El sistema contra el clima

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Un Nuevo Pacto Verde (Green New Deal) requiere nada menos que poner el sistema financiero globalizado bajo la autoridad de los Estados nacionales.

Los climatólogos nos han advertido que la humanidad tiene un «presupuesto de carbono» de aproximadamente 3.200 millones de toneladas de emisiones de CO2, contabilizadas desde el año 1870, para evitar los impactos más peligrosos del colapso climático y el calentamiento global. Al ritmo actual de emisiones globales, este presupuesto terminaría de utilizarse en un plazo de 10 a 12 años.

Peor aún, en 2019, otro grupo de científicos, la Plataforma Intergubernamental de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES) de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), advirtió que la naturaleza está deteriorándose a escala mundial a tasas sin precedentes en la historia humana. La tasa de extinción de especies se está acelerando, con impactos graves e inmediatos en la población mundial. La ONU pidió «una reorganización fundamental de todo el sistema, que abarque factores tecnológicos, económicos y sociales, incluyendo paradigmas, objetivos y valores».

El Nuevo Pacto Verde (Green New Deal) es un plan de acción para lograr esa reorganización urgente de todo el sistema en poco tiempo. La primera pregunta que debemos formular es: ¿quién hace este trato? ¿Puede el Nuevo Pacto Verde ser un plan global único, implementado por una autoridad global, o puede administrarse de manera más local?

Como ha dicho Herman Daly, pionero de la economía ecológica y arquitecto de la economía del «estado estacionario»: la economía humana es un subsistema sostenido y contenido por una ecosfera global en un delicado equilibrio, que a su vez se alimenta de flujos finitos de energía solar. Los sistemas de soporte de la vida en la Tierra no reconocen límites fronterizos. Entonces, ¿puede el Nuevo Pacto funcionar en una escala menor que la totalidad del planeta?

Si bien los impactos de la crisis actual se sienten en todas partes, la mayoría de las emisiones mundiales históricas y actuales de gases de efecto invernadero fueron generadas en países ricos. Mientras tanto, las emisiones per cápita en los países pobres siguen siendo relativamente bajas. Por lo tanto, la justicia ecológica requiere una redistribución importante de la riqueza, de los ricos productores y emisores de emisiones tóxicas provenientes de combustibles fósiles a los países de bajos ingresos.

Además, como ha argumentado el Global Commons Institute (GCI), los países ricos deben reducir sus emisiones hasta que las emisiones per cápita converjan en todo el mundo. De un tiempo a esta parte, en la ONU se está defendiendo la propuesta de «contracción y convergencia». No ha logrado afianzarse porque las instituciones globales son débiles, en gran medida no tienen responsabilidades y carecen de liderazgo político.

Queda claro que las iniciativas globales no pueden ser nuestra única esperanza. Existe un enfoque alternativo: la cooperación internacional basada no en instituciones globales, sino en la autoridad de los Estados nacionales. Para que el Nuevo Pacto Verde sea transformador, su implementación debe estar en el nivel de la responsabilidad democrática. Las políticas acordadas en el nivel internacional serían implementadas y aplicadas por instituciones con responsabilidad local y nacional que reflejen las condiciones domésticas.

Pero incluso si podemos crear políticas en el nivel del Estado o del gobierno local, ¿significa esto que aquellos que operan en los mercados del sistema financiero global apoyarán las políticas de diferentes Estados nacionales? El sistema financiero dolarizado existente, que ya no tiene anclaje en la economía real, ¿apoyará y financiará un Nuevo Pacto Verde a escala nacional?

El sistema financiero dolarizado existente, que ya no tiene anclaje en la economía real, ¿apoyará y financiará un Nuevo Pacto Verde a escala nacional?

Tenemos que ser realistas y aceptar que, con algunas excepciones, el sector no ayudaría a financiar un proyecto masivo de estabilización climática en términos que sean aceptables y sostenibles. Tal como están las cosas, quienes operan en los mercados de capital globalizados se comportan como «señores del universo». No rinden cuentas y permanecen al margen de los gobiernos y las comunidades para quienes la transformación de los sistemas es una tarea urgente.

