lo constata la Ley Agraria del 6 de enero de 1915, una ley carrancista antecedente directo del artículo 27 Constitucional que, reconociendo los "abusos en la interpretación de algunos especuladores de las leyes de desamortización", consideraba "palpable la necesidad de devolver a los pueblos los terrenos de que han sido despojados, como un acto de elemental justicia y como la única forma efectiva de asegurar la paz...." Sin embargo, bien lo señala Pedro González, "Tanto la devolución de tierras usurpadas a los pueblos como el reconocimiento de su personalidad jurídica no conllevaban desde ningún punto de vista, el intento de revivir las antiguas comunidades ni de crear semejantes" como lo señala expresamente la Ley Agraria carrancista, que iba más lejos para declarar: "la propiedad de las tierras no pertenecerá al común del pueblo, sino que ha de quedar dividida en pleno dominio, aunque con las limitaciones necesarias para evitar que ávidos especuladores, particularmente extranjeros, puedan fácilmente acaparar esa propiedad" (11). Es decir, la idea carrancista era modernizadora y liberal. Esperaba "reparar injusticias" fomentando formas de pequeña y mediana propiedad privada de la tierras.

En estas condiciones, cuando la ola oficializadora de la revolución empujaba fuerte contra las demandas populares de tierra y autonomía, sorprende que la formulación del artículo 27 Constitucional, en su redacción de 1917, abriera por lo menos un hueco para que cierto tipo de propiedad social (comunidades y ejidos) no quedara fuera de las entretelas del mercado. En ese momento, esto significaba, únicamente, que nadie en lo particular podía arrebatarle a los pueblos las tierras que eran de todos, por eso "de la nación", y que los pueblos indios poseían; que los campesinos, en colectivo, detentaban y cuidaban. Pero tampoco comerciar con ella, ni rentarla, ni usarla como respaldo de deuda alguna. Parecía reconocerse, para cierto sector, el carácter integral del concepto de la tierra.

Sin embargo, como atinadamente señala Carlos González García, "tras el discurso del nacionalismo mexicano, la reforma agraria representa un proceso etnocida. La ejidización de la propiedad comunal indígena debe entenderse como un proceso pulverizador de la propiedad indígena comunal surgida durante la dominación española y como radical desconstrucción de una territorialidad que, en las actuales condiciones, dificulta a un grado extremo la reconstitución de los pueblos y comunidades indígenas" (12). Hay que recordar que muchos ejidos fueron dotaciones a campesinos sin tierra, y no el reconocimiento de la propiedad comunal asiento de la territorialidad ancestral indígena, y que el cambio de régimen, en muchos casos propició confusiones que apuntalaron la posición de los invasores de la tierra comunal.

En el México contemporáneo ha continuado la resistencia de los pueblos y las comunidades en defensa de su territorio, en contra de la mano de obra explotada, del peonaje por deudas, del acasillamiento, del saqueo de sus recursos, en contra de una educación que los borronea y les quita lengua, tradiciones, sentido en común, formas de impartir justicia, formas de organización y de gobierno, formas de trabajo en ayuda mutua. Sigue la lucha contra las políticas públicas y los megaproyectos que con nombres diferentes sólo intentan dividir a las comunidades, que expulsan a la gente de sus territorios, los convierten en mano de obra indefensa, y desmantelan el modo de vida campesina e indígena que fue y sigue siendo su estrategia de sobrevivencia pero también un hueco de autonomía real. Hoy, las zonas de conflicto en el pasado, son las mismas donde siguen existiendo saqueos de recursos, invasiones, explotación de la mano de obra, miseria, asesinatos.

Para que siga viva la resistencia de los campesinos es indispensable defender el maíz. Las siembras de autoconsumo. Sólo con maíz propio, nativo (no su desfigurada versión transgénica), sembrado para que coma la comunidad dependiendo lo menos posible, se puede defender el agua, el bosque, los recursos naturales, sus saberes agrícolas y medicinales, la justicia, los derechos, el ámbito del nosotros.

El maíz es lo que permite el autogobierno en las comunidades. El maíz no es una cosa: es, como la tierra, un tramado de relaciones. El embate contra el maíz es un intento por erosionar el tejido social que ha logrado que los campesinos sobrevivan por derecho y entereza.

