Del patentamiento de la vida a los genes de extinción

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Hace 25 años, en el número uno de Biodiversidad, cultivos y culturas, Henk Hobbelink, fundador de GRAIN, predijo: “las modernas biotecnologías, presentadas como nuevas panaceas para la agricultura y la salud mundiales, pueden transformarse en un serio problema [...] la mayor parte de las investigaciones son realizadas y controladas por grandes compañías multinacionales, en el Norte global, utilizando las nuevas herramientas para aumentar sus ventajas comparativas aún más”. Y agregó, “si bien la biotecnología necesita de la biodiversidad, ello no significa necesariamente que la mantenga”.

El primer número de la revista Biodiversidad, cultivos y culturas, nació en septiembre de 1994 como una invitación “a compartir información, conocimientos, experiencias, preocupaciones y acciones para recuperar la autogestión no sólo de la biodiversidad agrícola, sino también de las culturas que la sustentan”. Una preocupación central, en un contexto en que las agroindustrias promovían las semillas industriales como milagrosas, llenas de promesas, aunque aún no las llamaban transgénicas.

En la medida en que se desarrollaban herramientas para conocer los procesos biológicos y someterlos a la ingeniería genética, las industrias (agrícola, alimentaria, farmacéutica) pugnaban por obtener exclusividad sobre la materia y sus procesos, apropiándose de forma exclusiva de la vida. Los derechos de propiedad intelectual sobre componentes y procesos vitales, y el patentamiento de microorganismos, plantas y variedades campesinas estaban al alza. Los bioprospectores se expandían en comunidades indígenas de diversos sitios del planeta para obtener la “planta filosofal” que convertiría en oro los activos de las empresas farmacéuticas.

En esos años, el Grupo ETC, entonces RAFI, denunció varias solicitudes de patente de corporaciones e instituciones, nada menos que sobre una mujer indígena guaymí de Panamá, por su resistencia a cierto tipo de leucemia (1993); sobre el nombre y genética del arroz Basmati de India (1997), sobre herbolaria y microorganismos de la medicina maya (1998), sobre los frijoles Mayocoba de México (1999), entre muchos otros casos a los que se opusieron cientos de organizaciones del campo y la ciudad y finalmente lograron revertirlos. La revista Biodiversidad, cultivos y culturas alertó e informó sobre los casos y el raciocinio detrás de éstos y fue clave en el tejido de la resistencia.

En 1998 nos enfrentamos con Terminator, la tecnología transgénica de semillas suicidas: se plantan, dan fruto, pero la segunda generación se vuelve estéril para obligar a los agricultores a volver a comprar semilla en cada estación. Fue desarrollada por la empresa Delta & Pine Land (propiedad de Monsanto) y el Departamento de Agricultura de Estados Unidos. Todas las transnacionales que actualmente controlan las semillas transgénicas plantadas a nivel mundial han registrado patentes tipo Terminator, pero no pudieron avanzar: con la protesta contundente y coordinada de las organizaciones campesinas del mundo y de la sociedad civil comprometida con la defensa de la vida, logramos que el Convenio de Diversidad Biológica (CDB) estableciera una moratoria contra su liberación en el año 2000, y logramos además que se respetara y se mantuviera vigente pese a los agresivos intentos de empresas y gobiernos de revertirla en estas casi dos décadas.

Ya entrado el nuevo siglo, el debate sobre el pico petrolero y la contaminación derivada de los combustibles fósiles se volvieron pretexto para impulsar como nueva panacea la biología sintética. Una biología asistida por computadoras, guiada por principios mecánicos y matemáticos para diseñar y construir partes biológicas u organismos enteros que no existen en la naturaleza. La misma industria desarrolló a partir de esto, nuevas biotecnologías llamadas “edición genética”, tratando al ADN como si fuera un borrador en corrección para enviar a imprenta.

La biología sintética se enfocó entre 2008 y 2012 en la modificación de microbios para descomponer la celulosa y producir la segunda generación de biocombustibles. Sin embargo el volumen de combustibles derivados de biomasa no puede satisfacer la demanda infinita de energía de los automotores, aviones, barcos, fábricas y luminarias que se multiplican en el globo en el capitalismo. Con la cantidad de cereales necesarios para destilar biocombustibles que llenen el tanque de una camioneta, se podría alimentar una persona un año entero. Al desarrollarse la crítica a los biocombustibles, los promotores de la biología sintética cambiaron hacia la producción de derivados botánicos, compuestos de poco volumen y alto valor de mercado, para saborizantes, fragancias, escencias y medicamentos. Los microbios transgénicos ya no descompondrían la celulosa sino que serían programados para excretar el compuesto de valor comercial.