Si vamos a movilizar los recursos financieros necesarios para los cambios masivos que requieren la conservación, restauración y sostenibilidad de la vida en la Tierra, entonces el sistema financiero globalizado debe estar subordinado a las necesidades de las naciones y ser un servidor en la tarea de la transformación.

Si hay que domesticar al sector global, entonces el primer desafío será atacar la hegemonía de la moneda que sustenta las finanzas globalizadas: el dólar estadounidense.

El poder imperial y el dólar estadounidense

La preeminencia del dólar surgió como resultado de que, en la conferencia de Bretton Woods de 1944, Estados Unidos obligara al resto del mundo a adoptar su moneda como el «dinero» del mundo. John Maynard Keynes había abogado por una moneda global, no atada a ningún país y administrada en interés de la comunidad internacional.

Fue derrotado en Bretton Woods, ya que Estados Unidos impuso su voluntad ante una Europa debilitada. Hoy, esa decisión aún le permite a Estados Unidos disfrutar de un «almuerzo gratis» a expensas del resto del mundo. Su «privilegio exorbitante» es una recompensa por el seguro que brinda al resto del mundo, especialmente en tiempos de crisis.

Con la Reserva Federal actuando como prestamista global de último recurso, Estados Unidos puso a disposición de los bancos europeos y asiáticos billones de dólares durante la gran crisis financiera de 2007-2009. Este «seguro» es valioso en tiempos de crisis, pero podría haber sido facilitado por un banco central internacional independiente que trabaje y responda ante todas las naciones, no solo las más poderosas.

El «privilegio exorbitante» del que disfruta Estados Unidos es significativo, dado que el país mantiene una deuda externa y un déficit cada vez mayores, porque la demanda global del dólar supera la producción estadounidense. Contrastando con el papel imperialista de Gran Bretaña como gran exportador de capital, Estados Unidos es un gran importador de capital. Utiliza su poder para atraer recursos financieros, excedentes de capital de Asia y los países exportadores de petróleo.

Un segundo gran beneficio del que disfruta Estados Unidos es el poder de pedir prestado en su propia moneda, sobre cuyo valor tiene cierto control. Esto significa que Estados Unidos evita los riesgos de tipo de cambio que enfrentan otros países cuando toman prestado y tienen que pagar en una moneda diferente.

Si el dólar se deprecia, esto no les importa a las autoridades estadounidenses, ya que la nación no posee deuda emitida en euros, yenes o libras esterlinas. Cuando cae el valor del dólar, también cae el valor de las deudas contraídas por Estados Unidos. Por lo tanto, el dólar como moneda de reserva mundial le brinda a Estados Unidos una financiación barata y de bajo riesgo para mantener su gran déficit comercial y su consumo exorbitante de bienes y servicios del mundo.

La hegemonía del dólar en las finanzas mundiales sigue sin ser desafiada a pesar de la reciente crisis financiera, como ha señalado el historiador Adam Tooze. De hecho, el dólar estadounidense no solo sobrevivió a la crisis de 2008, sino que se vio reforzado por ella. Como resultado de la crisis financiera global y la debilidad del gobierno de Barack Obama, los bancos de Wall Street son hoy más grandes y poderosos que antes de la crisis. Ese resultado no fue inevitable. Se debió en gran parte al fracaso del liderazgo progresista y global por parte del gobierno de Obama.

A diferencia de Franklin D. Roosevelt, el presidente que implementó la agenda original del New Deal, Obama no tenía experiencia directa con Wall Street y su capacidad para infligir una pérdida económica sistémica a millones de estadounidenses inocentes y sus familias. Asesores suyos como Alan Greenspan, Larry Summers y Robert Rubin fueron los arquitectos del sistema financiero globalizado y desregulado.

Bajo el gobierno de Bill Clinton, se unieron para derrotar un plan de Brooksley Born, presidenta de la Comisión de Comercio de Futuros de Productos Básicos, en favor de una regulación más fuerte de los derivados. En 1999, Summers y Rubin impulsaron juntos la derogación de la Ley Glass-Steagall promulgada en 1933 por Roosevelt, que había impedido que los bancos respaldados por garantías de los contribuyentes se asociaran a los bancos de inversión que se dedicaban a la especulación financiera.