La escalada contra el maíz comenzó con la privatización de las tierras comunales. En el siglo XX, tras décadas de privilegiar la agroindustria abandonando a su suerte a los campesinos de autoconsumo -por no ser rentables, dijeron- los sucesivos gobiernos sitiaron a campesinos e indígenas mediante políticas macroeconómicas nocivas para la agricultura de subsistencia, mientras les entregaban compensaciones ridículas por los "daños colaterales". La contrarreforma al artículo 27 de Carlos Salinas, como tal, disparó una creciente inseguridad en la tenencia de la tierra, abrió de nueva cuenta la especulación agraria, las invasiones y las expropiaciones, y posibilitó la entrada de los megaproyectos que hoy amenazan a cualquier comunidad rural cuyo sustento sea la agricultura. Se extremó así la creciente marginación social en el campo, se propició la expulsión de mano de obra a las ciudades o a los campos de jornaleros, el vaciamiento de los territorios o su copamiento urbanoide.

Si se devastara la diversidad del maíz y se hiciera a los campesinos dependientes de las compañías diseñadoras y productoras de semillas, el sistema de cargos comunitario, núcleo del autogobierno en las comunidades, se vería directamente afectado. Quien cumple un cargo como servicio no puede ejercerlo si no cuenta con las reservas de semillas nativas que le permitirían sobrevivir el periodo de su cargo. Sería desarmar a los campesinos de su estrategia de sobrevivencia, y como tal de su resistencia y su sentido comunal. Perderían, además, un saber de 9 mil años: su convivencia con el maíz.

El horizonte

Hay un rasgo de la "comuna agrícola" [...] que la debilita, que es hostil a ella en todos los sentidos. Es su aislamiento, su falta de conexión entre las vidas de las diferentes comunas. No es una característica inmanente o universal de este tipo de comuna el hecho de que se presente como un microcosmos localizado. Pero allí donde se presenta de esta forma, lleva a la formación de un despotismo más o menos central sobre las comunas. [...]Todo lo que se necesita es reemplazar [el control del Estado, y por ende todo su edificio de procesos (13)] por una asamblea de campesinos elegida por las mismas comunas, un cuerpo económico y administrativo

que sirva a sus propios intereses.

La historia revisada del devenir de la comuna campesina-indígena en México habla de un aislamiento difícil de entender por ser un encierro-exclusión que obedece al enorme edificio de procesos que encara "este microcosmos localizado". Para abarcar su sentido, con muchas más herramientas que las existentes en 1881, tenemos que entender el horizonte actual.

Se habla de "globalización" únicamente en términos espaciales, si acaso, y de manera difusa o ambigua. Parecería que el término se aplica a que "algo" alcanzó todos los rincones del mundo. Una imagen "globalizada" de la globalización es aquella de enclaves afines e interconectados para capas de la población que transitan entre pasillos de oficinas y factorías, aeropuertos, universidades, centros de inteligencia, malls, bufetes de abogados, oficinas de patentes, hoteles y lugares de diversión, centros neurálgicos de información, medios de transporte de aceleración creciente, redes electrónicas y satelitales de comunicación. Estos últimos sirven el propósito de interconectar esta capa como si fuera la única realidad. No importa que hablemos del Distrito Federal, Londres o Quito, San Petersburgo o Calcutta, Mogadischio o Tokio: vista desde dentro, con alguna perspectiva, esta capa es verdaderamente uniforme: un mundo global muy solitario, valga la paradoja. En la vecindad de estas capas, o en el mero centro de ellas, las otras capas contradicen la homogenización, por desgracia, en ocasiones, con otras presuntas uniformidades. En la práctica, las capas no conectadas son "exóticas", su realidad se calibra con muchos espejos fragmentados. Después de usarlas como bienes de consumo (o antes si se las olvida), se les desecha, y no existen más. Si enfocamos en otra capa más invisible, aparece una "red" de proyectos (de producción, ensamble, tecnología o "servicios") que rompen la lógica tradicional de los espacios geográficos donde se asientan atropellando la lógica social -y por ende política- de los colectivos que ahí sobreviven.

Pero al romper se aísla y se resalta. Si de nuevo miramos -con cierto sentido de perspectiva- descubrimos infinidad de países regionales.

No son paisajes, aunque así los vean los ajenos. Son un tejido de vidas e historias, asuntos inconclusos y condiciones materiales que configuran la desigualdad, pero también la resistencia. Para existir, dijimos, la globalidad deja huecos, enclaves de abandono dislocados de las decisiones. No es que tales enclaves estén totalmente fuera de los controles y aparentes ventajas del sistema. Con el cerco tendido se aprisiona y excluye, se utiliza y desperdicia, se ambiciona y desprecia.

