¿Un mal de nunca acabar?

En Colombia, la tierra y hasta el mar han sido saqueados con corbata y toga. El campesino que ocupa un baldío para sobrevivir es tratado como invasor; el poderoso que se apodera de hectáreas enteras recibe el trato indulgente de las instituciones: “irregularidad”, “sin permiso”, “error notarial”. El lenguaje se vuelve cómplice de la impunidad.
El caso más reciente es el del presidente del Senado, Lidio García Turbay, a quien la Unidad de Restitución de Tierras investiga por dos extensas fincas que, “presuntamente”, se apropió sin permiso. Así llaman las élites al despojo: con palabras suaves que encubren la brutalidad del saqueo.
Pero no son solo los senadores. También algunos magistrados han incurrido en la misma voracidad. Jorge Pretelt, expresidente de la Corte Constitucional, se apropió de un arrecife en el archipiélago de San Bernardo y sobre él levantó un hotel privado, como si la toga fuera patente para invadir hasta el mar.
Ese abuso, denunciado en su momento, retrata la arrogancia de una élite judicial que convirtió el poder en llave maestra para depredar lo común.
¿Qué democracia puede sostenerse cuando quienes hacen las leyes y quienes administran la justicia convierten la legalidad en disfraz para el saqueo? ¿Cómo hablar de Estado de derecho cuando los guardianes de la Constitución son al mismo tiempo sus peores infractores?
Cada hectárea arrebatada, cada isla y arrecife convertidos en botín, cada baldío “legalizado” con maniobras notariales es una condena al pueblo: campesinos desplazados, comunidades sin tierra, ciudadanos que ya no confían en la Justicia. El Congreso y las Cortes deberían ser templos de dignidad, pero demasiadas veces han sido guaridas de usurpadores. Y la memoria histórica no los absolverá: quedarán registrados no como servidores públicos, sino como depredadores con fuero y mercaderes con toga, capaces de llamar “sin permiso” al más descarado de los robos.
La lista crece: desde el familiar de Paloma Valencia, señalado por la Agencia Nacional de Tierras, hasta varios senadores que se han “adueñado” de predios que jamás les pertenecieron.
No son hechos aislados: son la radiografía de un país donde el despojo se viste de elegancia y la impunidad lleva toga y corbata.
No hay un porcentaje oficial único del territorio colombiano que ha sido despojado, pero algunas estimaciones indican que se han adquirido ilegalmente cerca de ocho millones de hectáreas.
Fuente: Prensa Rural