El apoyo del gobierno de Obama a Wall Street se vio agravado por el gobierno de Donald Trump, dedicad a defender y aumentar el poder de Wall Street. Para fortalecer su extralimitación imperial, Estados Unidos destinó un presupuesto de 750.000 millones de dólares (de 3% a 4% del PIB de ese país) para el área de defensa en 2020, y avivó las conversaciones sobre nuevas invasiones extranjeras, lo que el candidato presidencial estadounidense Bernie Sanders denomina «guerras sin fin».

Alimentar el consumo, incitar a la corrupción

Respaldado por una gran potencia imperial, el dólar estadounidense trabaja junto con la «mano invisible» del mercado o, de manera menos abstracta, con las manos invisibles de poderosos agentes activos en los mercados financieros. Es un sistema globalizado comprometido con «la expansión constante de la producción y movido por el impulso constante a la acumulación de capital», por citar a Simon Pirani, del Instituto de Estudios Energéticos de la Universidad de Oxford.

Es un sistema que, habilitado por el poder del dólar para violar las barreras regulatorias, se ha independizado deliberadamente de la supervisión democrática a nivel de los Estados nacionales. Su propósito es acumular riqueza para la pequeña minoría que opera en el sector financiero. Esto se logra mediante la producción y la especulación con activos financieros intangibles, especialmente crédito.

El crédito es el principal impulsor de la expansión económica (definida por los economistas como «crecimiento») y el consumo. Ha estimulado la extracción de combustibles fósiles a través de la industrialización, la urbanización, la motorización, el crecimiento del consumo masivo de materiales y el consumismo por parte de las clases acomodadas, tanto en países de elevados ingresos como en países de bajos ingresos.

El crédito desregulado en un mundo de capital móvil no solo alimenta el consumo, sino que también incita a la corrupción, tanto del sector político como del financiero. Los traficantes de drogas y los mafiosos se involucraron en un comercio global responsable de aproximadamente 450.000 muertes como resultado del uso de drogas en 2015, lo que los ha convertido en uno de los beneficiarios más ricos del sistema actual de capital móvil no regulado y globalizado.

Se presume que el crédito «crecerá» exponencialmente a medida que las finanzas privadas mejoren la capacidad del capitalismo para, primero, crear las nuevas «necesidades» de la sociedad, lo que J. K. Galbraith llamó nuestros deseos «psicológicamente fundamentados»: las «necesidades» que no «se originan en la personalidad del consumidor», sino que están «planificadas por el proceso de producción».

De esta manera, el grifo del crédito fácil en dólares alimenta la expansión económica global y el impulso constante a la acumulación de capital por parte de quienes ya son ricos. El consumo, a su vez, se atiborra de combustibles fósiles, lo que acelera el crecimiento de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI).

Desde la perspectiva del ecosistema, quizás el aspecto más perjudicial de la creación de crédito globalizada, y en gran medida desregulada, es la demanda, por parte del sector financiero, de tasas de rendimiento reales elevadas en un proceso relativamente sin esfuerzo: la creación de dinero nuevo. Si las tasas de interés son más altas que la capacidad de la Tierra o la economía para renovarse, entonces las tasas de interés se vuelven brutalmente extractivas.

Las personas que se ven obligadas a endeudarse por tener ingresos bajos o decrecientes se ven compelidas a trabajar cada vez más horas para ganar el dinero con que podrán pagar los intereses de su deuda. Las empresas también reducen costos y explotan mano de obra con mayor intensidad para obtener la financiación necesaria para pagar sus deudas. Los gobiernos desmontan bosques, agotan recursos marítimos y terrestres para mejorar la «eficiencia» y generar los rendimientos necesarios para pagar sus obligaciones, incluido el servicio de la deuda externa.

Recuperar capital desde el extranjero

En mi opinión, para administrar la expansión económica, detener el impulso a la acumulación de capital y reducir los GEI, es esencial manejar primero el grifo de la creación de crédito globalizada. Para tal fin, será necesario traer de vuelta el capital del extranjero y someter el sistema a una gestión y regulación responsables en el nivel estatal.

A continuación, para gestionar la crisis mundial por el colapso de los sistemas del planeta, necesitaremos una moneda internacional independiente del poder soberano de cualquier Estado imperial. Finalmente, tendremos que establecer una «unión de compensación» internacional para la liquidación de créditos y débitos entre naciones, y repartir así el esfuerzo que demanda la transformación.