Esto está en debate en el CDB y además, organizaciones de todo el mundo cuestionan casos puntuales como la producción de vainillina y estevia sintéticas, sustitutos de mantecas de coco, cacao, babazú; sustitutos de aceites esenciales como vetiver, entre más de 340 ingredientes activos que producen artesanalmente cientos de comunidades campesinas.

Hace 25 años, en el número uno de Biodiversidad, cultivos y culturas, Henk Hobbelink, fundador de GRAIN, predijo: “las modernas biotecnologías, presentadas como nuevas panaceas para la agricultura y la salud mundiales, pueden transformarse en un serio problema [...] la mayor parte de las investigaciones son realizadas y controladas por grandes compañías multinacionales, en el Norte global, utilizando las nuevas herramientas para aumentar sus ventajas comparativas aún más”. Y agregó, “si bien la biotecnología necesita de la biodiversidad, ello no significa necesariamente que la mantenga”.

Ahora sabemos que la más reciente generación de transgénicos ha sido diseñada especialmente para extinguir especies.

La más reciente tecnología con que la industria militar y agrícola buscan dominar la diversidad de la vida es una técnica de ingeniería genética llamada “impulsores genéticos” (gene drives). Es una forma de engañar las leyes de la herencia y que toda la progenie de una especie —sean insectos, plantas o animales— hereden forzosamente un rasgo transgénico. Están diseñados para diseminarse agresivamente en el ambiente y si el gen introducido es para producir sólo machos, en pocas generaciones podría eliminar toda una población de la especie manipulada y con el tiempo extinguir la especie entera, con impactos impredecibles en el ecosistema. Es una “tecnología de extinción genética”, porque abre la posibilidad de supresión o eliminación de una especie entera, intencional o accidentalmente.

Uno de los sitios donde se planea experimentar con impulsores genéticos es el poblado Bana, en Burkina Faso. Allí las mujeres denuncian: “nosotras no somos funcionarias, no somos científicas, pero sabemos que liberar mosquitos para extinguir a toda una especie está muy mal; entendemos que si se introduce algo tan mortífero en nuestra naturaleza, también a nosotros nos llegarán los daños. ¿Qué enfermedades nos transmitirán los mosquitos que queden? ¿Si solamente quedan mosquitos machos, qué pasará?”

Tal técnica para extinguir especies es quizá la forma más radical de dominar la vida que han encontrado las industrias y corporaciones. Con los impulsores genéticos, quieren establecer que ellos pueden controlar quién debe morir y quién merece seguir vivo.

La industria biotecnológica intenta desvincular los transgénicos de la “edición genética”. Así burla las reglas existentes de evaluación de riesgo, bioseguridad y etiquetado de OGM. En 2018 denunciamos que Argentina y Brasil modificaron sus normativas para autorizar con más celeridad o sin regulación los productos de estas nuevas biotecnologías.

En septiembre de 2018, los ministros de agricultura de Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, emitieron una declaración en el seno de la OMC advirtiendo que trabajarán por “evitar las barreras no científicas al comercio de productos agrícolas mejorados con edición genética”; que ésta es importante para producir alimentos y por ello deben evitarse las “distinciones arbitrarias e injustificadas” entre productos agrícolas obtenidos con edición genética y los que se obtienen con otras formas de mejoramiento. Colombia, Honduras, Estados Unidos, Canadá y Sudáfrica apoyaron la declaración. Pretenden que la OMC actúe contra los países que apliquen sus propias leyes de bioseguridad sobre estos productos.

A la vuelta de estos 25 años y 100 números de la revista, tienen mucho sentido las palabras de Pat Mooney fundador de RAFI, hoy Grupo ETC: “ha sido fundamental mantener la congruencia y el aliento de largo plazo. Los recursos que tenemos los usamos mejor que la industria. Nos conocemos de siempre, tenemos el tiempo de nuestro lado. No nos rendimos, siempre peleamos hasta las últimas consecuencias. La industria no tiene ese ánimo. Cometen errores, cuentan el dinero, caminan en círculos, desconfían entre ellos. Tenemos una capacidad de expresión que ellos nunca podrán igualar. Hacemos planes a largo plazo sabiendo que nuestra lucha es por la vida, no por el poder y las ganancias, y podemos pensar en décadas. Ellos cambian jefes y se mueven con el mercado, se destruyen entre ellos. Nosotros somos parte de un movimiento global: contra el sistema. ¡Tenemos la razón! Estamos haciendo lo correcto. No se puede vencer a quien hace lo correcto”. Eso es lo que intentamos todos en Biodiversidad, sustento y culturas.

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Fuente: Revista Biodiversidad, sustento y culturas N° 100

Temas: Transgénicos

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