El mundo es hoy un tramado de fronteras difusas que dispersan y fragmentan la vida y la historia de infinidad de comunidades urbanas y rurales. En este entrevero los focos de esta aparente marginación se multiplican y entonces surgen reivindicaciones de identidad que se hallaban subsumidas.

Pero la identidad es en el fondo una reivindicación de historia propia, de historia común, no contada, no considerada. Así nos lo muestran sin fundamentalismo los pueblos indios, los campesinos del continente americano, cuando reivindican su resquicio histórico, cultural, territorial.

Todo rincón es un centro, el centro del mundo para la gente que habita e interactúa en estas grietas. La migración mundial y la dislocación producida por la lógica del capital, apuntan ambas a una concepción diferente de los enclaves, a una idea fluida, compleja, del territorio, de las regiones, que ya no puede atarse a un componente geográfico o "ecológico". Sería una estupidez hablar de desterritorialización como algunos comisarios de la cultura pregonan.

Más bien, después de muchos siglos de resistencia, nos topamos con una paradoja inesperada: la globalidad confiere perspectiva, horizonte (la esperanza la siguen poniendo los de siempre).

Hoy el campesinado "indígena" y "mestizo" mira sus propias condiciones como quien se para en una loma alta desde donde todo se divisa. La historia de cada quien no era aislada. Pesan sobre otros las mismas amenazas. Ninguna lucha volverá a ser única, local, insignificante. Todas las luchas están relacionadas. Siempre lo han estado, pero la gente no tenía cómo verlo. El horizonte actual permite rearmar el rompecabezas como nunca antes. Por eso los poderosos tienen tanto miedo de los campesinos, de los indígenas. Intuyen que desde la milpa se ve el mundo entero.

Notas:

(1) El artículo 123, que defendía a los trabajadores, está muerto (o lo secuestraron) porque con la "flexibilización del mercado laboral", ninguna de las conquistas de 150 años tiene filo. Son prácticas comunes la inseguridad en el trabajo, horarios no continuos, contratos por hora y no por mes, a veces unas cuantas horas a la semana, por ejemplo, repartidas al antojo de los patrones, trabajo a destajo, terroríficas condiciones laborales plenas de riesgos, la imposibilidad de asociarse en sindicatos, contratos dislocados, es decir, contratos mediados por una agencia de empleos que impiden la contratación colectiva "consagrada por el 123 constitucional".

(2) Ambas citas provienen de la versión tomada de El Marx tardío y la vía rusa. Marx y la periferia del capitalismo. Edición y presentación de Theodore Shanin, Editorial Revolución, Madrid, 1990.

(3) John Tutino: "Cambio social agrario y rebelión campesina en el México decimonónico: el caso de Chalco", en el libro compilado por Friedrich Katz: Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo XVI al siglo XX. Editorial ERA, pp. 96-97.

(4) John Tutino, op cit.

(5) John Tutino: De la insurrección a la revolución en México. Ediciones Era, México, 1990, pp. 40-41.

(6) Eric Van Young: "Hacia la insurrección: orígenes agrarios en la rebelión de Hidalgo en la región de Guadalajara", en Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo XVI al siglo XX., op cit, p. 169; para una revisión crítica de este texto por su propio autor véase Eric van Young/Antonio Ibarra: "Identidad y mesianismo", Ojarasca núm. 24, septiembre de 1993, pp. 9-14; ver también John Tutino: De la insurrección a la revolución en México, pp. 47-93.

(7) John Tutino: op cit. pp. 50-51.

(8) Eric Van Young: op cit. p. 169.

(9) John Tutino: op cit.

(10) Van Young, op cit, p. 170.

(11) Pedro González::"Los primeros pactos y la construcción de la legalidad, 1913-1917", en Historia de la cuestión agraria mexicana 3, campesinos terratenientes y revolucionarios, 1910-1920. Siglo XXI-Centro de Estudios Históricos del Agrarismo en México, 1988, P. 197-198.

(12) Carlos González: "La conquista no ha termindado", Ojarasca en La Jornada, 67, noviembre 2002. Su texto documenta el embate actual que significa el Programa de Certificación de Comunidades (Procecom) a la tenencia comunal de la tierra.

(13) Sustituimos con el corchete la referencia de Marx al volost: subdivisión administrativa territorial campesino-rural dirigida por los campesinos viejos y por los magistrados locales estrictamente controlados por el Estado, según aclara Shanin. Hoy podemos extender la idea, siguiendo sus mismos lineamientos, a todo el entramado de intermediarios, públicos y privados, que pesan sobre la comuna.

(14) Shanin, op.cit.

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