Muchos considerarán utópicas estas propuestas para el cambio radical del sistema global. Y así lo serán, hasta que un shock global haga inevitable el cambio del sistema. El hecho concreto es que las sociedades han desarrollado, con el tiempo, sistemas monetarios que hacen que la movilización de recursos financieros sea eminentemente posible para las necesidades urgentes de la sociedad.

Una vez establecidos estos sistemas, nunca debe haber escasez de dinero. Pero los sistemas monetarios con respaldo público no se pueden administrar y desarrollar en interés de la sociedad y el ecosistema mientras permanezcan «globalizados»: capturados y llevados al extranjero, fuera del alcance de la democracia reguladora. En lo que es efectivamente la estratosfera financiera, los sistemas monetarios sirven a los intereses, no de las sociedades humanas, sino del 1% de la población mundial.

Esto no ha sucedido por accidente. Como resultado de un proceso deliberado, el sistema financiero se ha independizado de la economía real de los Estados nacionales y de la regulación gubernamental. Siguiendo la lógica de la economía neoliberal, ha sido «encapsulado» para proteger al sector de la interferencia democrática, como lo muestra Quinn Slobodian en su libro Globalists: The End of Empire and the Birth of Neoliberalism [Globalistas. El fin del imperio y el nacimiento del neoliberalismo].

En otras palabras, el capitalismo financiero globalizado y dolarizado, desplazado hacia el exterior, ha socavado el poder de los gobiernos democráticos y las comunidades locales para desarrollar políticas económicas que satisfagan necesidades urgentes.

Hemos estado aquí antes. El sistema globalizado actual se remonta al sistema del patrón oro de la década de 1930, cuando el sector financiero privado arrebató el control de los sistemas monetarios con respaldo público a los gobiernos democráticos. En ese momento, aquellos que defendían el «cambio de sistema» –el desmantelamiento del patrón oro– eran considerados delirantes. Cuando el sistema colapsó, muchos economistas se vieron sacudidos hasta la médula. Habían creído erróneamente que el patrón oro era, como el oro, inmutable.

Debemos recuperar el poder

Dado el vasto poder de la globalización dolarizada sobre las economías mundiales, ¿pueden los gobiernos ricos como el de Alemania o pobres como el de Mozambique movilizar los fondos necesarios para la transición a un planeta habitable? ¿Podrían los gobiernos cooperar para movilizar los fondos que necesitan los países más pobres del mundo? Sabemos que hay abundantes recursos financieros (ahorros) para pagar la transición. Pero las sociedades y sus Estados ¿tienen el poder para disponer de estos recursos?

La respuesta directa es no. Ese hecho confronta a los defensores del Nuevo Pacto Verde con la primera gran misión: nada menos que un cambio en el sistema financiero global. Si vamos a apoyar los esfuerzos de campaña de Extinction Rebellion y el movimiento de huelgas escolares; si queremos cumplir el objetivo de una transformación fundamental de la economía en todo el sistema para salvar el ecosistema, entonces debemos combinar y cooperar a escala internacional para lograr una revolución en las relaciones de poder del sistema económico globalizado y dolarizado.

La cooperación y la coordinación entre un economista británico progresista y un presidente estadounidense y su administración provocaron tal transformación en 1933 y otra vez, con menos éxito, en Bretton Woods en 1944. Podemos hacerlo nuevamente, munidos de una sólida teoría económica y práctica política para movilizar nuestras sociedades paralizadas en lo colectivo.

El propósito será transformar el sistema financiero globalizado dentro del cual los sistemas económicos internos de los Estados nacionales están situados e integrados, y al cual están subordinados. Dados estos desafíos, y dada la política actual, la tarea de transformar el sistema puede parecer imposible.

Pero, como David Roberts escribió en 2019: «No estamos en una era de política normal. No hay precedentes para la crisis climática, sus peligros o sus oportunidades. Esto requiere, sobre todo, coraje e ideas nuevas».

Traducción: Carlos Díaz Rocca

Fuente: Nueva Sociedad

Temas: Economía verde

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