Un embate agrario quirúrgico, casi invisible

Idioma Español
País México

Nunca será suficiente insistir en que México es un país único en el mundo porque su propiedad social agraria (la tierra en posesión de ejidos y comunidades) representa más o menos la mitad del territorio nacional. Tampoco olvidan las comunidades campesinas, sobre todo las originarias, que existe una continuidad histórica anterior en ocasiones a la invasión europea desde donde se ha mantenido una posesión de las tierras, montes y aguas —y que con esa fuerza milenaria las comunidades siguen reivindicando una autonomía funcional que les ha permitido mantener un breve espacio de decisiones propias, de relación con la naturaleza y con la tierra, y una subsistencia que sin ser boyante, sino frugal y restringida, les ha permitido remontar muchas de las adversidades que esta sociedad avasalladora les busca imponer para predarles sus ámbitos de comunidad, su esfuerzo y su vida misma.

- Foto: Ojarasca

Los liberales recién entronizados en el poder con la Guerra de Independencia de 1810 siempre buscaron “negar a las comunidades campesinas el derecho a la tenencia de la tierra. Conforme aumentaron en poder político los liberales, proliferaron las insurrecciones agrarias”, dice John Tutino (en De la insurrección a la revolución en México, las bases sociales de la violencia agraria 1750-1940, Ediciones ERA, 1986).

En la Colonia, el virreinato había insistido en acotar el poder de los terratenientes y hacendados criollos abriendo un margen a las comunidades indígenas, no como una concesión benévola, sino como modo de allegarse de su tributo al tiempo de refrenar la voracidad sin lealtad de los hacendados. Un gran logro de las comunidades del centro y el sur del país fue mantener ese margen de autonomía que si las enlazó con las haciendas también les permitió defender sus montes y bosques, sus áreas de uso común: su territorio, sabiendo que su apuesta era de larguísimo plazo.

Para Tutino “desde el siglo XVIII los liberales hispánicos habían tenido la visión de las grandes ventajas económicas si se movilizaran las tierras ocupadas por comunidades campesinas, es decir, si se las convirtiera en propiedad privada que pudiera ser vendida y comprada, así como hipotecarla. Afirmaban que los campesinos, al volverse dueños de sus tierras, tendrían nuevos alicientes para aumentar la producción. Pero en México, los campesinos pobres, atenidos sobre todo a terrenos comunales, ya los estaban explotando con gran intensidad para producir su sustento. El verdadero beneficio de un desplazamiento de la propiedad comunal a la privada sería para quienes pudiesen aprovecharse de una movilización de las tenencias de los campesinos. Las tierras de los pueblos, no enajenadas anteriormente, podrían ser vendidas o perdidas por deudas una vez que se volvieran propiedad privada. Los pobladores perderían así la subyacente garantía de autonomía del sustento que por tanto tiempo había proporcionado la propiedad comunal. Pocos comuneros mexicanos compartían la visión de los liberales de que la privatización de los terrenos comunales les aportaría beneficios” (p. 210).

Antonio Soto y Gama (en la Historia del agrarismo en México, Ediciones ERA, 2002), ya señalaba que el decreto de las Cortes españolas del 4 de enero de 1813 preveía con urgencia “la reducción de los terrenos comunales a dominio particular” insistiendo, como lo hace ahora el régimen de AMLO, en que esto implica una “providencia para el bien de los pueblos y el fomento de la agricultura e industria”. Así, este gobierno asoma su carácter liberal, al estilo juarista, lo que lo emparenta con quienes desde los albores de la Independencia ordenaron que se privatizaran “todos los terrenos baldíos o realengos, y de propios y arbitrios, con arbolado o sin él”, lo que comenzó a fragmentar los territorios y las comunidades al reforzar “la plena propiedad y para que los agraciados los disfruten libre exclusivamente” (p. 329).

Como en la invasión europea, luego con la disposición de las Cortes españolas de 1812-1813, con la desamortización desatada por la Ley Lerdo en 1856, en 1992 con la contrarreforma del Artículo 27 de la Constitución y hoy con el “amlismo”, el liberalismo (okey, no neo) insiste en desaparecer la propiedad social privatizando lo más posible en cada acto de gobierno, política pública, programa de asistencia o megaproyecto aprobado sin miramientos.

De las descripciones de cómo se aplican los 68 programas de la Plataforma de Seguridad Alimentaria y Nutricional (SAN), en particular la Producción para el Bienestar o Sembrando Vida, no se desprende cuáles son las verdaderas intenciones que entrañan.

Pero el análisis en el terreno de varios de estos programas (y sus modos de aplicación en los hechos) va cotejando y coincidiendo en que gran parte de estas políticas públicas se articulan entre otras cosas para ir erosionando, borroneando, mermando, desarmando, erradicando la propiedad social y si se puede su memoria.

Y sigue quedando en manos ajenas la solución de la seguridad alimentaria y la nutrición, ya no digamos una verdadera soberanía alimentaria.

La secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, Sedatu, promueve de múltiples maneras el dominio pleno: es decir, la privatización de cualquier núcleo otrora colectivo, fomentando que quienes hereden ya no le dejen a sus hijos una posesión ejidal o comunal, sino la propiedad parcelada. En paralelo y con el pretexto de la pandemia, casi está clausurada la actividad de los Tribunales Agrarios y del Registro Agrario Nacional, mientras la Procuraduría Agraria (PA) se mueve por todo el territorio nacional intentando promover que los comisariados tengan plenos poderes para actos de dominio, como ya lo han intentado (con resistencia local) en ciertas comunidades de Quintana Roo, donde a la mala quisieran imponer una suplantación de funciones que destruiría de facto la asamblea, pues dejaría de tener razón de ser. Los núcleos agrarios estarían cediendo su fuerza a la mera representación, como si todos los comisariados fueran rectos por sí mismos, pero sobre todo como si la reunión de comuneros o ejidatarios fuera nociva cuando es la garantía de la equidad y la sabiduría de los núcleos comunitarios. La fuerza real proviene de que la máxima autoridad sea la asamblea. Ahora, la PA promueve estas aberraciones a lo largo de todos los territorios que serán afectados por el Tren Maya y el Corredor Transístmico pues le urge a empresas y gobierno desalojar a la gente de su territorio.

Un caso muy emblemático por preocupante y diáfano es el de la comunidad de San Sebastián Teponahuaxtlán en Jalisco o Huautla en plena Sierra Huichola, donde la PA llegó a comunicarles que se les prohibe celebrar asamblea (que por la pandemia). La asamblea ha sido uno de los pilares de la legendaria cohesión de la resistencia wixárika a las invasiones de rancheros y caciques y sin la celebración de la asamblea no sólo se pierde el momento de decisión en común sino la vigencia de la comunidad y la atención permanente a su autonomía y su control territorial.

A nivel agrario, el cierre de los tribunales y el RAN mientras que la PA se activa a desmantelar asambleas y proponer plenos poderes a los comisariados, más la promoción de las herencias parceladas, anuncia uno de los momentos más oscuros en la historia reciente en México, pues deja ver la necesidad del gobierno y de su batería de empresas asociadas de desalojar o desarmar la resistencia que por todos lados se mira bastante impecable y dispuesta a defender su vida misma.

Se trata de un embate agrario quirúrgico, casi invisible, pero que de lograrse alterará el panorama de la tenencia de la tierra en México. Y claro, si consideramos el aplastamiento programado a favor del acaparamiento del agua, estamos ante un escenario donde se planea desarticular las posibilidades de una resistencia desde abajo. Necesitamos redoblar nuestras alertas, y organizarnos.

Fuente: Suplemento Ojarasca, La Jornada

Temas: Agronegocio, Defensa de los derechos de los pueblos y comunidades, Tierra, territorio y bienes comunes

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